domingo, 10 de febrero de 2019

«Selfie»


Del daguerrotipo al selfie hay una larga senda que refleja un cambio en la percepción colectiva e individual. Es como si cada fotografía particular, según su formato y estilo, nos indicara información de la sociedad que la envuelve, por lo menos tanta información como sobre las personas o los objetos fotografiados. En este sentido, los daguerrotipos nos muestran una sociedad sobria, adusta, seria, lo que indica que da mucho valor a la responsabilidad, a asentar la propia imagen de un modo incluso solemne y, en gran medida, a dar un paso más por medio de una nueva tecnología en esa pulsión de trascendencia que nace de la conciencia de la propia muerte: la persona que aparece en un daguerrotipo pretende a todas luces que se le recuerde con una actitud hierática y digna.

Qué distinto a los selfies, tan banales e intrascendentes, tan anclados en una necesidad de mostrarse a los demás felices y ocurrentes, pero siempre sin gravedad y trascendencia. Nadie se hace un selfie en un momento importante y serio, porque se huye de cualquier mensaje profundo y de cualquier comunicación que vaya más allá de la mera expresión alegre o narcisista. El selfie es la expresión idónea en una sociedad que se pretende opulenta, rica, competitiva e individualista/individualizadora. El mensaje de quien se hace un selfie es palpable: aquí estoy yo y qué feliz que soy. Y el receptor del selfie asume que allí está el modelo a seguir, la actitud más idónea, lo que se ha de ser y cómo se ha de vivir. Poco importa que refleje o no la pura realidad. Es incluso capaz de morir por un buen ángulo.

Entre el daguerrotipo y el selfie, las fotografías han ido cambiando, han ido dejando atrás la sobriedad adusta que reflejaba la normatividad de las costumbres y se han mostrado más y más alborozadas a medida que se despojaban de reflexión y acudían a la mera satisfacción del instante vivido. De las fotografías grupales –las de la familia, la clase del colegio, las orlas universitarias– hemos visto como disminuían poco a poco el número de los fotografiados –el grupo de amigos, las parejas, los hijos– hasta llegar al selfie, donde sólo hay un protagonista, el yo absoluto –yo en un paisaje, yo ante un plato delicioso, yo en un acto político, festivo, musical, yo con un famoso–,un yo que es además el eje central de la fotografía. Y resalta ese yo porque sin duda está enmarcado en la más absoluta nadería, a la que pertenece también porque en el fondo no hay nada que contar ni que trascender, en consecuencia gana la mera presencia del yo, aun cuando ese yo acentúe esa nada e incluso asuma que esa imagen suya ni siquiera vaya a durar en el recuerdo tras una primera percepción. Durará lo que dure la sonrisa.

Es curioso, tanto en el daguerrotipo como en el selfie suele haber sólo una persona en primer plano, pero qué diferente que resulta el mensaje, la actitud, nuestra propia visión de lo que vemos. Ante el daguerrotipo reflexionamos. Ante el selfie sonreímos. No es lo mismo, en absoluto.

Puede que algo de todo esto tuviera presente Víctor García León cuando dirigió su película «Selfie», presentada en 2017 y que nos habla de la caída a los infiernos de un joven de familia bien, Borja, interpretado por Santiago Alverú, un pijo al uso, a cuyo padre, exministro, se le detiene y se le envía a prisión por múltiples causas relacionadas con la corrupción. Embargados sus bienes, el joven Borja ve entonces como se le rompe el orden en el que vivía, de bases efímeras bien a las claras: encuentra el vacío de los suyos, de su propia madre que parece seguir viviendo en la inopia, de su hermana que va a lo suyo, de su novia con quien ya no mantiene tal noviazgo, de su mundo de máster en el que de repente ya no tiene cabida. Acude al otro lado de la balanza político-social, a ese mundo reivindicativo de los movimientos emergentes tras el mítico 15M (hoy tan olvidado), el del «no nos representan» y la rabia álgida por una realidad que sigue haciendo aguas por todas partes. Parece que encuentra allí una acogida que no ha tenido entre los suyos. Borja pretende integrarse en ese magma social alternativo, procura mantener la alegría ante la pantalla, el selfie debe continuar, como el espectáculo que es, aunque tampoco ese mundillo alterno es lo que parece, no en vano ese pequeño grupo en que se integra está liderado por una ciega, Macarena, interpretada por Macarena Sanz, todo un símbolo del desconcierto en que se mueve toda esa nueva política.

 En la película ambos mundos se mueven como si no fueran en realidad conscientes de la situación. El mundo del que proviene Borja continúa con sus reuniones, sus mítines, sus gestos enaltecidos, un tanto artificiosos, como si todo ese episodio de corrupción y mala praxis no fuera con ellos, mientras que el mundo al que acude Borja actúa como si el lema otro mundo es posible tuviera un significado real, no fuera un mero gesto muy propio del selfie que se hacen sus partidarios en los mítines y encuentros, la más pura nadería de quien en el fondo sabe que nada se puede hacer ya, que la tesitura está entre destruir ese sistema putrefacto o integrarse en él, pese al mal olor. Todo apunta a que los de la nueva política han optado por esto último, puede que hasta con la razón que les da la imposibilidad de cualquier alternativa y la falta de valor de los sujetos políticos para poner toda la carne en el asador de la revolución. La realidad, cómo no, supera la ficción, y lo que hemos visto después del año de presentación de la película podría ser a la perfección una continuación de la misma, con un Borja y una Macarena que siguen sonriendo ante la cámara, aunque ya son más los instantes en que se sientan en las escaleras de cualquier rincón de Lavapiés en la más absoluta desolación.

Y es que todo pasa con una rapidez estrepitosa y, como la sonrisa o el recuerdo de un selfie, lo olvidamos en un plisplás. En apenas unos años las nuevas políticas se han vuelto añejas. La fiesta ha durado bien poco y apenas ha asomado más allá de las terrazas propias, aun cuando algunos insistan en mantener la música bien alta, para que la oigamos y se nos mantenga el ánimo bailongo, aunque lo que muchos ansiamos sobre todo es un poco más de silencio. Más silencio por favor, aunque no para pensar, sino para descansar de tanto esfuerzo por sonreír ante el selfie recién olvidado y olvidarnos de paso de nosotros mismos.

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