Hubo un proceso
inquisitorial en el valle de Arraiz contra un foco de brujería que, tras la
instrucción, los interrogatorios a acusados y testigos, la lectura de las
correspondientes denuncias y la sentencia por parte del tribunal religioso,
terminó con la quema de algunos acusados. Desde luego, no fue por desgracia un
hecho único, singular, hubo procesos similares no sólo en Navarra, también en
todos los territorios unidos tras el matrimonio de Isabel de Castilla y de
Fernando de Aragón.
La inquisición, creada en
Castilla en 1478, buscaba erradicar aquellos elementos teológicos que
contaminasen el corpus doctrinal de
la Iglesia Católica, que por fin había conseguido una mínima homogenización
teológica y ritual, tras siglos de pluralidad interna y también de corrientes
religiosas que escapaban a la ortodoxia. En la Península Ibérica, además, la
convivencia con judíos y musulmanes, que procedían a su vez de una tradición de
enorme pluralidad interna y unos debates harto intensos, no siempre pacíficos,
es verdad, supuso una intensísima diversidad de pareceres que, de repente, a
medida que se iba construyendo nuevas organizaciones políticas y sociales, se
descubrió como un peligro.
No en vano, esa unión
real entre Castilla y Aragón, que consiguió después ocupar Granada, en 1492, y
Navarra, en 1512, necesitó algo que muchos pensadores políticos del momento
intuyeron como fundamental: la homogeneidad política, social, ideológica e
incluso, con el tiempo, cultural. Resulta difícil gobernar la pluralidad, es
evidente, cuando más homogénea sea una sociedad más fácil se manifiesta su
gobierno, es la conclusión a la que llegaron muchos pensadores y sobre todo los
gobernantes, rompiendo además la lógica de los antiguos imperios, como el
romano, y no tan antiguos, como el musulmán, que no habían sido tan estrictos
en cuestiones de unidad ideológica y cultural o, por el contrario, se basaban
en la aceptación de la más absoluta pluralidad interna. La orden de conversión
a judíos primero y después a moriscos, cuya alternativa era el destierro,
conllevó en gran medida que se pusieran las bases de la unidad ideológica que
requería el nuevo reino. Ya se había prácticamente erradicado de la Península, como
si de epidemias se tratara, y se pretendía además que fueran olvidadas, la presencia
de priscilianos, de arrianos, de monofisitas, de ortodoxos, de mozárabes, entre
otros, corrientes cristianas que disentían con ese corpus unitario que se
pretendía desde la jerarquía católica.
Ese catolicismo, además,
iba a servir a los nuevos intereses políticos, iba a proporcionar un cemento
ideológico en las nuevas estructuras del incipiente Estado. Por tanto,
resultaba imprescindible evitar las brechas por las que se colasen las
impurezas en la fe, a veces procedentes de los falsos conversos, aquellos
judíos o moriscos que se hubieran acogido a la verdadera fe por el mero interés de no partir, de seguir en la
península, manteniendo sus creencias en la clandestinidad, o que, habiendo
aceptado el cristianismo, pudiera ocurrir que el peso de sus antiguas creencias
impregnara la nueva fe, lo que significaba un peligro para ellos y para la
comunidad, pero a veces procedentes también de las nuevas disidencias
cristianas que empezaron a surgir en esa época, por ejemplo la de los herejes
de Durango, de ciertas similitudes con las posiciones de Wycliffe y resonancias
de los antiguos begardos, y la de las nuevas corrientes cristianas, erasmistas,
molineristas, luteranos o reformados, entre otros, que empezaron a surgir por
Castilla, Aragón y Navarra (hay que tener en cuenta además que el Reino de
Navarra continental se adscribió a la reforma calvinista y fue un foco de
protestantismo en la misma frontera con España).
De este modo, la
Inquisición se convirtió en un instrumento político de enorme utilidad para el
poder civil. Digamos mejor que en gran medida había un servicio mutuo entre la
Iglesia y los incipientes Estados: aquella conseguía una mejor persecución de
cualquier disidencia a su monopolio religioso, por tanto se le otorgaba un enorme
poder espiritual y también mundano, con el Papa muchas veces de árbitro
internacional, mientras que los Estados conseguían un discurso ideológico que
les legitimara y justificara la represión que llegaron a ejercer. Lutero, que
creía con firmeza y honestidad en la necesidad de una reforma de la Iglesia que
la devolviera al verdadero sentido de los Evangelios, pudo percibir no obstante
la necesidad del apoyo político de los príncipes en Alemania para asegurar la
pervivencia de sus reformas. Intentaba recuperar las esencias del cristianismo,
pero su reforma entraba en el juego de una nueva política, la de los Estados
constituyentes y que requería también de un brazo represor. Hubo corrientes que
discreparon de tal lectura y defendieron una separación entre el incipiente
poder político y las nuevas iglesias, como la corriente de los anabaptistas,
que muy pronto fueron objeto de la represión, tanto la de los Estados católicos
como la de los protestantes, porque al final las dos grandes ramas de la
Reforma protestante, la que procedía de Lutero y la que procedía de Calvino,
más tarde también la anglicana, buscaron ese vínculo con el Estado, con la
Inquisición -la hubo en algunos Estados protestantes- como brazo de
legitimación de una violencia homogeneizadora.
Lo que había ocurrido en
el pequeño valle de Arraiz no era algo tan singular, no estaba al margen de lo
que ocurría en todo el continente. El que se persiguiera la brujería, o un
resto del antiguo paganismo que se mantenía en los valles vasconavarros, apenas
es una anécdota, lo que sucedía en ese valle, la alianza entre la Iglesia y la
Casa de los Andueza, poder político del lugar, estaba sucediendo en toda
Europa, se estaba construyendo un nuevo modelo político y social que requería
con fuerza de esa alianza.
En 1984 el director de
cine Pedro Olea realiza una película sobre ese juicio, Akelarre. Garazi (Silvia Munt) y Amunia (Mary Carrillo), junto a
Unai (Patxi Bisquert), son quienes organizan el pequeño núcleo que se reúne las
noches de luna llena en una cueva próxima al pueblo. Chocan con el poder
religioso, pero también con el Señor del valle, Fermín de Andueza (Walter
Vidarte) y su hijo Iñigo (Iñaki Miramón). La presencia del inquisidor Acevedo (José
Luis López Vázquez) supondrá la celebración de un juicio que busca desterrar
del valle cualquier resto de antiguos ritos y, de paso, que surja el temor a
cualquier disidencia. Asistimos, de un modo tal vez algo simplificador en el
reparto de valores morales, a un choque entre el poder y la libertad. La realidad
siempre es más complicada y tal vez faltaba un mayor desarrollo de las
complejidades en liza, por ejemplo la del abad Miguel, prior del monasterio
cisterciense, poco afín a los métodos empleados por la Inquisición, o un
desarrollo del propio inquisidor Acevedo, licenciado por la Universidad de
Alcalá, foco hasta mediados del siglo XVI de erasmistas y disidentes
cristianos. Tampoco se aprecian las cuestiones políticas que se dieron en
Navarra, con el choque incluso bélico entre beaumontes y agramonteses del que
la casa de los Andueza no fue ajeno. Sin embargo, asistimos perfectamente a un
ambiente de miedo y de angustia que se apodera de los vecinos, de todos ellos
cualquiera que sea su adscripción.
Otra película muy
posterior, del 2012, Baztan, de Iñaki
Elizalde contará otra historia de aquella época, esta vez sobre un grupo étnico
y social marginado en este otro valle navarro, el grupo de los agotes, cuyos
miembros vivieron bajo reglas de marginación y fueron también objeto de la
atención de la Inquisición.
En ambas películas se
recoge a la perfección una cotidianidad en la que el miedo va apoderándose de
la vida, de las acciones individuales, de las relaciones entre las personas. Es
ese miedo el instrumento que emplea el poder y que se convertirá en el armazón
de la sociedad española hasta nuestros días, un miedo que inmoviliza, que ha
sabido emplearse con frecuencia como mecanismo de control. Nos lo volvemos a
encontrar hoy junto al intento de homogenización social, otra vez, que busca en
el miedo al otro la base para volver a discursos identitarios. Es cierto que el
poder no emplea hoy la represión de un modo tan evidente como hasta hace unas
décadas, pero es porque se ha dado prioridad al miedo como instrumento de
control, miedo ya no sólo a la represión, sino al que viene de fuera, al
terrorista, a perder también las mejoras materiales conseguidas a lo largo del
siglo XX. Estamos, dicen, en un momento de cambio. Tal vez por ellos se vuelven
a los viejos instrumentos de opresión que quizá nunca hayan faltado en nuestra
vida cotidiana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario