sábado, 18 de febrero de 2017

Akelarre

Hubo un proceso inquisitorial en el valle de Arraiz contra un foco de brujería que, tras la instrucción, los interrogatorios a acusados y testigos, la lectura de las correspondientes denuncias y la sentencia por parte del tribunal religioso, terminó con la quema de algunos acusados. Desde luego, no fue por desgracia un hecho único, singular, hubo procesos similares no sólo en Navarra, también en todos los territorios unidos tras el matrimonio de Isabel de Castilla y de Fernando de Aragón.

La inquisición, creada en Castilla en 1478, buscaba erradicar aquellos elementos teológicos que contaminasen el corpus doctrinal de la Iglesia Católica, que por fin había conseguido una mínima homogenización teológica y ritual, tras siglos de pluralidad interna y también de corrientes religiosas que escapaban a la ortodoxia. En la Península Ibérica, además, la convivencia con judíos y musulmanes, que procedían a su vez de una tradición de enorme pluralidad interna y unos debates harto intensos, no siempre pacíficos, es verdad, supuso una intensísima diversidad de pareceres que, de repente, a medida que se iba construyendo nuevas organizaciones políticas y sociales, se descubrió como un peligro.

No en vano, esa unión real entre Castilla y Aragón, que consiguió después ocupar Granada, en 1492, y Navarra, en 1512, necesitó algo que muchos pensadores políticos del momento intuyeron como fundamental: la homogeneidad política, social, ideológica e incluso, con el tiempo, cultural. Resulta difícil gobernar la pluralidad, es evidente, cuando más homogénea sea una sociedad más fácil se manifiesta su gobierno, es la conclusión a la que llegaron muchos pensadores y sobre todo los gobernantes, rompiendo además la lógica de los antiguos imperios, como el romano, y no tan antiguos, como el musulmán, que no habían sido tan estrictos en cuestiones de unidad ideológica y cultural o, por el contrario, se basaban en la aceptación de la más absoluta pluralidad interna. La orden de conversión a judíos primero y después a moriscos, cuya alternativa era el destierro, conllevó en gran medida que se pusieran las bases de la unidad ideológica que requería el nuevo reino. Ya se había prácticamente erradicado de la Península, como si de epidemias se tratara, y se pretendía además que fueran olvidadas, la presencia de priscilianos, de arrianos, de monofisitas, de ortodoxos, de mozárabes, entre otros, corrientes cristianas que disentían con ese corpus unitario que se pretendía desde la jerarquía católica.

Ese catolicismo, además, iba a servir a los nuevos intereses políticos, iba a proporcionar un cemento ideológico en las nuevas estructuras del incipiente Estado. Por tanto, resultaba imprescindible evitar las brechas por las que se colasen las impurezas en la fe, a veces procedentes de los falsos conversos, aquellos judíos o moriscos que se hubieran acogido a la verdadera fe por el mero interés de no partir, de seguir en la península, manteniendo sus creencias en la clandestinidad, o que, habiendo aceptado el cristianismo, pudiera ocurrir que el peso de sus antiguas creencias impregnara la nueva fe, lo que significaba un peligro para ellos y para la comunidad, pero a veces procedentes también de las nuevas disidencias cristianas que empezaron a surgir en esa época, por ejemplo la de los herejes de Durango, de ciertas similitudes con las posiciones de Wycliffe y resonancias de los antiguos begardos, y la de las nuevas corrientes cristianas, erasmistas, molineristas, luteranos o reformados, entre otros, que empezaron a surgir por Castilla, Aragón y Navarra (hay que tener en cuenta además que el Reino de Navarra continental se adscribió a la reforma calvinista y fue un foco de protestantismo en la misma frontera con España).  

De este modo, la Inquisición se convirtió en un instrumento político de enorme utilidad para el poder civil. Digamos mejor que en gran medida había un servicio mutuo entre la Iglesia y los incipientes Estados: aquella conseguía una mejor persecución de cualquier disidencia a su monopolio religioso, por tanto se le otorgaba un enorme poder espiritual y también mundano, con el Papa muchas veces de árbitro internacional, mientras que los Estados conseguían un discurso ideológico que les legitimara y justificara la represión que llegaron a ejercer. Lutero, que creía con firmeza y honestidad en la necesidad de una reforma de la Iglesia que la devolviera al verdadero sentido de los Evangelios, pudo percibir no obstante la necesidad del apoyo político de los príncipes en Alemania para asegurar la pervivencia de sus reformas. Intentaba recuperar las esencias del cristianismo, pero su reforma entraba en el juego de una nueva política, la de los Estados constituyentes y que requería también de un brazo represor. Hubo corrientes que discreparon de tal lectura y defendieron una separación entre el incipiente poder político y las nuevas iglesias, como la corriente de los anabaptistas, que muy pronto fueron objeto de la represión, tanto la de los Estados católicos como la de los protestantes, porque al final las dos grandes ramas de la Reforma protestante, la que procedía de Lutero y la que procedía de Calvino, más tarde también la anglicana, buscaron ese vínculo con el Estado, con la Inquisición -la hubo en algunos Estados protestantes- como brazo de legitimación de una violencia homogeneizadora.

Lo que había ocurrido en el pequeño valle de Arraiz no era algo tan singular, no estaba al margen de lo que ocurría en todo el continente. El que se persiguiera la brujería, o un resto del antiguo paganismo que se mantenía en los valles vasconavarros, apenas es una anécdota, lo que sucedía en ese valle, la alianza entre la Iglesia y la Casa de los Andueza, poder político del lugar, estaba sucediendo en toda Europa, se estaba construyendo un nuevo modelo político y social que requería con fuerza de esa alianza.

En 1984 el director de cine Pedro Olea realiza una película sobre ese juicio, Akelarre. Garazi (Silvia Munt) y Amunia (Mary Carrillo), junto a Unai (Patxi Bisquert), son quienes organizan el pequeño núcleo que se reúne las noches de luna llena en una cueva próxima al pueblo. Chocan con el poder religioso, pero también con el Señor del valle, Fermín de Andueza (Walter Vidarte) y su hijo Iñigo (Iñaki Miramón). La presencia del inquisidor Acevedo (José Luis López Vázquez) supondrá la celebración de un juicio que busca desterrar del valle cualquier resto de antiguos ritos y, de paso, que surja el temor a cualquier disidencia. Asistimos, de un modo tal vez algo simplificador en el reparto de valores morales, a un choque entre el poder y la libertad. La realidad siempre es más complicada y tal vez faltaba un mayor desarrollo de las complejidades en liza, por ejemplo la del abad Miguel, prior del monasterio cisterciense, poco afín a los métodos empleados por la Inquisición, o un desarrollo del propio inquisidor Acevedo, licenciado por la Universidad de Alcalá, foco hasta mediados del siglo XVI de erasmistas y disidentes cristianos. Tampoco se aprecian las cuestiones políticas que se dieron en Navarra, con el choque incluso bélico entre beaumontes y agramonteses del que la casa de los Andueza no fue ajeno. Sin embargo, asistimos perfectamente a un ambiente de miedo y de angustia que se apodera de los vecinos, de todos ellos cualquiera que sea su adscripción.

Otra película muy posterior, del 2012, Baztan, de Iñaki Elizalde contará otra historia de aquella época, esta vez sobre un grupo étnico y social marginado en este otro valle navarro, el grupo de los agotes, cuyos miembros vivieron bajo reglas de marginación y fueron también objeto de la atención de la Inquisición.  


En ambas películas se recoge a la perfección una cotidianidad en la que el miedo va apoderándose de la vida, de las acciones individuales, de las relaciones entre las personas. Es ese miedo el instrumento que emplea el poder y que se convertirá en el armazón de la sociedad española hasta nuestros días, un miedo que inmoviliza, que ha sabido emplearse con frecuencia como mecanismo de control. Nos lo volvemos a encontrar hoy junto al intento de homogenización social, otra vez, que busca en el miedo al otro la base para volver a discursos identitarios. Es cierto que el poder no emplea hoy la represión de un modo tan evidente como hasta hace unas décadas, pero es porque se ha dado prioridad al miedo como instrumento de control, miedo ya no sólo a la represión, sino al que viene de fuera, al terrorista, a perder también las mejoras materiales conseguidas a lo largo del siglo XX. Estamos, dicen, en un momento de cambio. Tal vez por ellos se vuelven a los viejos instrumentos de opresión que quizá nunca hayan faltado en nuestra vida cotidiana. 

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