El mito indica que los
Juegos Olímpicos fueron una idea surgida entre los dáctilos, una raza arcaica
que la tradición vincula a Hefesto, más en concreto fue Heracles, tal vez primera
personalización del héroe, quien propuso unas carreras entre sus hermanos. La
historia oficial y objetiva, si es que existe algo de objetividad en la
historia, indica que los primeros juegos olímpicos se celebraron en el 776 a.
C. Se realizaron en Olimpia, de allí el adjetivo, y una de sus funciones fue la
de mantener una mínima tregua en una época de enorme tensión y confrontación
entre las diversas ciudades-Estado.
La idea de los Juegos
Olímpicos como símbolo y potenciador de paz o de concordia entre los pueblos lo
recogieron los mandatarios al reestablecerse a partir de 1886 cada cuatro años.
Es evidente que no logró tal objetivo, si es que se lo tomaron en serio: el
siglo XX siguió siendo, como los siglos anteriores, violento y vivió incluso
dos guerras mundiales. Todo indica, en lo que llevamos de siglo XXI, que por
desgracia nada cambia en lo relativo a guerras y violencia.
Pero además los Juegos
Olímpicos se convirtieron muy pronto en pantalla de propaganda de los Estados
en los que se mostraba bien la superioridad racial, tal como se intentó en los
juegos de Berlín de 1936, bien de propaganda política, para el Bloque del Este
hasta su desmoronamiento o para los Estados Unidos, una manera de mostrarse al
mundo como potencia hegemónica.
No sólo eso, sino que
también los Juegos Olímpicos se convirtieron, sobre todo en los últimos
decenios, en grandes operaciones urbanísticas. No en vano sabemos todos de los
estrechos vínculos entre las empresas y el deporte, sobre todo el deporte de
élite. Las Ligas Profesionales de Fútbol, por ejemplo, más que deporte sano y
ejemplo social, es un gran negocio que mueve millones en dinero y no escapa en
algunos Estados a corruptelas y grandes corrupciones, las corrupciones generalizadas
y casi sistémicas, como se ha visto en la FIFA o en la Liga Española.
Por ello, en gran medida,
el gran interés de acoger los Juegos Olímpicos tiene que ver más con aprovechar
el momento para un cambio en el urbanismo y dar a conocer una ciudad, hoy
diríamos incorporarla a los mercados.
En este sentido, que
desde las administraciones españolas -catalanas incluidas, no parece que haya
aquí grandes discrepancias- se conmemore y celebre el vigésimo quinto
aniversario de los Juegos Olímpicos de Barcelona indica hasta que punto no sólo
fueron unos juegos ejemplares en lo
deportivo y en lo organizativo, sino que sirvió para dar el primer paso en un
cambio urbanístico y en incorporar la
ciudad a los mercados, a todas luces el gran objetivo a perseguir. Veinticinco años después Barcelona se ha convertido
en un parque temático, una caricatura de sí misma para disfrute de los millones
de turistas que recorren la ciudad en busca de lo que piensan que van a
encontrar. El resultado es una ciudad cara que expulsa a los vecinos de los
rincones más apetecibles o si los mantienen, que sea como un atractivo más para
el visitante.
Cierto: eso ocurre
también en otras muchas ciudades convertidas en polo del turismo, caricaturas
de sí mismas también ellas, sean Praga o Paris, o algunos de los nuevos
destinos de los Balcanes que ven en el turismo una industria. Se dirá que los
Juegos Olímpicos no tienen nada que ver con lo que hoy es Barcelona -¡hasta los
propios turistas se quejan del exceso del turismo!-, pero no se puede negar que
aquellos Juegos Olímpicos de hace veinticinco años fueron un primer paso para la
transformación urbana. Ya hay algunos planificadores urbanos que hablan de
Barcelona, por muy bonita que haya quedado, como un modelo lleno de lagunas y
defectos.
De este modo, el deporte,
que pudiera entenderse como actividad social de convivencia y diversión, de
ocio y desarrollo individual y grupal, deviene en aliado de las empresas, un
negocio más, un modo incluso con que barnizar la especulación y la concepción
de una ciudad como negocio, más que como centro multidisciplinar donde conviven
varias actividades, algunas económicas, pero no todas.
En castellano la palabra competencia reúne en su significado
tanto la capacidad para el desarrollo de alguna aptitud como la rivalidad
entre personas, países o empresas, algo que no ocurre en otros idiomas, que
separan claramente ambos conceptos. Parece ser que los Juegos Olímpicos tienen ahora
mismo más de lo segundo, de rivalidad entre deportistas y países, que de lo
primero, de desarrollo humano de las capacidades. Y deja sus huellas en las
ciudades por las que va pasando.
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