martes, 4 de septiembre de 2018

Sobre identidades y estereotipos


Estamos otra vez de vuelta al debate de la identidad colectiva –cultural, nacional o política, que tampoco está claro de qué hablamos–, si es que alguna vez hemos dejado de hablar de ello. En Alemania vuelven las manifestaciones, de momento minoritarias, de afirmación nacional, muchos Estados europeos bloquean sus fronteras ante la llegada de personas de África o Asia, en los Estados Unidos Trump ganó las elecciones con el deseo/lema de que el país volviese a ser grande y en Cataluña continúa el debate sobre su identidad, en forma más bien de identidad política, esto es, la pertenencia a una colectividad que busca una forma de poder, un Estado.

Hay que aclarar, primero de todo, que no intento poner los ejemplos citados al mismo nivel ni insinuar que todos comparten una misma base, no es así en absoluto. Cada caso, cada modelo y cada conflicto, si lo hay, responde a cuestiones y a bases diferentes, en algunos casos hay una posición reaccionaria, las manifestaciones en Alemania, por ejemplo, rozan y atraviesan las posiciones ultraderechistas, racistas, agresivas contra lo exterior, mientras que en la cuestión catalana, hoy, al otro lado, posee un elemento bien diferente, hay un planteamiento de fondo sobre lo que debe ser la democracia y sus límites e incluso hay en el soberanismo catalán corrientes progresistas, de izquierda e incluso rupturistas y revolucionarias, se debe reconocer, aunque en ocasión todo ello roce cierto ridículo en algunos de sus planteamientos.

Pero ni qué decir tiene que en el trasfondo estamos hablando de identidades. O más bien en la proclamación o en la necesidad de reafirmación de la pertenencia a una identidad. Sin querer entrar de un modo pretencioso en disquisiciones antropológicas o de falsa erudición, uno tiene la sensación de que estamos en un momento en que los límites de las identidades se diluyen más y más, debido en gran medida a los nuevos medios tecnológicos, a las mayores facilidades de viajar –el viajar nos cura del nacionalismo, se suele decir, como leer del fascismo; se atribuye a Unamuno, aunque proviene tal vez de Pío Baroja, que se refería, más que al fascismo, al carlismo- y a la sensación de que las sociedades son más multiculturales o multiétnicas. Es el debate de la globalización del que se hablaba a finales del siglo XX frente a lo cual algunos defienden las identidades fuertes.

Puede que algunos debates sobre la identidad sean forzados, respondan a intereses turbios o muestren temores ancestrales. Es un despropósito pensar que ciertas sociedades desarrolladas se enfrenten a un enorme peligro por la llegada de inmigrantes, muchas veces en condiciones sociales inferiores, aunque se han forjado demasiadas leyendas urbanas al respecto.  

Sea lo que fuere, la identidad existe, una identidad que nos viene dada: nacemos en un medio, hablamos un idioma que compartimos con otros individuos, poseemos algunas características físicas mayoritarias en el grupo, nos educamos en determinadas claves y asumimos algunas referencias compartidas, con independencia de que con el tiempo seamos más o menos críticos con éstas. Pero es algo que nos viene dado, no lo elegimos. Claro que la identidad no siempre es un traje a medida, inamovible. Depende mucho, desde luego, del grado de libertad y de amplitud de miras que posea una sociedad determinada. Se acrecientan luego los intercambios con otras sociedades y hay otro factor, este individual, el de las identificaciones con otros valores, otros pueblos diferentes al nuestro, otras culturas.

También hay otro factor que de pronto, en este cambio de siglo, parece haber desaparecido de nuestras referencias: el factor social. La desaparición, aparente o real, de alternativas políticas y sociales ha supuesto que se haya suprimido -¿escamoteado?- de nuestras miradas sobre lo real la pertenencia a las clases sociales, definidas éstas según los modelos del siglo XIX y XX, dos siglos en los que conceptos como lucha de clases o clase obrera y clase burguesa eran dominantes. Hoy se impone una concepción de clase media, cualquier cosa que sea esto.

La escritora británica Zadie Smith plantea en sus novelas esta cuestión de las identidades, coloca el debate sobre su definición y sus límites en el trasfondo de sus narraciones. Lo centra con gran ironía, y con frecuencia consigue mostrar bien a las claras el absurdo de muchos de estos debates. Pero además riza el rizo al contextualizar el tema no en las capas sociales más bajas, los trabajadores, las clases medias y populares, sino en capas altas, adineradas o cultas.

En su novela On Beauty (Sobre la Belleza, traducido al castellano por Ana María de la Fuente) el choque se da en la universidad americana de Wellington, donde da clases el profesor británico Howard Belsey, blanco, culto, liberal (en el sentido norteamericano del término liberal, esto es, progresista) y casado con una mujer negra norteamericana, con quien tiene tres hijos, los dos mayores, Jerome y Zora, universitarios y cultos, mientras que el menor, Levi, activista en favor de los inmigrantes haitianos. Se enfrenta intelectualmente a Monty Kipps, como él británico y profesor universitario, pero negro y conservador, contrario a la discriminación positiva en lo que respecta a las minorías étnicas y poco partidario de que las universidades se muestren “sensibles” a cuestiones extracadémicas.

El resultado es una novela irónica sobre tales debates. Sus intervinientes caen en contradicciones y no pueden a su vez evitar caer en posiciones racistas –hay que destacar los comentarios vertidos en algunos momentos sobre los haitianos, negros pobres, por norteamericanos negros y adinerados- o a todas luces clasistas. Porque muchas veces, se debe reconocer, muchas actitudes no responden a posiciones racistas, sino de aporofobia, ese neologismo tan acertado, acuñado por la filósofa Adela Cortina.

En este sentido, cabe tener en cuenta que entre los inmigrantes arribados este verano a la Comunidad Autónoma Vasca y que muestran no pocas carencias en las políticas sociales de las administraciones autónomas hay varias personas incluso con formación universitaria, pero no se tiene en cuenta ni se sabe, al fin y al cabo todos responden a un mismo estereotipo, el de una condición de miseria de la que escapan, aunque nadie se molesta en conocer las circunstancias. Tal vez sea otro debate, pero allí está el dato.  


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