El escritor José Manuel
Fajardo vincula el periodismo escrito con la literatura. Afirma que el género
periodístico se emparenta con varias formas literarias: la forma narrativa, la
forma ensayística e incluso la forma teatral. Una buena entrevista, en este
sentido, tendría mucho de la tensión del teatro. No lo dice, pero incluso se
estila en los últimos años reunir a dos personalidades del mismo campo o de
campos diferentes para que charlen entre ellas en un diálogo en el que se
procura confrontar opiniones, puntos de vista, anécdotas y también dudas para
luego publicarlo. Añade el escritor, quien también fue periodista, que el
periodismo tiene como objeto la memoria. Igual que la literatura.
Aunque es evidente,
debería serlo, que la memoria se relaciona con el periodismo y con la
literatura de formas diferentes puesto que, en teoría, el periodismo ha de
recoger, primero, la realidad tal cual es en las crónicas, luego explicar sus
claves en los editoriales y, por último, interpretarla en artículos de opinión.
Se supone que no puede cambiar los hechos, ha de ajustarse a lo que ocurre y
suele decirse que el periodista nunca ha de implicarse con el ejercicio de su
profesión, nunca puede pasar de un segundo plano o incluso sería oportuno que no
apareciera en absoluto, algo que no funciona siempre así, más en el medio
audiovisual que en el escrito, todo hay que decirlo. Por el contrario, la
literatura no tiene que ser fiel a la realidad. Ha de ser verosímil, eso sí, pero
luego cualquier autor juega con los hechos a voluntad, los combina a su gusto,
los modifica, los inventa, los recrea y también los interpreta al narrarlo, sin
esperar muchas veces sacar conclusiones. La verosimilitud pasa a ser no una
fidelidad a lo real, sino una realidad paralela con sus normas internas
separadas y coherentes. Aquí poco importa el ego del autor, aunque convendría
separarlo de su obra, incluso cuando se vuelve él mismo un personaje de
creación, de su propia creación, lo que suele darse de vez en cuando.
En todo caso, el autor
actúa en cierto modo como un pneuma que busca ordenar el universo, reformular
la memoria. Puede que reformule la realidad. Incluso la crea no de la nada,
sino de elementos de la memoria, una reconstrucción de los hechos según la
voluntad del escritor. Suele decirse que el amor, el amor según los patrones
occidentales, fue un invento de la poesía medieval con raíces en las cantigas
galaicoportuguesas, en las jarchas, en las épicas corteses normandas, bretonas
o alemanas, y que halla en la poesía provenzal su desarrollo más distinguido y
refinado, el amor cortés. Se trata de un sentimiento que no brota de un modo
natural o de las condiciones sociales materiales, sino de la propia creación,
de la propia literatura.
Volviendo a José Manuel
Fajardo, reconoce en Vidas exageradas haber
descubierto que «son la vida de los otros
las que merecen ser contadas. Y sólo a través de ellas he llegado a comprender
algo de la mía». Encontramos aquí una función cuasi pedagógica en el
periodismo y en la literatura: mirarnos en su espejo donde el reflejo del otro nos
permite definirnos, delimitar nuestro espacio y, de este modo, saber quiénes
somos y en qué momento estamos. De espejo era denominado un género literario
que, sobre todo en la Edad Media, consistía en el aprendizaje de la vida
mediante los ejemplos desarrollados en relatos breves, se narraba un caso, lo
que le ocurría a otro, un otro ficticio,
para aprender de lo expuesto patrones de comportamiento. El Conde Lucanor de Don Juan Manuel sería en la tradición
castellana el libro más conocido de este género. Tal vez aquí, en esta función,
radique el interés de la literatura, claro que con la pérdida de su importancia
entre los saberes humanos y su conversión en apenas un entretenimiento, una
forma de evadirse de la realidad, una más entre las actividades de ocio que se
nos ofrece, sin ya el atractivo que parece poseer lo audiovisual, la literatura
acaba por perder sin duda la influencia social y personal que ha tenido hasta
hace unos años.
En cuanto al periodismo,
esta función de espejo se da de otro modo, no como ejemplo, sino como descripción
de lo que nos envuelve. Más que lo que somos, el periodismo nos debería indicar
dónde estamos. Nos sitúa frente a la realidad social, política, económica y
cultural. Nos tendría que reflejar ese mundo al que pertenecemos, en ocasiones
llevándonos a la reflexión, obligándonos a ubicarnos nosotros mismos frente a
los hechos. Claro que todo eso, frente a la realidad, pasa a ser un debe ser, no un es: el periodismo se literaturiza,
pero no en el sentido indicado por Fajardo, sino en el papel que tiene hoy la
literatura, un mero entretenimiento, un ocio más. Se acude a la prensa escrita
o a los informativos no para comprender el mundo, o aprehender unos hechos para
su comprensión, sino para estar enterados de lo que pasa, nada más, de un modo
superficial. Además, hay otro problema: las nuevas tecnologías han multiplicado
hasta el infinito el acceso a la información, hasta el punto de que esto supone
que pasemos como receptores de las noticias de puntillas por el exceso de
información y al final no rinda su recepción porque se nos colapsan tantos
datos y, en realidad, es al final como si viviéramos a espaldas del mundo.
Confundimos países, conflictos, fenómenos o acontecimientos porque apenas nos
llegan retazos de realidad en abundancia y apenas tenemos tiempo para ligarlos y meditar
sobre todo eso. La consecuencia de estar sobreinformado es perdernos en este
magma de la información, no estarlo en absoluto. Nuestros análisis de la
realidad se convierten por tanto en meros lemas, frases facilonas que nada
dicen en verdad. De ahí que las campañas electorales, por ejemplo, se hayan
convertido en meros ejercicios de idiotez socializados.
Nos queda, sí, esa vida de los otros, que nos permite mirar
una realidad a partir de la cual ubicarnos, da igual que sea a través de la
literatura -asistir por ejemplo a la vida de Madame Bovary para entendernos en unas relaciones sociales que
pueden dar pie a nuestras propias fantasías- o sea a través del periodismo -el
relato por ejemplo del drama de cada uno de los refugiados que se amontonan en
las fronteras y que nos debiera obligar a tomar posición frente a las
estructuras de poder-, pero que algo nos dicen, aunque sea por la mera vía de
la conmoción. En este sentido, nuestra actitud podría ser comparada a la del
capitán Gerd Wiersel, interpretado por Ulrich Wühe en la película Das Leben der Anderen (La vida de los otros), el espía de la
República Democrática Alemana que escucha las grabaciones de la vida ajenas y
que, en un momento dado, le afectan, le conmueven, le cambian sus propias
convicciones, su visión del mundo, su realidad.
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