Se conmemora este año el
septuagésimo quinto aniversario del final de la segunda guerra mundial. Fue un
conflicto que impresiona todavía hoy, pero que debería impresionar más aún, por
el grado de barbaridad, por el genocidio sistemático, por el empleo de la
tecnología para asesinar, por el grado de insensibilidad que se mostró, nadie
sabía nada, nadie conocía lo que ocurría detrás de los portalones de los campos
de concentración, nadie miraba frente a frente lo que estaba pasando. Fue tal
el golpe moral que produjo la guerra en sí, pero también los dos prolegómenos
principales, el nazismo y la guerra civil española, que nada volvió a ser lo
mismo a partir de 1945, como si algo emocional se hubiera roto para siempre.
Impresiona leer a Primo
Levi, a Elie Wiesel, a Imre Kertész, entre otros. Sin embargo, setenta y cinco
años después, da la sensación de que todo aquello se diluye, el horror es
apenas una palabra de la que nada se desprende, nada efectivo ni práctico en la
cotidianidad actual, más bien al contrario, de nuevo nos enfrentamos a los
prejuicios contra los diferentes y se empieza a reaccionar de modo no muy
distinto a como se reaccionó en los años treinta, con prejuicios forzados y sin
sentido, con palabrerías que se asumen como verdades. Se empiezan a apuntar hoy
gestos de rechazo hacia personas orientales a raíz de esa extraña epidemia del
coronavirus, como si la anécdota fuera más importante que el contenido, tal
como ocurrió en Alemania durante los años previos a la guerra, cuando se atribuyó
a los distintos, judíos, gitanos, extranjeros, la responsabilidad de la crisis
del país, con las consiguientes consecuencias.
En esos años previos se
impuso el silencio, nadie sabía nada a ciencia cierta ni se hablaba de lo que
se intuía, pero parece que el silencio fue también generalizado después, tras
1945. Es cierto que hubo las imágenes tomadas por los ejércitos soviéticos y
los de los aliados a medida que liberaban los campos de concentración y que se
divulgaron, es verdad que hubo el juicio de Nuremberg, pero fue el silencio lo que
acompañó al horror, se pasó página con rapidez, tal vez con demasiada rapidez.
Es el mismo silencio que
se impuso en España tras la guerra civil. Nadie quiso hablar dentro del país.
Hasta cierto modo se puede comprender: ganó quien ganó y el ejército que se
había levantado en armas comenzó a construir un Estado a imagen y semejanza de la
disciplina militar al uso y de los intereses que lo acompañaban, por encima
incluso de los ideales con que algunos pretendieron legitimar el alzamiento y
que de inmediato quedaron colgados como hábitos apenas decorativos. Es un
silencio que se ha mantenido y que llega hasta hoy, incluso hay quien lo sigue
reclamando para no abrir heridas, como si el silencio no las abriera.
Al contrario que en
España, en 1945 quedaron derrotados el nazismo y el fascismo. Fue evidente el
daño que podían causar los discursos falaces, llenos de prejuicios y tergiversaciones.
Y sin embargo hubo una intrahistoria de silencio generalizado, producto tal vez
de la culpa, del desasosiego ante la cotidianidad del mal o de la impotencia
ante el mundo que ya resultaba imposible de cambiar, como si todas aquellas
utopías de antes de la guerra quedasen ya del todo invalidadas y lo que se
imponía era el posibilismo como única fórmula colectiva. Hasta la URSS se avino
a respetar en Yalta el orden de un mundo que dejaba atrás sueños y discursos
emancipadores, aun cuando los mantuviera como meros decorados en celebraciones de
uso interno.
En 2017 el director húngaro
Ferenc Török realizaba una película, 1945,
en la que de un modo en apariencia sencillo, lineal y casi como un western
clásico muestra la reacción de un pequeño pueblo ante la llegada matutina de
dos judíos una tórrida mañana de agosto del año en cuestión. Nadie sabe a qué
llegan. Pero su presencia incomoda a todos y les remite a lo ocurrido unos años
antes, cuando en aquella población hubo una comunidad judía diezmada por el
nazismo. Vamos conociendo una historia terrible a través de las conversaciones
entre los vecinos que pasan de puntillas por los acontecimientos, pero que se
aprecian en toda su crudeza. Los dos judíos marchan unas horas después, toman
un tren que les lleva de vuelta no sabemos a dónde, no hay en su presencia en
el lugar ninguna intencionalidad respecto al pueblo, pero han despertado un
malestar inmenso, un sentimiento de culpa, un desasosiego insoportable.
Quizá la clave es todo
aquello que no se cuenta, de lo que no se habla, que no dice ni se contempla.
Por eso se van repitiendo una y otra vez los mismos males, los mismos
genocidios, las mismas opresiones. Imagino que habrá a lo largo del año algún
acto recordatorio de aquel año, del fin de la guerra y de los nuevos tiempos
que se anunciaban. Mientras, se levantan nuevos muros y se extienden nuevos
prejuicios que en realidad son el mismo prejuicio porque puede que la historia
no sea lineal, sino dar vueltas sin remedio alrededor de un punto fijo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario