viernes, 29 de enero de 2016

Macao

 «Da mina língua vê-se o mar», escribió el escritor portugués Virgílio Ferreira, rememorando un poema de Fernando Pessoa, «Mar Português». Y quizá pocos países hay que puedan asociar su idioma, su país y el mar como Portugal. Tal vez por su situación geográfica, su propia configuración o por la amplia costa que posee, lo cierto es que Portugal comenzó a interesarse por lo que había allende sus costas e inició muy pronto, cuando los demás Estados europeos se estaban conformando aún, sus aventuras marítimas.

Aventuras marítimas que le permitieron recorrer el mundo y poseer enclaves  por todos los mares. Si mirásemos un mapa del siglo XVI veríamos un sinfín de lugares en el que los portugueses habían puesto una base, una defensa, un puerto. África estaba repleta. Hay que tener en cuenta que de las colonias y enclaves portugueses sólo Brasil, Angola y Mozambique adquieren dimensiones enormes, el resto son islas, penínsulas o pequeños territorios, siempre estratégicos para permitir a los barcos llevar a cabo sus navegaciones sin muchos riesgos.

Hubo un momento en que la población entera se implicó con estas aventuras marítimas, hasta el punto que se dice que en todas las familias portuguesas había alguien que se echaba al mar. De ahí también que surgiera un género literario a merced de dichas empresas: la Literatura Trágico-Marítima.

Pero además Portugal fue el primer país de Europa que, en ese periodo de transición que conocemos como Renacimiento europeo, organizó los viajes a Oriente. Desde que en 1498 Vasco de Gama llegara a Calcuta, aumentaron las expediciones al continente asiático. El interés por los espacios desconocidos creció de un modo enorme, venciendo el temor a lo que no se conocía. Y tal como les ocurría a los navegantes y expedicionarios que viajaron a América, y unos años antes a África, los portugueses tuvieron que realizar un enorme esfuerzo de comprensión de lo que veían. Porque la visión del mundo, además, no sólo es cuestión de ojos, sino de miradas empañadas con frecuencia por nuestra propia mentalidad, cultura y cosmovisión. «No vemos las cosas como son, sino como somos», afirmaría siglos después la escritora Anaïs Nin, y los europeos del siglo XVI eran de una manera que les llevó a tardar años en reconocer la realidad a la que asistían por primera vez y con unas visiones del mundo muy determinadas por leyendas y mitos o por las propias descripciones simbólicas del Antiguo Testamento.

Tras la llegada de los portugueses a Calcuta se comienzan a recibir noticias de China, de a terra dos chins. Los primeros contactos se produjeron en Malaca en 1509 y hay que decir que la impresión que obtuvieron los portugueses fue muy buena. A diferencias de los indios, cuya sociedad les debió de resultar caótica, con su pluralidad lingüística, sus extrañas religiones –que al principio consideraron cristianas porque no concebían que se pudiera ser otra cosa salvo cristiano, judío o musulmán, y la presencia de estatuas sólo apuntaba a esa hipótesis, a la del cristianismo llevado por Santo Tomás-, sus costumbres –ese andar semidesnudo, sentados siempre en el suelo, con sus comidas picantes- e incluso, sí, el color de su piel (estamos en el siglo XVI, recuérdese, y apenas había un mínimo reconocimiento hacia los portadores de pieles oscuras), la verdad es que los chinos les debieron de resultar la cima de la civilización y del refinamiento. Eran de piel clara, más blancos incluso que los europeos meridionales que llegaban a Asia, vestían por completo el cuerpo muchas veces con ropas elegantes de seda o, en su caso, cómoda, sus costumbres delicadas y sobre todo parecían dotados de reglas con que organizaban la sociedad. Muchos cronistas destacan en sus relaciones, al visitar las ciudades chinas, lo limpias que están las calles, les llama la atención frente a la suciedad maloliente de las ciudades de procedencia, e incluso se habla del sistema de cloacas, apenas conocido en Europa.

Esos primeros contactos permiten que una expedición portuguesa, comandada por Jorge Alvares, llegue a la Isla de Lintin, llamada por los portugueses Ilha de Tamão, y que el Rey Don Manuel ponga en marcha las primeras delegaciones para profundizar en los contactos. Esas primeras expediciones establecieran acuerdos, relaciones y vínculos con aquel país, algo que no era nada fácil y estaba con frecuencia a merced de notables errores que pusieron más de una vez en peligro las misiones encaminadas. A pesar de ello, los portugueses continuaron recorriendo las costas chinas y del Indostán, alcanzan en 1542 Japón y escogen las costas chinas como centro de su presencia en Asia. Hasta la Compañía de Jesús decide aprovechar la presencia portuguesa para su expansión por el Lejano Oriente.

En 1554 se firma el primer acuerdo entre China y Portugal, auspiciado por Leonel de Sousa, que llegó a ser gobernador, y que conlleva, entre otras cosas, la realización de una feria anual en el estuario del Río de la Perla. Tres años más tarde se transfirió a la península de Macao la base de los negocios portugueses en Oriente y poco después se instalará también allí la base de la Compañía de Jesús. La importancia de este enclave es tal que incluso los mandarines locales, en 1564, ante la revuelta de una armada que regresaba de una misión en Funjian, solicitan apoyo militar y logístico a los portugueses, que se la prestan, lo que indica la buena relación que se establece entre Portugal y China. Sólo así se entiende que Macao haya permanecido como parte del territorio de ultramar portugués, incluso aumentara su espacio al incorporar, a mediados del siglo XIX, las islas de Taipa y Coloane. Se mantuvo provincia de Portugal hasta el acuerdo de integración del enclave en la República Popular China como Región Administrativa Especial, el 20 de Diciembre de 1999.


Como no podía ser menos, Macao aparece en la literatura de viajes y en las crónicas de la época. El Tratado das cousas de China, de Fray Gaspar da Cruz, Décadas da Asia, de João de Barros, la Crónica do felicíssimo Rei D. Manuel, de Damião de Gois o el Tratado dos descobrimentos, de António Galvão son una pequeña muestra de esa aventura marítima portuguesa. 

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