sábado, 29 de febrero de 2020

Un mundo para vivir en él


«Indiscutiblemente no es un mundo / para vivir en él». Con estos dos versos iniciales de uno de sus poemas expresa Jaime Gil de Biedma su desencanto ante la realidad, su distancia cuasi nihilista, incluso esa incapacidad para la vida por la que muchos pasamos de tanto en tanto, cada vez en más ocasiones. Él quiso soñar pese a todo, en muchos momentos, con un mundo mejor, muchos lo han querido también, soñar con un cambio absoluto y actuar para materializarlo con radicalidad y lograr la necesaria transformación de la sociedad, que era el concepto que se utilizaba en los cincuenta, en los sesenta, incluso en los setenta, y que era a la vez social e individual, y que con el tiempo pasó a ser ese otro mundo es posible, que fue el lema durante el último cambio de siglo. Siempre vamos bajando, sin embargo, el nivel de exigencias y de esperanzas, asumiendo poco a poco que el escenario es el que es, aun cuando el argumento único resulte siempre desolador.

No, quizá no debiera acudir a Gil de Biedma, tal vez es un error recordar esos dos versos, traerlos a colación, hasta es posible que sea irrespetuoso ponerlos aquí, quién sabe si fuera más preciso acudir a Oscar Wilde y afirmar que la realidad imita al arte. Pero al arte más tremendo y fatalista. O quizá lo mejor fuese dejar ya toda referencia a la literatura, el arte de la palabra y reconocer que la palabra ya no sirve para nada. Una vez más los hechos se expresan por sí mismos.

Pero las palabras, muy a menudo, inciden en lo real. No sólo en la realidad personal –hay palabras que hieren y demuelen con crueldad, aun cuando se expresen sin tal intención–, también en lo colectivo. No obstante nadie sabe a ciencia cierta lo que hay detrás, cómo funciona esa asociación de ideas que desata una palabra. Nos cuesta saber, por ejemplo, lo que hay detrás de una crisis, lo que las produce y las mantiene, lo que las termina. Alguien dijo durante la última gran crisis que ésta se acabaría cuando una persona dijese de forma rotunda y contundente que la crisis había terminado, ese día toda la incertidumbre se diluiría y comenzaría otra vez a funcionar todo. Así de fácil, reafirmando tal vez la tesis de los optimistas inevitables que ven en la palabra crisis su significado en griego, cambio, y por tanto posibilidad.

Esta vez sin embargo lo fácil ha sido que una enfermedad, un virus, iniciado en una lejana región china, esté produciendo el caos y se haya desatado el pánico, hasta el punto de que estamos ya en una nueva crisis económica que había sido predicha, por otro lado, aunque ninguno de los analistas supusiera que la iniciara un virus. Las nuevas tecnologías y la globalización actual han permitido que la enfermedad se expanda sin problemas y con rapidez, aunque nadie sabe muy bien si es tan grave como parece, aun cuando su mortalidad no sea tan alta como otras afecciones, la propia gripe a la que, dicen, se parece el nuevo mal. Nada más lejos que querer quitarle gravedad al asunto: hay contagios, un número determinado de muertos, vale que no muchos en relación con los infectados, pero bastaría con que fuera sólo uno para preocuparse y tomar medidas.

Sin embargo, nadie entiende el pánico desatado. O tal vez, para entenderlo, haya que acudir a otro tópico al uso: que el gigante tiene los pies de barro, por ejemplo. O que los mecanismos sociales son incapaces de inventar nada nuevo, se vuelve el dedo acusador hacia grupos concretos, lo sean o no, culpables. En otros momentos de la historia se quemaban a las brujas, se realizaban pogromos o se acudía a Dios para echarle la culpa o para reclamarle salvaciones. En este momento actual, también se hace lo mismo, aunque con otras palabras y nombres, mera copia e incapacidad para entender nada. En definitiva, determinismo social que tanto agobió a Gil de Biedma y que le reforzó su mirada nihilista de la realidad.

Se toman medidas, medidas inasumibles si hubiera una mínima racionalidad y a menudo es imposible no caer en la mera paranoia y ver en tanto pánico la mano invisible de la manipulación, pensar que tal vez ahora la enfermedad, las epidemias y los virus sean una nueva forma de guerra después de que las guerras fuesen la política por otros medios. No fue casual, lo que ratifica la idea conspiratoria, que hace apenas unos pocos meses se desatara una guerra comercial entre imperios –el estadounidense y el chino– que al final quedó en nada, al menos hace unas pocas semanas. Pero puede que nada tenga que ver lo uno con lo otro y que estemos ante los efectos del mal. O que simplemente nada responda a nada.

Al final cabe pensar que todo pasará, se quedará en el olvido la epidemia ésta, o tal vez ensombrecida por nuevos hechos que nos devuelvan imágenes una y mil veces vistas, en una repetición que es lo que nos confronta con la imposibilidad de nuevos mundos. Todo se diluirá en el exceso de información y de palabras sin sentido. Si es que todo esto de la epidemia no va en serio y se agrava todo aún más.

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