Quizá sea insustancial
dedicarse a analizar, con la que está ocurriendo, el lenguaje, las formas de
expresar a la población la evolución de la pandemia o la manera con que la
población explica lo que está pasando. Quizá sólo sea fruto de la inacción, de
las muchas horas en casa escuchando los informativos y especiales, aunque ahora
mismo apenas atiende uno a los boletines informativos de la radio y poco más:
empachado por el abuso del alarmismo, opto abiertamente por mantenerme al
margen lo máximo posible y leer, esta vez sí torre de marfil donde poder escapar
al mundanal ruido, que se dice.
Porque al fin y al cabo
soy incapaz de poder aportar otra cosa, uno no es sanitario, nada sé de
enfermedades y contagios, sólo me fío de aquel personal médico que se expresa
con cierta calma, sin alharacas ni premoniciones aterradoras sobre evoluciones
siniestras de la enfermedad, y por eso mismo, por mi propio desconocimiento de
la cuestión, no deja uno de fijarse también en los aledaños, en los modos de
comunicar la realidad, en cómo se interpreta y se construye con los trozos de
esa misma realidad un estado de ánimo colectivo. A veces incluso llego a
comprender el sentido de esa expresión que tanto detesto, establecer el relato de los hechos, aunque al final se impone la
cordura: lo que se cuenta es una interpretación de lo real, la enfermedad
existe, hay enfermos y gente que fallece, con toda la tragedia que eso supone,
hay un confinamiento y no tenemos certeza del tiempo que durará, no es un
relato con reglas internas y verosímiles, separada y paralela a las reglas del
mundo, se trata muy por el contrario de una realidad que nos provoca reacciones
diferentes según las fuentes y nuestra forma de asimilar la información que a
veces incluso seleccionamos.
Escucho al doctor
Fernando Simón y me produce confianza por su sosiego y su saber expresar lo que
ocurre. Me resulta imposible no asociarlo a Bernard Rieux, el médico que en
Orán se enfrenta a la peste en la famosa novela de Albert Camus, con una calma
y una apacibilidad a todas luces envidiable.
En los últimos días sin
embargo, después de una falta de crítica hacia él y hacia el ministro del ramo
desde que apareció la pandemia, comienzan ciertas reprobaciones hacia la
gestión llevada a cabo hasta ahora. A mí se me escapa todo el debate, no sé si
las medidas hubieran tenido que haberse tomado antes, ni siquiera sé si son
justas, exageradas o mínimas las que tenemos ahora mismo, me falla el
conocimiento básico sobre la pandemia y sobre las medidas a tomar, por tanto,
ya digo, prefiero confiar en alguien que me produce confianza y desconfío de
quienes emplean alarmismos y un tono hosco y agresivo, es una enfermedad, no se
trata de buenos ni malos, de enemigos ni aliados, sino de una epidemia, y los
médicos actúan ante los pacientes, y por analogía ante la sociedad, con rigor,
nada que ver con todos esos audios que recorren las redes sociales de
autodenominados médicos que hablan con alarma recargada, sobreactuada, de
desastres hospitalarios sin igual, de decisiones extremas que inciden en la
vida o la muerte de los enfermos.
Pero además las primeras
críticas se producen, no quiero buscar coincidencias ni interpretaciones (mal o
bien) intencionadas, con la aparición en las ruedas de prensa diarias de un
militar, el General Villarroya, tras la entrada en escena de la Unidad
Militar de Emergencia como apoyo, un apoyo que se da además, reconoce el alto
mando, cuando se solicita. No cuestiono en absoluto la actuación de esta
unidad, imagino que es conveniente cuando no estamos exentos de apoyos, tampoco
aquí puedo opinar, reconozco mi ignorancia sobre logísticas de emergencia, ni
es un escenario para ser pro o anti militar y bienvenido sea su aporte si
beneficia a la población.
De lo que hablo por tanto
no es ni de lejos de la presencia militar, sino de comunicar la realidad de esa
presencia, de la forma de expresar los acontecimientos, y aquí no puedo menos
que sentirme incómodo por un repentino lenguaje militar, cuasi bélico. Es una
epidemia, no una guerra. No somos soldados y asumo la disciplina que se nos impone,
la del confinamiento, la de las medidas de seguridad o de cuidados mejor dicho
con el resto de la gente, las distancias a tomar para evitar contagios, por
ejemplo, pero no se trata de disciplina militar, sino civil, cívica más bien.
Como en esas películas de desastres de los domingos por la tarde que se ven en
duermevela, donde siempre aparece un militar para gestionar en primera línea,
parece indicarse que es la lógica militar la que predomina y la política es la
guerra por otros medios, se nos da la imagen de quién toma al final el mando en
la realidad. Y eso me inquieta.
Quiero creer que no es
tal la intención en esta crisis, que todo son elucubraciones de un observador
confinado y que la metáfora de que «todos somos soldados» no deja de ser una
licencia poético-militar, una retórica poética, si es que podemos conciliar
ambos ámbitos, cuestionable a buenas y primeras. Puede al final que esté
hilando demasiado fino, las largas horas de confinamiento en casa y no de
acuartelamiento producen tal efecto.
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