viernes, 12 de noviembre de 2021

Quinquis

 


Marcaron una época a partir de los setenta, un momento de ebullición en la historia española. Su nombre, quinquis, cambió su significado inicial, el de aquellas personas pertenecientes al colectivo de los quincalleros o mercheros, para referirse después a jóvenes delincuentes, fuesen o no de etnia gitana o pertenecieran o no al colectivo merchero, en todo caso de barrio marginal o de extrarradio, que asolaron las grandes ciudades, en un momento de desempleo, droga y exclusión. Incluso surgió un estilo de comportamiento, una forma de actuar, que recibió como fenómeno otro calificativo: el de calorrismo. El calorro era aquella persona, joven por lo general, de formación muy básica y que imitaba a los gitanos.

Pero los quinquis iban más allá, alteraron en gran medida el orden público, en un momento a todas luces poco pacífico en las calles españolas, con sus robos de coches, sus atracos a bancos, sus tirones, sisas y estropicios. Nacen en poblados chabolistas o en barrios muy periféricos de edificios altos en los que muchas veces acababan los habitantes de las chabolas. Tuvieron dos grandes precedentes, uno real y otro de ficción: por un lado, Eleuterio Sánchez, el Lute, que en 1965 culminaba su carrera delictiva al condenársele por la muerte de un hombre durante el atraco a una joyería y en cuyo cumplimiento de la pena impuesta, cadena perpetua tras conmutarse la pena de muerte inicial, no sólo se alfabetizó, sino que estudió derecho; por el otro, Manolo Reyes, el pijoaparte, coprotagonista de la novela de Juan Marsé Últimas tardes con Teresa (1966), ladronzuelo de motos del barrio del Carmelo de Barcelona que logra confundir a los muy listos, muy burgueses y muy izquierdosos estudiantes acomodados de los barrios bien que aparecen en el relato. Y una secuela de los quinquis, aunque no fue propiamente lo mismo, era Jon Manteca Cabañes, El cojo Manteca, joven punk y personaje marginal que pasó a la fama por vérsele destrozando mobiliario urbano aprovechando los altercados durante una manifestación de estudiantes en enero de 1987, plena época de desencanto y desilusión colectiva.

Entre ambos momentos a todas luces los reyes del mambo fueron los quinquis. Fue tal su repercusión en la vida cotidiana y tan conocidos algunos de sus protagonistas, como el Vaquilla, el Torete o el Nani, entre tantos otros, que incluso crearon escuela en letras de rumbas y películas, hasta crear un subgénero musical y cinematográfico, el cine quinqui, al que se dedicaron en algún momento directores como Carlos Saura, Eloy de la Iglesia o José Antonio de la Loma.

Un periodista que escribió bastante sobre estos personajes y sobre las repercusiones de sus actos fue Javier Valenzuela, una parte de cuyos artículos quedaron reunidos en un libro que la editorial Libros del K.O. publicó en 2013, Crónicas quinquis.

No cabe desde luego que ensalcemos o enaltezcamos a los quinquis, sus acciones fueron claramente delictivas, algunos llegaron a matar y el final de muchos de ellos resultó también bastante trágico, víctimas de la droga o de sus propias acciones, caídos en enfrentamientos con la policía, carne de prisión o de enfermedades derivadas de sus vidas nada ejemplares. Pero sí reflejaron un malestar social, la degradación de un urbanismo cuyo crecimiento fue claramente mal gestionado, consecuencia nefasta de un desarrollismo que algunos hoy intentan exaltar, el de una dictadura que se decantó por la especulación de los tecnócratas, los antecesores de los nuevos ricos de finales del siglo pasado y comienzos del actual cuya burbuja también tuvo sus víctimas, pero de otro tipo.



Lo apreciamos todavía hoy en barrios como Otxarkoaga, en Bilbao, fruto de ese desarrollismo, cuya antesala fueron los poblados chabolistas que levantaron las muchas personas que llegaron a esta ciudad en los cincuenta, mano de obra para la industria en expansión y destinatario de las nuevas viviendas que a veces se ha calificado de chabolismo vertical. En 1960 Policarpo Fernández Azcoaga realizó de un modo muy casero un documental sobre ese aquellas chabolas bilbaínas, ¿Bilbao? Como ocurrió en tantas otras ciudades, Otxarkoaga fue el epicentro de los quinquis bilbaínos, muchos de ellos víctimas de la heroína, y que se asomaban cada día tanto a un paraje como a una realidad a todas luces desoladores.

Hoy esta zona ya no tiene nada que ver con lo que fue, resulta incluso un barrio agradable, muy remodelado y con grandes zonas verdes. Nadie que no lo haya conocido, aunque sea de oídas, puede hoy imaginar que lo que cuenta el cine quinqui sucediera en realidad por sus calles. Todo aquello pasó a la historia con sus tristes personajes tan heroicos como miserables, tan culpables como víctimas, tan osados como abusivos. No merecen, en todo caso, ser pasto del olvido.

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