miércoles, 7 de septiembre de 2016

Stefan Zweig

Escribe Stefan Zweig: "Cuando pronuncio de una tirada "mi vida", maquinalmente me pregunto: "¿Cuál de ellas?" ¿La de antes de la guerra?¿De la primera guerra o de la segunda?¿O de la vida de hoy?". La vida no es lineal, no lo es la historia, no lo es nada. Los europeos se han (nos hemos) habituado sin duda a ese transcurso del tiempo lineal y plano en el que parece que no hay grandes saltos y que tampoco pueda contener, como consecuencia de ello, múltiples vericuetos por donde se cuelen los monstruos y surjan los horrores de un existir a veces absurdo. Sin embargo, a poco que nos fijemos nos damos cuenta de que no es así: el presente plácido, pequeñoburgués, apacible y aposentado que creemos que nos hemos dado no es real, apenas una fachada tras la cual se oculta el horror. Nuestro equilibrio se sustenta sobre una fina cuerda que se puede romper en cualquier momento. De hecho, miles de vidas se rompen en su moderna cotidianidad, en la nuestra, en esta Europa que se cree una isla de paz y felicidad, que se mira aún al espejo y se ve reflejada con una feliz hermosura tras la que se oculta el infierno siniestro y trágico.

En todo caso, para quien crea que lo dicho es exagerado, sobre todo lo referido a la estable y avanzada Europa, podemos afirmar que no siempre ha sido así, que esa Europa atalaya, faro cultural y social, modelo a seguir, ha tenido sus claroscuros. O, para decirlo de otra forma, Europa pudo tener en algún momento sus épocas doradas, pero éstas no fueron eternas, el espejo se ha roto demasiadas veces y nos ha dejado una estela de horror y desesperación.

El escritor austriaco Stefan Zweig nos habla con no poca nostalgia de la edad dorada de esa Europa burguesa ordenada y culta. Son los años de finales del siglo XIX y principio del XX, cuando todo es optimismo. Europa progresa, sí, se enriquece, en parte gracias al trabajo de millones de trabajadores cuyas condiciones no son siempre las mejores, pero que van ganando derechos y mejoras gracias a un movimiento obrero que toma conciencia de sí mismo y reclama otra realidad, basada en la solidaridad, en la fraternidad, en nuevos conceptos que dan lugar a un nuevo humanismo. Es una Europa culta, cosmopolita, que rechaza de pronto las barreras entre lenguas, pueblos y religiones, que rechaza las fronteras, entre los burgueses porque buscan nuevos mercados y beneficios, en lo relativo al proletariado porque ve en el internacionalismo nuevos lazos, complicidades y alianzas. 

Fue el tiempo de crecimiento de Zweig, como persona y como escritor. Es normal esa nostalgia, vivió al fin y al cabo su paraíso, la época de juventud, el tiempo del edén donde todo era posible. Austria fue un lugar idóneo para apreciar este cambio, en medio del continente: cerca de Alemania, comparte un mismo idioma, pero también se halla junto a Italia y Francia, referencias culturales sin ninguna duda, y no tan lejos de Londres, atractivo faro también.

La primera Gran Guerra rompió el espejo. No sólo fue una barbarie que presagiaba aún otra guerra más tremenda y desoladora, sino que cambió por completo el panorama europeo. El mapa político del continente se transforma por completo, se resquebraja y surge un nacionalismo agresivo, visceral, racista en muchos casos. La identidad se vuelve  un eje de la política que asfixiará las libertades. El fascismo es el monstruo que brota además en países de notable cultura y humanismo, en la Alemania de los filósofos y de los poetas, en la Italia levantada sobre el Renacimiento, faro de una nueva sensibilidad en todo el continente. El sueño de otra sociedad, de la transformación social revolucionaria que buscó el ideal de un nuevo ser humano, se convierte en una tiranía brutal. ¿Qué hacer ante dicho panorama?¿Cómo actuar y cómo escribir ante tanto salvajismo?

Stefan Zweig opta por abandonar un continente que deviene un lugar deplorable para quien ha visto el otro lado del mismo, que ha vivido una época dorada de las ideas y del arte, que se ha comprometido con sus semejantes. Se vuelve un apátrida porque "(...) es precisamente el apátrida el que se convierte en un hombre libre, libre en un sentido nuevo; sólo aquel que a nada está ligado, a nada debe reverencia". No puede, empero, superar tanta destrucción externa e interna. Se suicida en Brasil, lejos de toda aquella locura. Sin duda, la realidad se le vuelve insoportable. Más de setenta años después, Europa tampoco se parece a la Europa que conoció Zweig de joven. Al contrario, vuelve a sentirse el hedor del nacionalismo exacerbado, de la tentación autoritaria, de la injusticia y de la insolidaridad. Ni siquiera nos queda, para colmo, el arte como refugio.

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