El 29 de enero de 1981 un
comando de ETA Militar secuestraba a José María Ryan, en ese momento ingeniero
jefe de la central nuclear de Lemóniz que la empresa Iberduero estaba
construyendo a poco más de quince kilómetros de Bilbao. De este secuestro y su
desenlace sangriento, el asesinato del ingeniero que apareció muerto el seis de
febrero, trata este libro de Anton Arriola, El
ruido de Entonces.
El momento que este
escritor afronta fue especialmente tenso tanto en el País Vasco como en el
conjunto de España. No en vano, el año que había acabado cuatro semanas antes se
cataloga como uno de los más sangrientos en ese periodo de tiempo que conocemos
como la Transición, y que se ha querido proyectar como un modelo ejemplar de
democratización. ETA, dividida en varias facciones, no estaba por la labor de
dejar la actividad armada, al menos la facción más convencida de la lucha violenta
como única forma de alcanzar sus objetivos políticos. Pero además había otras
organizaciones terroristas que actuaban en España y el país sufría, también, la
violencia de grupos y grupúsculos de extrema derecha. Un año antes del
secuestro de Ryan, una joven vasca, Yolanda González, militante de un partido
trotskista, fue asesinada en Madrid por una de estas bandas fascistas, uno más
entre los muchos crímenes políticos de esos años, ocurrido además cuatro años
después del asesinato de los abogados de Atocha, también realizado por la
extrema derecha. Pero la violencia como herramienta política no estuvo
circunscrita a grupos descontrolados más o menos organizados, estaba inserta en
algunos aparatos del Estado y hubo comportamientos bastante cuestionables.
Como si esto no fuera
suficiente, en el momento del referido secuestro el presidente del gobierno,
Adolfo Suárez, dimitía de su cargo, en la Casa de Juntas de Guernica los
representantes de Herri Batasuna abuchearon al Rey y se preparaba un golpe de
Estado, que se hizo palpable a finales de febrero con el asalto del Congreso. A
todas luces, la tensión política era gravísima y se añadía por otro lado a una
crisis económica latente.
La central de Lemóniz
formaba parte de un plan de la Dirección General de Energía, elaborado entre
finales de los sesenta e inicios de los setenta, que tenía como fin construir
una red de centrales nucleares, otorgándose a Iberduero los proyectos de Deba,
de Ispater y de Tudela, además del de Lemóniz, cuya construcción se autorizó en
1972. Formaba parte este plan de esa mentalidad desarrollista muy propia del
franquismo y que entrelazó a la administración del Estado y a varias empresas,
muchas de ellas de sectores estratégicos para la buena marcha del país. Se
trataba un desarrollismo a cualquier precio, en un país que no disponía de las
fuentes de energía imperantes en aquel momento.
José María Ryan llevaba
trabajando en la empresa eléctrica desde unos años atrás. Era un ingeniero bien
preparado, se dedicaba a su oficio con empeño y no parecía inmiscuirse en los
debates políticos y sociales del país, más allá de la evidente atención que
merecían los acontecimientos importantes de su tiempo. Desde luego, no estaba
en los órganos decisorios de la empresa, menos aún influía en las decisiones
políticas, era un buen profesional, eso sí, que había ganado prestigio y de
allí que se le entregara la responsabilidad técnica de la central.
El libro de Anton Arriola
plantea perfectamente aquel suceso, su entorno y ha sabido presentar con toda
su envergadura lo que significó para la sociedad vasca. Evidente: el autor parte
del más absoluto rechazo del asesinato de José María Ryan, la denuncia del
crimen como herramienta política, cualquiera que sea la vida que se sesga y
cualquiera que sea el motivo que haya detrás. Incluso el más justo de los fines
no puede justificar el asesinato. En el acto de matar a alguien por motivos
políticos hay siempre que poner el acento en lo grave que es acabar con una
vida y lo indiferente que resultan los motivos políticos. Siempre es necesario
referirse a Juan Gelman y su reflexión al respecto y al documental muy
esclarecedor de Aitor Merino Asier eta
biok, que además proyecta luz sobre el conflicto vasco desde una mirada
personal, la del amigo que asiste a la radicalización, comprendiendo y
compartiendo los motivos de la misma, pero rechazando según qué métodos. Anton
Arriola, en todo caso, muestra en su libro toda la crudeza y la inhumanidad que
supuso secuestrar a Ryan, amenazar su vida en caso de no responder a las
exigencias reclamadas y ejecutar dicha amenaza, actuando al margen de cualquier
circunstancia o razón. Pero las circunstancias, todas ellas, están ahí, es
innegable.
No hay que olvidar que el
asesinato de Ryan tuvo una enorme importancia. Para muchos conllevó confrontarse
con la naturaleza de ETA, que dejaba de tener ese talante heroico de
revolucionarios liberadores para convertirse en una vanguardia militarizada,
ajena a las dinámicas sociales, que intervenía además en el debate
medioambientalista no sin enorme oportunismo. Ryan, además, podía ser alguien clave en la
construcción de la central por su carácter técnico, pero ni de lejos tenía capacidad
decisoria. Aisló a todo una parte de la sociedad vasca bajo la bandera épica de
una lucha que respondía cada vez menos a unos verdaderos patrones
emancipadores. Tenemos además la ventaja del tiempo para entender lo que
significó esta dinámica y lo que supuso en la construcción de un país como
este.
Por ello este libro, una
obra mestiza que une novela y reflexión, no se corta en plantear todo lo que
envolvió el caso, los varios dilemas que afectaron al Estado, a la empresa, a
la administración vasca en ciernes, a los defensores del medio ambiente, a los
nacionalistas, a los partidarios de un desarrollismo extremo y, sobre todo, a
cada uno de los ciudadanos interpelados por la realidad y que se adaptaron, sin
saberlo seguramente, a lo que Hannah Arendt esquematizó como la banalidad del
mal. En la novela paralela que acompaña las reflexiones del narrador se habla a
menudo del propio desinterés del personaje, Expósito, alter ego de José María Ryan, por la política, su distancia hacia
la misma, lo que no impidió que la política entrara de lleno en su vida, de la
forma más brutal, además. Pero sobre todo también quienes asisten a toda
aquella cotidianidad, al igual que quienes pretenden incidir en la misma,
acaban banalizando el mal, no condenando lo que a todas luces es lo primordial,
la necesidad de defender la vida humana y su dignidad por encima de cualquier
otra consideración, y por lo tanto rechazar cualquier política de la muerte, la
tanatopolítica, aun cuando se
practique en nuestro nombre. Existe además la indiferencia de la buena gente
que citaba Luther King, a veces más peligrosa que las acciones de la mala
gente. De todo esto habla en definitiva
este libro y nos lleva a la memoria tan necesaria para dar luz, comprender y
asumir responsabilidades, propias y ajenas.
Claro que la política, al
menos la institucional, no parece estar por la labor, se prefiere elaborar
discursos, crear relatos, expresión
esta horrorosa cuando se refiere a la visión del pasado y que denota más un fin
homogeneizador, y sobre todo se pretende usar el pasado de un modo tendencioso,
manipulando la realidad y sus interpretaciones. Todo ello en una sociedad, la
vasca, que parece esta vez indiferente a su historia más reciente, hasta el
punto de parecer que sólo desde la literatura se afronta la cuestión de un modo
sustancial. De ahí lo oportuno de la cita de Javier Cercas que Arriola
incorpora a su libro: «La ficción salva,
la realidad mata»
No hay comentarios:
Publicar un comentario