Escribir los recuerdos es
en gran medida un acto de reconstrucción de uno mismo. Nunca se sabe hasta qué
punto lo que se pretende es reflejar lo que fue, lo que se es, mostrar el
proceso entre el pasado y el presente, o, por el contrario, dar a lo vivido un
sentido, una causa que nos permita asumirnos, aclarar la propia existencia,
hacer valer lo que se ha alcanzado o justificar las renuncias. Esto último
suele ser tal vez lo más habitual. En todo caso, al reconstruir el propio pasado,
puede que quien lo escriba no sea del todo objetivo o certero, incluso puede
que no haya un ápice de veracidad, ni siquiera lo pretenda tampoco: se escribe
al fin y al cabo lo que se recuerda y hay siempre una cierta voluntad de
entenderse y, al mismo tiempo, de dar una imagen distinta a la que se piensa
que se da sin la debida explicación. Por lo demás, el tiempo es siempre una
pátina que desdibuja los hechos.
En 1977 Felicidad Blanc
publicó Espejo de sombras, unas
memorias inducidas sin duda por el documental de Jaime Chávarri El desencanto que se graba tres años antes
y que en 1976 el público acogió con verdadero interés. No en vano los Panero
despiertan fascinación en aquel momento. Los tres hijos que tuvo Felicidad
Blanc con Leopoldo Panero, Juan Luis, Leopoldo María y José Moisés Santiago, Michi, están en pleno candelero. El
padre, muerto en 1962, representó una determinada actitud, la de unos años -la
posguerra, los cincuenta- y un estado de ánimo, el de aquellos poetas, sobre
todo poetas, que apoyaron el alzamiento, que creyeron en la legitimidad de
aquel movimiento insurrecto que al final no lo fue en absoluto en su sentido
más revolucionario o transformador, más
bien al contrario, fue un movimiento reaccionario y mediocre, poetas que sin
embargo no se dejaron arrastrar por las pomposas proclamas imperantes o el
revanchismo cruento y que se negaron en todo momento a ser separadores, a
levantar muros diríamos hoy, nunca quisieron ni aceptaron la teoría de las dos
Españas, o la afirmación de que una de ella les debía de helar el corazón, y
mantuvieron puentes -hay que decir, en beneficio de la literatura, que los
escritores fueron los únicos que nunca perdieron contacto entre sí, los del
exilio y los del interior, a veces incluso poniéndose ellos mismos en peligro-,
como los mantuvo siempre el autor, unos puentes firmes. El documental de
Chávarri acertó plenamente en su título, desencanto fue lo que sintió sin duda
Leopoldo Panero y lo que conocieron también sus hijos, aunque de otro tipo, más
afín a los tiempos que corrían o que se preveía que serían (desencanto se llamaría también a cierta
sensación que dominó a buena parte de la sociedad española una vez acabada la
transición).
Pero es de Felicidad
Blanc de quien quiero hablar. Surge de repente de las sombras en las que ha
estado todos esos años, a la sombra de su marido, Leopoldo Panero, a la sombra
de sus hijos, como estuvo antes de la guerra a la sombra de su padre, el doctor
José Blanc Fortacín, en un tiempo, reconoce, en el que las mujeres, ella misma,
estaban «anuladas en una renuncia inútil».
Ha renunciado en un momento dado a publicar, atrás quedaron sus relatos
aparecidos en la revista Espadaña,
corregidos por un amigo, poeta y compañero de generación, José María Valverde,
muchos de ellos leídos por Luis Cernuda, cuando Felicidad Blanc vive en
Inglaterra junto a su marido y vive una soledad impuesta en compañía del también
solitario poeta exiliado, amigo de Panero, única compañía cierta entonces,
soledad impuesta quizá por ella misma y por su marido que está ocupado,
demasiado ocupado para que ella sea algo más que su esposa y madre del entonces
primer hijo, Juan Luís.
En este sentido, Espejo de sombras parece a veces un
ajuste de cuentas. Tal vez sea éste otro propósito de la escritura, ajustar
cuentas con la existencia o, incluso más concreto, con quienes nos rodean,
también consigo mismo. Algo parecido ocurre con El desencanto, aunque en el documental parece que sean los hijos
quienes estén ajustando cuentas y Felicidad Blanc es, con ese aspecto suyo de
dama elegante y culta, bella aún, algo distante, quien adopta una actitud de
reconciliación que no posee en todo caso en Espejo
de sombras. Sea lo que fuere, hay un ajuste de cuentas que esconde la
sensación de que la vida, su vida, hubiera podido ser diferente si no fuese,
como reconoce, una mujer del XIX.
En todo caso, su renuncia
a la escritura, su propósito de ser mera sombra, la hace en efecto invisible,
sobre todo a su marido, más ocupado en su labor de propagandista cultural y de
puente con los escritores exiliados, pero invisible también ante sus hijos, que
no la tienen en cuenta durante años, en vida del marido y padre, esos «años grises, años en que las pocas horas
alegres se envuelven o desaparecen entre la angustia y el temor». Las
relaciones familiares no le fueron gratas, vive además constantes momentos de
soledad compartida, como le ocurrió con Luis Cernuda o luego con su propia
madre, después de la muerte de su padre.
Es justo al morir
Leopoldo Panero cuando de repente Felicidad Blanc brota con fuerza, deja atrás
las sombras que le han desdibujado durante tanto tiempo y aparece, en efecto,
hasta el punto de ser un descubrimiento para sus propios hijos y para el grupo
de amigos -Luis Rosales, el gran amigo de su marido, Luis Felipe Vivanco o José
María Souvirón, entre otros- para quienes ella ha sido la esposa atenta del
poeta, quien le dedicó varios poemas (a pesar de la indiferencia en la vida, a
ella escribe varios poemas), pero apenas al final una sombra.
Sus hijos la descubren,
sí, y Felicidad Blanc pasa a ser la inseparable compañía de Juan Luis en
cenáculos, exposiciones y otros saraos de la época; es la gran protectora de Leopoldo
María en los años más lúgubres de éste, los años de inestabilidad vital y
emocional; es la gran conversadora con Michi, consejera y confesora del hijo
menor. Al igual que le ocurriera durante la guerra, cuando es consciente con su
hermano Luis que comienza otra época en sus vidas, «es nuestra juventud que se marcha», trasciende el momento concreto
y percibe que la muerte de Leopoldo supone otra etapa y lo será más lúcida y
vigorosa. Sigue habiendo no obstante un poso de lamento y demasiado titubeo en
ella, alguno de los cuales lamenta, como el no haber ido a despedir al escritor
cubano Calvert Casey a la estación, cuando salía de Madrid y enterarse al poco
tiempo que se había suicidado en Roma, lo que hará más dolorosa su omisión.
Leopoldo María se
dirigirá a ella, en un poema que le dedica:
«(…)
dicen que llueve por nosotros y
Que
la nieve es nuestra
Y
ahora que el poema expira
Te
digo como un niño, ven
He
construido una diadema
(sal
al jardín y verás cómo
La
noche nos envuelve)»
Dura ha de ser la vida para ti,
que a una extraña honradez sacrificaste tus creencias,
para ti, cuya única certidumbre es tu recuerdo
y por ello, tu más aciaga tumba.
Dura ha de ser la vida, cuando los años pasen
y destruyan al fin la ilusa patria de tu adolescencia,
cuando veas, igual que hoy, este fantasma
que tiempo atrás te consoló con su belleza.
Cuando el amor como un vestido ajado
no pueda proteger tu tristeza
y motivo de burla, de piedad o de asombro,
a los ojos más puros sólo sea.
Duro ha de ser para tu cuerpo ver morir el deseo,
la juventud, todo aquello que fuiste,
y buscar sin pasión tu reposo
en la sorda ternura de lo débil,
en la gris destrucción que alguna vez amaste.
«Es la ley de la vida», dicen viejos estériles,
«y nada sino Dios puede cambiarlo», repiten,
a la luz de la noche, lentas sombras inútiles.
Dura ha de ser la vida, tú que amaste el mundo,
que con una mirada o una suave caricia soñaste poseerlo,
cuando la absurda farsa que tú tanto conoces
no esté más adornada con lo efímero y bello.
Dura ha de ser la vida hasta el instante
en que veles tu memoria en este espejo:
tus labios fríos no tendrán ya refugio
y en tus manos vacías abrazarás la muerte.
que a una extraña honradez sacrificaste tus creencias,
para ti, cuya única certidumbre es tu recuerdo
y por ello, tu más aciaga tumba.
Dura ha de ser la vida, cuando los años pasen
y destruyan al fin la ilusa patria de tu adolescencia,
cuando veas, igual que hoy, este fantasma
que tiempo atrás te consoló con su belleza.
Cuando el amor como un vestido ajado
no pueda proteger tu tristeza
y motivo de burla, de piedad o de asombro,
a los ojos más puros sólo sea.
Duro ha de ser para tu cuerpo ver morir el deseo,
la juventud, todo aquello que fuiste,
y buscar sin pasión tu reposo
en la sorda ternura de lo débil,
en la gris destrucción que alguna vez amaste.
«Es la ley de la vida», dicen viejos estériles,
«y nada sino Dios puede cambiarlo», repiten,
a la luz de la noche, lentas sombras inútiles.
Dura ha de ser la vida, tú que amaste el mundo,
que con una mirada o una suave caricia soñaste poseerlo,
cuando la absurda farsa que tú tanto conoces
no esté más adornada con lo efímero y bello.
Dura ha de ser la vida hasta el instante
en que veles tu memoria en este espejo:
tus labios fríos no tendrán ya refugio
y en tus manos vacías abrazarás la muerte.
Reeditada por la editorial Cabaret Voltaire, Espejo de sombras es sin duda un
testimonio imprescindible sobre los Panero, pero sobre todo una mirada de aquel
momento, un siglo que se caracteriza por el «(...) materialismo de una época que comienza, que será despiadada con los
humildes, con los que no pisan fuerte».
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