domingo, 19 de septiembre de 2021

El escritor comprometido

 


Tengo la impresión de que con la muerte de Alfonso Sastre desaparece una determinada mirada de la literatura, un modo de escribir sobre la realidad, una intencionalidad en la escritura. Pero no estoy del todo seguro, la literatura es siempre al fin y al cabo una forma de reflexión sobre la realidad, una manera de deliberar sobre lo que uno es como individuo y lo que se es con relación a los demás, a los lazos comunitarios, con lo que cada etapa literaria es distinta, pero responde al final a unos mismos patrones o preocupaciones o curiosidades. Cambia la anécdota, se mantiene la esencia.

Quizá lo que desaparezca con él es la figura del escritor comprometido, politizado, firme defensor de una causa. Alfonso Sastre fue, hasta principios de los setenta, militante del PCE, sus discrepancias con la línea de Carrillo y los pactos posibilistas de este partido le condujeron a la ruptura. Luego vino su atracción por lo que sucedía en el País Vasco, su traslado a Hondarribia y su apoyo a una determinada opción, la más radical, la que planteaba una ruptura y una transformación social, aunque los métodos empleados en la idílica Vasconia muchas veces no auspiciaran la idea de que aquella sociedad a construir fuera a forjar realmente una sociedad libre. Claro que es muy cómodo hablar desde el presente, cuando todo aquello acabó y resulta por tanto más llevadero juzgar ahora su compromiso o sus idealizaciones, las de Sastre o las de cualquier persona que en aquel momento optara por el compromiso, para bien o para mal, cuando esa etapa de la historia vasca, y por ende española, está en parte cerrada, aun cuando coleen todavía sus consecuencias, algunas a todas luces nefastas, podemos ahora calificar abiertamente algunos episodios de entonces porque ya sabemos el resultado, tenemos más idea de los efectos humanos demoledores, quizá haya algo más de empatía hacia la otra parte, siempre hay otra parte cuando uno se sitúa en la política, al igual que en la vida, podemos así amoldar lo que pensábamos entonces a lo que ocurrió y justificar nuestras posiciones, reinterpretarlas, distinto es haberlo vivido en cada momento, interpretar y decidir en cada instante, cuando los hechos estaban ocurriendo ante nuestros ojos, asumir de otro modo ciertos aspectos puede que ahora inasumibles o darse cuenta de la inviabilidad de muchos proyectos, tuvieran o no peso o tocaran poder, o se mantuvieran a la contra, en una resistencia activa, militante. Es muy fácil desde luego ubicarse en la escena cuando todo ha ocurrido ya y mostrarnos de este modo en la línea correcta o más ecuánime o más acertada o más oportuna.



Hay quien lo tenía muy claro en su momento y lo tiene claro ahora, la misma actitud, sin un ápice de cuestionamiento, en un convencimiento de que por su boca sale siempre la verdad absoluta.  Incluso existe la figura del fanático. Hace unos días moría Abimael Guzmán, que defendió hasta su muerte la misma línea política y tachó a los demás de enemigos a eliminar, más cuando discrepaban con sus posiciones, incluso a quienes defendían un matiz apenas diferente del suyo, estos eran los peores, unos revisionistas a los que no cabía perdonar ni tolerar. Desde luego, Alfonso Sastre no era de estos, no cabe la más mínima comparación, sería insultante plantearla, él admitía la duda como mecanismo de incidir en la reflexión y pensar, en su convencimiento cabían múltiples variantes y circunstancias. Lo vemos en sus personajes, tan humanos. Pero no cabe la más mínima duda de que él optó por una posición y una firmeza que no fue la habitual entre los participantes de la tertulia del Café Gambrinus en la que él participó en sus inicios literarios y cuando ya empezaba a ser un escritor reconocido. No es que en ella se desdeñara la discusión política, al contrario, la hubo. Pero a todas luces en aquel grupo Alfonso Sastre fue quien optó por una militancia y una tenacidad más firmes, quien actuó y por tanto se convirtió en blanco de las discrepancias y de las críticas y de los juicios de valor. Y ahora de lo políticamente correcto y cierta reescritura de la historia, o de eso tan horrendo como es el establecimiento del relato. Es cierto al fin y al cabo que quien actúa va a tener sus aciertos y sus errores, sus claroscuros.

No es por lo demás tan fácil poseer convicciones y mantenerlas, a veces a contracorriente, a menudo uno tiende a tirar la toalla, dedicarse a otra cosa, lanzar por la borda todo un bagaje político porque es, sencillamente inasumible para sí mismo o puede que se produzca por endeblez personal o por falta de certeza o de seguridad. Tampoco lo juzgo. Cada cual sabe lo que hay en su cabeza y en su vida, ha de lidiar con sus principios y sus culpas, nadie puede erigirse en juez de los demás, puede que ni siquiera de sí mismo, es incluso un consejo evangélico, «no juzguéis para no ser juzgado». En gran medida, todo ello lo refleja perfectamente Aitor Merino en su documental Aitor eta biok, todo un referente para afrontar el conflicto vasco, o cualquier conflicto, mostrando bien a las claras las dudas, la necesidad constante de darle la vuelta a las propias convicciones porque hay siempre bastantes matices y hasta hay momentos en que sólo cabe decir que no se sabe, no se opina, no se tiene nada claro. Pero la presencia omnisciente de los tertulianos mediáticos ha hecho mucho daño porque obligan siempre a tener opinión y opinar de todo, sin una brecha en el discurso y mucho menos en las convicciones. Me temo que los mortales no poseemos nunca, en el fondo, tantos convencimientos.

Para mí Alfonso Sastre estará vinculado a otro escritor, José Bergamín, al que acogió en Hondarribia. Se trató para este último de un exilio interior después de una larguísima inadaptación a los nuevos tiempos, él mismo dijo que se iba a la parte de España que menos se parecía a esa nueva España en la que no se reconocía, atrapado como Max Aub en la añorada República Española.

 

 

 

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