Lázaro alcanza cierta
estabilidad en Toledo. Trabaja de pregonero, sobre todo de pregonero de vinos:
anuncia los distintos tipos de caldo y sus cualidades, una especie de comercial
y publicista de la época, y alcanza gracias a ello no poca seguridad material
pero también interior, cualquier cosa que sea eso de la interioridad en
aquellos tiempos y en cualesquiera otras épocas del mundo o de la historia, en
todo caso nada que ver con la vida azarosa que ha llevado. Tal vez su empleo no
satisficiera del todo a nadie, pero para él es más que suficiente. Se ha casado
y poco le importan las habladurías que desde el principio rodean su relación,
un matrimonio el suyo de conveniencia sugerido por el señor para quien
trabaja y que le vincula con una criada, dícese que amante del arcipreste, su jefe.
Asiste a su época no
sabemos si con interés o como mero observador. Se celebran Cortes en Toledo en
1525, objeto de atención de Francesillo de Zuñiga en sus Crónicas burlescas.
Tras la batalla de Pavía el Rey de Francia Francisco I ha quedado bajo regia
custodia en la Casa y Torre de los Lujanes, en Madrid. De ello hablará Alfonso
de Valdés en sus escritos, en los más literarios y en los más reflexivos, no en
vano ha sido dicho consejero del Emperador el autor de la relación de la
susodicha batalla.
Tal vez cierto
desasosiego o la necesidad de aclarar y aclararse la propia vida, quizá una
imperiosa coacción espiritual por justificarse o por dar luz a todas sus
cuitas, le llevan a escribir a un destinatario desconocido -o destinataria
desconocida, sugiere Rosa Navarro- y en la que da una relación de su vida, una
explicación de sus pasos por la vida y por los avatares de la existencia.
En esa escritura de los
años transcurridos recuerda no sin añoranza a quien fuera su primer mentor en
las cosas de la vida: un ciego que, al contrario de lo que ocurre en los
Evangelios, no verá la luz, sino que la transmitirá a su pupilo. «Yo oro ni
plata no te puedo dar -le dirá-: mas avisos para vivir muchos te mostraré». Se
da cuenta de que quizá cumpliera con la promesa que el ciego le hiciera a su
madre de recibirlo no como mozo, sino como hijo y, por tanto, darle luz, darle
consejos, darle conocimientos para afrontar la vida dura. Tal vez esa su dureza
-tampoco eran aquellos buenos tiempos para los niños, cuya condición nada tiene
que ver con la actual, seres que vivían en la periferia social, arrinconados en
o de ella y precipitados a un aprendizaje a base de golpes-, esa dureza, decía,
fuese al final el fundamento para salir de la simpleza, como el propio Lázaro reconoce cuando recibe el primer
golpe engañoso del mentor, calabazada en toda regla contra la piedra en forma
de toro que hay en el puente romano de Salamanca, sobre el Tormes.
«El mozo de ciego un punto ha de saber de más
que el diablo», le advierte a Lázaro y de este modo le asesora e introduce en
las artes de la oración, con diversas funciones y fines sociales. Rezos, preces
y oraciones que tampoco sirven ya para lo estipulado por Jesús en el Evangelio
de Lucas, en su capítulo XI. Nada que ver con las peticiones evangélicas e
íntimas, paternofiliales, sino meros formulismos retóricos, ritualismo puro y
duro que determina ya la vida del cristiano, ritualismo que les permite al
ciego y a Lázaro, además de las limosnas, vivir, hasta tal punto que Lázaro
desea la rápida muerte de aquellos enfermos por cuya salud rezan para así
disfrutar de la comida que se brinda en el entierro. La oración se convierte en
algo ritual, algo contra lo cual escribe Erasmo de Rotterdam y advierte Alfonso
de Valdés en su Diálogo de Mercurio y
Carón. Es un punto más de las muchas discrepancias religiosas que se dan en
Europa, nada nuevo, por cierto, en la historia del cristianismo, abundan las
escuelas y los cismas, las polémicas y las discordias, pero en 1517 toma todo
ello un nuevo rumbo tras la protesta de Lutero.
Castilla será en buena
medida, y contra lo que hoy se cree, tierra donde abunda la disidencia. A pesar
del ritualismo y de la lejanía que se pretende que exista entre la población y
la fe, relación entendida como mera aceptación, hay una enorme búsqueda de
espiritualidad y abundan los círculos de iluminados, pietistas, molineristas,
erasmistas y también de luteranos y reformados que, dentro o fuera de la Iglesia
Romana, pretenden dar respuesta a tantas dudas y búsquedas. Lázaro, aun cuando
pueda pensarse que esté al margen de tales cuitas, por formación y por
preocupaciones más vinculadas a lo material, a la supervivencia, no es ajeno a
la reflexión. No en vano, nada más iniciada la relación de su vida, al hablar a
los problemas judiciales de su padre, acude nada menos que al Sermón del Monte,
tan importante para algunas de las nuevas corrientes evangélicas, por ejemplo
entre los anabaptistas, aunque no hay constancia de la presencia de estos en la
península en aquel momento, y recuerda que los perseguidos por la justicia son
bienaventurados. Tras el ciego, se pone al servicio de algunos clérigos, y el
primero al que asiste parece estar muy lejos de las características de un
hombre de fe. Es tacaño con los bienes materiales, posee poca caridad, pero
además y principalmente «toda la lacería del mundo estaba encerrado en este (no
sé si de su cosecha era o lo había anexado con el hábito de clerecía)». Asiste
también a un buldero, recuérdese el fenómeno de las bulas durante los siglos XV
y XVI, lo importante que fue este tema para Lutero, y es testigo directo del
engaño metódico y alevoso que afecta a la fe de los más sencillos.
No sabemos si el objetivo
de Lázaro al escribir su misiva es justificar una aparente sumisión a los
hechos de su vida que va acatando, parece ser, con naturalidad, tal vez con
“simpleza”, o puede que haya otro fin en sus palabras, un mensaje entrelineado
que denota otro objetivo, una velada mirada sobre la realidad repleta de
guiños. Otro escritor, Juan de Luna, más definido en las polémicas de la época,
escribe lustros después una continuación a esa primera crónica del Lazarillo
con un mensaje más evidente. El anónimo autor de la novela, en todo caso, va
lanzando algunas pullas que busca la reflexión sobre la actitud de uno mismo
ante el mundo, o sea, sobre la ética. «¡Cuántos debe de haber en el mundo que
huyen de otros porque no se ven a sí mesmos!», exclama Lázaro al principio del
relato, todo un alegato de la necesaria misericordia que nace siempre, que ha
de nacer, de la propia experiencia vital.
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