martes, 4 de febrero de 2020

1945


Se conmemora este año el septuagésimo quinto aniversario del final de la segunda guerra mundial. Fue un conflicto que impresiona todavía hoy, pero que debería impresionar más aún, por el grado de barbaridad, por el genocidio sistemático, por el empleo de la tecnología para asesinar, por el grado de insensibilidad que se mostró, nadie sabía nada, nadie conocía lo que ocurría detrás de los portalones de los campos de concentración, nadie miraba frente a frente lo que estaba pasando. Fue tal el golpe moral que produjo la guerra en sí, pero también los dos prolegómenos principales, el nazismo y la guerra civil española, que nada volvió a ser lo mismo a partir de 1945, como si algo emocional se hubiera roto para siempre.

Impresiona leer a Primo Levi, a Elie Wiesel, a Imre Kertész, entre otros. Sin embargo, setenta y cinco años después, da la sensación de que todo aquello se diluye, el horror es apenas una palabra de la que nada se desprende, nada efectivo ni práctico en la cotidianidad actual, más bien al contrario, de nuevo nos enfrentamos a los prejuicios contra los diferentes y se empieza a reaccionar de modo no muy distinto a como se reaccionó en los años treinta, con prejuicios forzados y sin sentido, con palabrerías que se asumen como verdades. Se empiezan a apuntar hoy gestos de rechazo hacia personas orientales a raíz de esa extraña epidemia del coronavirus, como si la anécdota fuera más importante que el contenido, tal como ocurrió en Alemania durante los años previos a la guerra, cuando se atribuyó a los distintos, judíos, gitanos, extranjeros, la responsabilidad de la crisis del país, con las consiguientes consecuencias.

En esos años previos se impuso el silencio, nadie sabía nada a ciencia cierta ni se hablaba de lo que se intuía, pero parece que el silencio fue también generalizado después, tras 1945. Es cierto que hubo las imágenes tomadas por los ejércitos soviéticos y los de los aliados a medida que liberaban los campos de concentración y que se divulgaron, es verdad que hubo el juicio de Nuremberg, pero fue el silencio lo que acompañó al horror, se pasó página con rapidez, tal vez con demasiada rapidez.

Es el mismo silencio que se impuso en España tras la guerra civil. Nadie quiso hablar dentro del país. Hasta cierto modo se puede comprender: ganó quien ganó y el ejército que se había levantado en armas comenzó a construir un Estado a imagen y semejanza de la disciplina militar al uso y de los intereses que lo acompañaban, por encima incluso de los ideales con que algunos pretendieron legitimar el alzamiento y que de inmediato quedaron colgados como hábitos apenas decorativos. Es un silencio que se ha mantenido y que llega hasta hoy, incluso hay quien lo sigue reclamando para no abrir heridas, como si el silencio no las abriera.

Al contrario que en España, en 1945 quedaron derrotados el nazismo y el fascismo. Fue evidente el daño que podían causar los discursos falaces, llenos de prejuicios y tergiversaciones. Y sin embargo hubo una intrahistoria de silencio generalizado, producto tal vez de la culpa, del desasosiego ante la cotidianidad del mal o de la impotencia ante el mundo que ya resultaba imposible de cambiar, como si todas aquellas utopías de antes de la guerra quedasen ya del todo invalidadas y lo que se imponía era el posibilismo como única fórmula colectiva. Hasta la URSS se avino a respetar en Yalta el orden de un mundo que dejaba atrás sueños y discursos emancipadores, aun cuando los mantuviera como meros decorados en celebraciones de uso interno.

En 2017 el director húngaro Ferenc Török realizaba una película, 1945, en la que de un modo en apariencia sencillo, lineal y casi como un western clásico muestra la reacción de un pequeño pueblo ante la llegada matutina de dos judíos una tórrida mañana de agosto del año en cuestión. Nadie sabe a qué llegan. Pero su presencia incomoda a todos y les remite a lo ocurrido unos años antes, cuando en aquella población hubo una comunidad judía diezmada por el nazismo. Vamos conociendo una historia terrible a través de las conversaciones entre los vecinos que pasan de puntillas por los acontecimientos, pero que se aprecian en toda su crudeza. Los dos judíos marchan unas horas después, toman un tren que les lleva de vuelta no sabemos a dónde, no hay en su presencia en el lugar ninguna intencionalidad respecto al pueblo, pero han despertado un malestar inmenso, un sentimiento de culpa, un desasosiego insoportable.

Quizá la clave es todo aquello que no se cuenta, de lo que no se habla, que no dice ni se contempla. Por eso se van repitiendo una y otra vez los mismos males, los mismos genocidios, las mismas opresiones. Imagino que habrá a lo largo del año algún acto recordatorio de aquel año, del fin de la guerra y de los nuevos tiempos que se anunciaban. Mientras, se levantan nuevos muros y se extienden nuevos prejuicios que en realidad son el mismo prejuicio porque puede que la historia no sea lineal, sino dar vueltas sin remedio alrededor de un punto fijo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario