jueves, 10 de agosto de 2017

Felicidad Blanc

Escribir los recuerdos es en gran medida un acto de reconstrucción de uno mismo. Nunca se sabe hasta qué punto lo que se pretende es reflejar lo que fue, lo que se es, mostrar el proceso entre el pasado y el presente, o, por el contrario, dar a lo vivido un sentido, una causa que nos permita asumirnos, aclarar la propia existencia, hacer valer lo que se ha alcanzado o justificar las renuncias. Esto último suele ser tal vez lo más habitual. En todo caso, al reconstruir el propio pasado, puede que quien lo escriba no sea del todo objetivo o certero, incluso puede que no haya un ápice de veracidad, ni siquiera lo pretenda tampoco: se escribe al fin y al cabo lo que se recuerda y hay siempre una cierta voluntad de entenderse y, al mismo tiempo, de dar una imagen distinta a la que se piensa que se da sin la debida explicación. Por lo demás, el tiempo es siempre una pátina que desdibuja los hechos.

En 1977 Felicidad Blanc publicó Espejo de sombras, unas memorias inducidas sin duda por el documental de Jaime Chávarri El desencanto que se graba tres años antes y que en 1976 el público acogió con verdadero interés. No en vano los Panero despiertan fascinación en aquel momento. Los tres hijos que tuvo Felicidad Blanc con Leopoldo Panero, Juan Luis, Leopoldo María y José Moisés Santiago, Michi, están en pleno candelero. El padre, muerto en 1962, representó una determinada actitud, la de unos años -la posguerra, los cincuenta- y un estado de ánimo, el de aquellos poetas, sobre todo poetas, que apoyaron el alzamiento, que creyeron en la legitimidad de aquel movimiento insurrecto que al final no lo fue en absoluto en su sentido más revolucionario o transformador,  más bien al contrario, fue un movimiento reaccionario y mediocre, poetas que sin embargo no se dejaron arrastrar por las pomposas proclamas imperantes o el revanchismo cruento y que se negaron en todo momento a ser separadores, a levantar muros diríamos hoy, nunca quisieron ni aceptaron la teoría de las dos Españas, o la afirmación de que una de ella les debía de helar el corazón, y mantuvieron puentes -hay que decir, en beneficio de la literatura, que los escritores fueron los únicos que nunca perdieron contacto entre sí, los del exilio y los del interior, a veces incluso poniéndose ellos mismos en peligro-, como los mantuvo siempre el autor, unos puentes firmes. El documental de Chávarri acertó plenamente en su título, desencanto fue lo que sintió sin duda Leopoldo Panero y lo que conocieron también sus hijos, aunque de otro tipo, más afín a los tiempos que corrían o que se preveía que serían (desencanto se llamaría también a cierta sensación que dominó a buena parte de la sociedad española una vez acabada la transición).

Pero es de Felicidad Blanc de quien quiero hablar. Surge de repente de las sombras en las que ha estado todos esos años, a la sombra de su marido, Leopoldo Panero, a la sombra de sus hijos, como estuvo antes de la guerra a la sombra de su padre, el doctor José Blanc Fortacín, en un tiempo, reconoce, en el que las mujeres, ella misma, estaban «anuladas en una renuncia inútil». Ha renunciado en un momento dado a publicar, atrás quedaron sus relatos aparecidos en la revista Espadaña, corregidos por un amigo, poeta y compañero de generación, José María Valverde, muchos de ellos leídos por Luis Cernuda, cuando Felicidad Blanc vive en Inglaterra junto a su marido y vive una soledad impuesta en compañía del también solitario poeta exiliado, amigo de Panero, única compañía cierta entonces, soledad impuesta quizá por ella misma y por su marido que está ocupado, demasiado ocupado para que ella sea algo más que su esposa y madre del entonces primer hijo, Juan Luís.

En este sentido, Espejo de sombras parece a veces un ajuste de cuentas. Tal vez sea éste otro propósito de la escritura, ajustar cuentas con la existencia o, incluso más concreto, con quienes nos rodean, también consigo mismo. Algo parecido ocurre con El desencanto, aunque en el documental parece que sean los hijos quienes estén ajustando cuentas y Felicidad Blanc es, con ese aspecto suyo de dama elegante y culta, bella aún, algo distante, quien adopta una actitud de reconciliación que no posee en todo caso en Espejo de sombras. Sea lo que fuere, hay un ajuste de cuentas que esconde la sensación de que la vida, su vida, hubiera podido ser diferente si no fuese, como reconoce, una mujer del XIX.

En todo caso, su renuncia a la escritura, su propósito de ser mera sombra, la hace en efecto invisible, sobre todo a su marido, más ocupado en su labor de propagandista cultural y de puente con los escritores exiliados, pero invisible también ante sus hijos, que no la tienen en cuenta durante años, en vida del marido y padre, esos «años grises, años en que las pocas horas alegres se envuelven o desaparecen entre la angustia y el temor». Las relaciones familiares no le fueron gratas, vive además constantes momentos de soledad compartida, como le ocurrió con Luis Cernuda o luego con su propia madre, después de la muerte de su padre.

Es justo al morir Leopoldo Panero cuando de repente Felicidad Blanc brota con fuerza, deja atrás las sombras que le han desdibujado durante tanto tiempo y aparece, en efecto, hasta el punto de ser un descubrimiento para sus propios hijos y para el grupo de amigos -Luis Rosales, el gran amigo de su marido, Luis Felipe Vivanco o José María Souvirón, entre otros- para quienes ella ha sido la esposa atenta del poeta, quien le dedicó varios poemas (a pesar de la indiferencia en la vida, a ella escribe varios poemas), pero apenas al final una sombra.

Sus hijos la descubren, sí, y Felicidad Blanc pasa a ser la inseparable compañía de Juan Luis en cenáculos, exposiciones y otros saraos de la época; es la gran protectora de Leopoldo María en los años más lúgubres de éste, los años de inestabilidad vital y emocional; es la gran conversadora con Michi, consejera y confesora del hijo menor. Al igual que le ocurriera durante la guerra, cuando es consciente con su hermano Luis que comienza otra época en sus vidas, «es nuestra juventud que se marcha», trasciende el momento concreto y percibe que la muerte de Leopoldo supone otra etapa y lo será más lúcida y vigorosa. Sigue habiendo no obstante un poso de lamento y demasiado titubeo en ella, alguno de los cuales lamenta, como el no haber ido a despedir al escritor cubano Calvert Casey a la estación, cuando salía de Madrid y enterarse al poco tiempo que se había suicidado en Roma, lo que hará más dolorosa su omisión.

Leopoldo María se dirigirá a ella, en un poema que le dedica:

«(…) dicen que llueve por nosotros y
Que la nieve es nuestra
Y ahora que el poema expira
Te digo como un niño, ven
He construido una diadema
(sal al jardín y verás cómo
La noche nos envuelve)»

Mientras, Juan Luis parece pensar en ella al escribir Epitafio frente a un espejo:

Dura ha de ser la vida para ti,
que a una extraña honradez sacrificaste tus creencias,
para ti, cuya única certidumbre es tu recuerdo
y por ello, tu más aciaga tumba.
Dura ha de ser la vida, cuando los años pasen
y destruyan al fin la ilusa patria de tu adolescencia,
cuando veas, igual que hoy, este fantasma
que tiempo atrás te consoló con su belleza.
Cuando el amor como un vestido ajado
no pueda proteger tu tristeza
y motivo de burla, de piedad o de asombro,
a los ojos más puros sólo sea.
Duro ha de ser para tu cuerpo ver morir el deseo,
la juventud, todo aquello que fuiste,
y buscar sin pasión tu reposo
en la sorda ternura de lo débil,
en la gris destrucción que alguna vez amaste.
«Es la ley de la vida», dicen viejos estériles,
«y nada sino Dios puede cambiarlo», repiten,
a la luz de la noche, lentas sombras inútiles.
Dura ha de ser la vida, tú que amaste el mundo,
que con una mirada o una suave caricia soñaste poseerlo,
cuando la absurda farsa que tú tanto conoces
no esté más adornada con lo efímero y bello.
Dura ha de ser la vida hasta el instante
en que veles tu memoria en este espejo:
tus labios fríos no tendrán ya refugio
y en tus manos vacías abrazarás la muerte.

Reeditada por la editorial Cabaret Voltaire, Espejo de sombras es sin duda un testimonio imprescindible sobre los Panero, pero sobre todo una mirada de aquel momento, un siglo que se caracteriza por el «(...) materialismo de una época que comienza, que será despiadada con los humildes, con los que no pisan fuerte».



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