jueves, 29 de septiembre de 2016

Irène Némirovsky

Al acabar la segunda guerra mundial miles de supervivientes de los campos de concentración y de desplazados a lo largo y ancho del continente europeo recorrieron de nuevo Europa bien para regresar a sus hogares, o a lo que quedase de ellos, bien para encontrar otro lugar donde vivir. La imagen de miles de personas, hombres y mujeres, niños y ancianos, avanzando por el continente, tras seis años de devastadora guerra, portando sus pocas pertenencias, con sus heridas físicas y espirituales bien patentes, debió de ser tremenda. La puerta de entrada en París fue la Gare de l´Est, la Estación del Este, sobre todo de los supervivientes de los ignominiosos e inaceptables campos. Mucha gente se acercó a la estación para esperar a parientes o amigos, o al menos para intentar reconocer entre los recién llegados a aquellos de los que habían perdido la pista, y también para brindar una pizca de solidaridad y dar una silenciosa bienvenida, pese a todo, a quienes habían sufrido tanto horror.

Entre las personas que se acercaron a la estación estaban las hermanas Élizabeth y Denise Epstein, de dieciocho y dieciséis años respectivamente. Esperaban encontrar a su madre, la escritora Irène Némirovsky, que a principios de noviembre de 1942 fue detenida y deportada a Auschwitz por su condición de judía, aun cuando se hubiese convertido a la fe católica y bautizado tres años antes. Pero dominaban en Alemania y en los territorios ocupados las absurdas y criminales leyes raciales impuestas por los nazis, por fin abrogadas y quién sabía entonces si exoneradas para siempre del continente. Era difícil encontrar a una mujer, a una sola persona, entre los cientos y cientos de personas que llegaban todos los días en los trenes. No debieron de ser pocas las ocasiones en que se confundieron y creyeron -quisieron- ver los rasgos de su madre en algunas de las mujeres que se cruzaban con ellas. Decidieron también acudir al hotel Lutetia, cuyo propietario puso al servicio de los supervivientes de los campos. Seguramente sabrían las hermanas Epstein en ese momento, o lo sabrían sin duda más tarde, que ese lujoso hotel había alojado a numerosos escritores y artistas. En él escribió Albert Cohen Belle du Seigneur y James Joyce esbozó algún capítulo de Ulises. Se alojó también allí la maravillosa Joséphine Baker, antes de adoptar la nacionalidad francesa. Durante la ocupación los servicios de información y contraespionaje del Ejército nazi lo eligieron como estado mayor.

Tampoco en el hotel Lutetia encontraron a su madre. Ambas hermanas guardaban en casa una maleta con fotos, papeles personales y el manuscrito de la última novela de Irène Némirovsky, Suite Française, escrita durante la guerra con letra minúscula, hubo que economizar tinta, y un papel de mala calidad. Ansiaban devolvérselo, tal vez como forma de reconciliarse con la vida, con la historia o con la Francia que tanto amó la escritora. Buscaron en vano. Irène Némirovsky había muerto gaseada al poco de llegar al campo de Auschwitz. Aquella maleta, por tanto, quedó cerrada durante mucho tiempo, sin duda abrirla iba ser doloroso. Era mejor esperar y quedarse de momento con los pocos recuerdos que las hermanas Espstein podían guardar en su memoria, no muchos, desde luego, teniendo en cuenta su edad y que hacía tres años de su separación.

Es evidente que ninguna persona, cualquiera que fuese su condición, merecía la muerte atroz impuesta por el terror nazi. Alemania, la patria de filósofos y poetas, de músicos y artistas de tantas áreas, se convirtió de pronto en el epicentro de la funesta apología de la pureza racial y del consiguiente exterminio realizado con métodos industriales. Claro que no fue nada nuevo, nada que la humanidad, de un modo u otro, hubiera ya vivido: la historia estaba repleta en todas partes de masacres crueles y devastadoras y seguirían ocurriendo después, como bien sabemos. Alemania no es ni más ni menos culpable que cualquier otro pueblo susceptible siempre de alcanzar de nuevo las más altas cuotas de horror. La guerra es el nexo de las diversas etapas de la historia y a todas luces afectan a la cotidianidad, lo queramos o no, estemos o no implicados con la realidad circundante, tal como ha logrado transmitir Irène Némirovsky en Suite Française. Ella misma tuvo que vivir en carne propia los caprichos crueles de la guerra y de ese siglo XX tan funesta. Nadie escapa al horror, aun cuando se introduzca en cualquier torre de marfil.


Nacida en Kiev en 1903, hija de un banquero de buena familia -que a su vez había vivido indirectamente los progroms de Elisabethgrad en 1881- y de Fanny Némirovsky, con quien nunca mantuvo una buena relación, asistió a la revolución rusa de 1917, aunque fue éste un hecho que ocurría fuera de las paredes de su biblioteca mientras ella estaba más bien sumergida en la lectura fascinante de los autores franceses. En 1918 la familia logró huir a Finlandia y un año después emprendió viaje hacia Francia, donde se afincaron. De este modo, la propia vida de la escritora reflejó hasta qué punto podían los efectos de la realidad afectar a cada una de las vidas singulares. No importaba que en Francia recuperase la vida holgada gracias a haber salvado su padre la fortuna familiar, lo que le permitió una vida burguesa en París y en Biarritz, donde pasaba largas temporadas, llegó incluso a aprender vasco. Nadie escapa a la realidad, por decirlo de un modo ampuloso.

Pero nada le impidió describir la realidad, esa misma realidad tan desagradable, de un modo brillante, tal vez porque, al contrario que su madre, una mujer un tanto egocéntrica y obsesionada por su propia belleza, no estaba tan centrada en sí misma y lograba mirar lo que le rodeaba con fruición, con dotes de observación, fundamental en cualquier escritor, y eso lo transmitía al papel con maestría. No en vano el editor Bernard Grasset quedó maravillado con aquella primera novela que recibió en 1929, David Golder, que Irène Némirovsky había empezado a escribir en el País Vasco francés, y sin dudarlo decidió publicarla, dando comienzo de este modo a una brillante carrera literaria. Cuando diez años después comenzaba la guerra, Irène Némirovsky tuvo que dejar a sus hijas al cuidado de la madre de su niñera y volver a Paris con su marido. Sigue escribiendo, es su manera de estar viva, de no sucumbir a las leyes impuestas, al dolor y a la imposición de llevar la estrella amarilla en su ropa. En junio de 1940 las tropas nazis llegan a Paris. Miles de personas salen aterradas de la capital francesa. En un pequeño cuaderno de papel malo comienza a escribir lo que proyecta como cuatro historias que narran esa cotidianidad y describen el infierno que se esconde tras los gestos que creemos tan normales. Sólo tiene la oportunidad de escribir dos, Tempête en juin (Tormenta en junio) y Dolce, que guardará en la maleta que entrega a la niñera Cecile Michaud y que será la que posean las hijas cuando buscan a su madre en el París de la liberación.



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