«Indiscutiblemente no es un mundo / para vivir en él». Con estos dos
versos iniciales de uno de sus poemas expresa Jaime Gil de Biedma su desencanto
ante la realidad, su distancia cuasi nihilista, incluso esa incapacidad para la
vida por la que muchos pasamos de tanto en tanto, cada vez en más ocasiones. Él
quiso soñar pese a todo, en muchos momentos, con un mundo mejor, muchos lo han querido
también, soñar con un cambio absoluto y actuar para materializarlo con
radicalidad y lograr la necesaria transformación
de la sociedad, que era el concepto que se utilizaba en los cincuenta, en los
sesenta, incluso en los setenta, y que era a la vez social e individual, y que
con el tiempo pasó a ser ese otro mundo
es posible, que fue el lema durante el último cambio de siglo. Siempre
vamos bajando, sin embargo, el nivel de exigencias y de esperanzas, asumiendo poco
a poco que el escenario es el que es, aun cuando el argumento único resulte
siempre desolador.
No, quizá no debiera
acudir a Gil de Biedma, tal vez es un error recordar esos dos versos, traerlos
a colación, hasta es posible que sea irrespetuoso ponerlos aquí, quién sabe si fuera
más preciso acudir a Oscar Wilde y afirmar que la realidad imita al arte. Pero
al arte más tremendo y fatalista. O quizá lo mejor fuese dejar ya toda
referencia a la literatura, el arte de la palabra y reconocer que la palabra ya
no sirve para nada. Una vez más los hechos se expresan por sí mismos.
Pero las palabras, muy a
menudo, inciden en lo real. No sólo en la realidad personal –hay palabras que
hieren y demuelen con crueldad, aun cuando se expresen sin tal intención–,
también en lo colectivo. No obstante nadie sabe a ciencia cierta lo que hay
detrás, cómo funciona esa asociación de ideas que desata una palabra. Nos
cuesta saber, por ejemplo, lo que hay detrás de una crisis, lo que las produce
y las mantiene, lo que las termina. Alguien dijo durante la última gran crisis
que ésta se acabaría cuando una persona dijese de forma rotunda y contundente
que la crisis había terminado, ese día toda la incertidumbre se diluiría y
comenzaría otra vez a funcionar todo. Así de fácil, reafirmando tal vez la
tesis de los optimistas inevitables que ven en la palabra crisis su significado
en griego, cambio, y por tanto posibilidad.
Esta vez sin embargo lo
fácil ha sido que una enfermedad, un virus, iniciado en una lejana región china, esté produciendo el caos y se haya desatado el pánico, hasta el punto de que
estamos ya en una nueva crisis económica que había sido predicha, por otro
lado, aunque ninguno de los analistas supusiera que la iniciara un virus. Las
nuevas tecnologías y la globalización actual han permitido que la enfermedad se
expanda sin problemas y con rapidez, aunque nadie sabe muy bien si es tan grave
como parece, aun cuando su mortalidad no sea tan alta como otras afecciones, la
propia gripe a la que, dicen, se parece el nuevo mal. Nada más lejos que querer
quitarle gravedad al asunto: hay contagios, un número determinado de muertos, vale
que no muchos en relación con los infectados, pero bastaría con que fuera sólo
uno para preocuparse y tomar medidas.
Sin embargo, nadie
entiende el pánico desatado. O tal vez, para entenderlo, haya que acudir a otro
tópico al uso: que el gigante tiene los pies de barro, por ejemplo. O que los mecanismos
sociales son incapaces de inventar nada nuevo, se vuelve el dedo acusador hacia
grupos concretos, lo sean o no, culpables. En otros momentos de la historia se
quemaban a las brujas, se realizaban pogromos o se acudía a Dios para echarle
la culpa o para reclamarle salvaciones. En este momento actual, también se hace
lo mismo, aunque con otras palabras y nombres, mera copia e incapacidad para
entender nada. En definitiva, determinismo social que tanto agobió a Gil de
Biedma y que le reforzó su mirada nihilista de la realidad.
Se toman medidas, medidas
inasumibles si hubiera una mínima racionalidad y a menudo es imposible no caer
en la mera paranoia y ver en tanto pánico la mano invisible de la manipulación,
pensar que tal vez ahora la enfermedad, las epidemias y los virus sean una
nueva forma de guerra después de que las guerras fuesen la política por otros
medios. No fue casual, lo que ratifica la idea conspiratoria, que hace apenas
unos pocos meses se desatara una guerra comercial entre imperios –el estadounidense
y el chino– que al final quedó en nada, al menos hace unas pocas semanas. Pero
puede que nada tenga que ver lo uno con lo otro y que estemos ante los efectos
del mal. O que simplemente nada responda a nada.
Al final cabe pensar que
todo pasará, se quedará en el olvido la epidemia ésta, o tal vez ensombrecida
por nuevos hechos que nos devuelvan imágenes una y mil veces vistas, en una
repetición que es lo que nos confronta con la imposibilidad de nuevos
mundos. Todo se diluirá en el exceso de
información y de palabras sin sentido. Si es que todo esto de la epidemia no va
en serio y se agrava todo aún más.
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