jueves, 14 de enero de 2016

Era una vez Shakespeare en Río

Romeo y Julieta se ha convertido en el paradigma de la historia de amor que acaba en tragedia. La obra de Shakespeare no fue la primera, es evidente que tampoco la última, en trazar un relato sobre amores prohibidos. Por tanto, es inevitable encontrar los paralelismos en una película brasileña, Era uma vez (2008) del director Breno Silveiro, que muestra un amor imposible no por el enfrentamiento entre dos familias, como en la obra de teatro, sino entre dos mundos distintos que comparten un mismo espacio físico, la ciudad de Río de Janeiro. Porque ese amor que vincula a Dé y Nina da luz a las diferencias entre la favela de Cantagalo, un lugar marginal, pobre y violento, donde crece él, e Ipanema, el barrio rico de princesas y triunfadores sociales a golpe de generaciones o de trabajo duro, donde vive ella. Por tanto, hablamos de un tema eterno: chico conoce chica y su amor es todo un reto para el muchacho que busca, tras una tensa, pese a su juventud, biografía repleta de violencia, muerte y segregación, salir adelante, ser digno para su amada, no tener que avergonzarse por su origen ni que se avergüence ella, pero también de una realidad social que se descubre de pronto en toda su aridez.

Porque el romance, inevitable, es la antesala de la tragedia. Lo cual nos permite asistir a la descripción de los dos mundos, el de los ricos y el de los pobres, ambos dominados por una ruda fogosidad para mantener y conseguir el dominio y el poder, aunque nos resulte más evidente toda esa violencia ambiciosa en el mundo de la favela, sin ser patrimonio de la misma, que también existe en el mundo civilizado aun cuando esté disimulado en el bosque de las normas y de las leyes, de las formulas de cortesía y la buena educación. Del mismo modo se impone la evidencia de que ese mundo de la marginalidad está repleto de tipos como Dé, víctimas al final de prejuicios que se extienden a toda una zona, que dificulta la comunicación y crea muros invisibles, pero tan firmes como los visibles.

Esos muros no existen sólo en Río de Janeiro, ni en general en las grandes ciudades de América Latina, también se levantan en nuestra geografía. A veces los levantan los intereses políticos que convierten la segregación en un instrumento de poder político y social. Cualquiera de los distintos barrios en que se dividen nuestras ciudades se vuelve escenario de división creados por prejuicios infundados y que a menudo la política y su expresión más teatralizada, el de las elecciones, cada vez más banales, buscan convertir en verdades absolutas. Prejuicios contra comunidades, contra etnias, contra grupos sociales, prejuicios en definitiva que se vuelven armas arrojadizas, de eso es de lo que hablamos, de verdades que no permiten ver la realidad.


En el cine resulta muy fácil darse cuenta del error de ciertas actitudes, vemos a Dé tan formal, tan trabajador, tan bello, tan atento, tan afanoso y empeñado por avanzar, mejorar y vivir una vida que es la que quisiéramos que, al final, nos duele como acaba todo. Pero es lo que tiene el cine, es fácil tomar partido. La realidad, al parecer, no va por las mismas sendas y entonces no es tan evidente que haya otros Dé en otros grupos humanos, o al menos no los vemos. No los vemos porque no los queremos ver, siempre es mucho más fácil la mera simplificación. Claro que en el cine todo es mucho mejor, ya se sabe que la realidad supera la ficción, sobre todo cuando se trata de tragedias.

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