jueves, 18 de enero de 2018

Distopías de entreguerras

«La guerra lo ha puesto todo patas arriba» afirma uno de los personajes de la novela El Certificado, de Isaac Bashevis Singer. Se refiere a la primera guerra mundial, que lo trastocó todo en Europa y con la cual se inició realmente el siglo XX en el Viejo Continente. 

Los primeros catorce años fueron en realidad una extensión del siglo anterior, con su fe en el progreso tecnológico y económico, con la expansión europea por el mundo -que siguió teniendo, pese a sus fingidos anhelos civilizatorios, un lado siniestro, una vez superada la esclavitud, a través de un colonialismo devastador-, con la explotación galopante de la clase trabajadora y un movimiento obrero que empezó a ser alternativa real al poder burgués -lo empezó a ser su expresión moderada, la socialdemocracia, y lo fue de pronto su expresión más radical, la bolchevique- y con un movimiento cultural amplio, intenso, imaginativo y rupturista de los patrones tradicionales.

Poco después, ya casi al final de la novela, otro personaje reflexiona sobre lo mismo, lo que hubo antes y después de aquella guerra. «Las cosas ya no son como antes», afirmará tras quejarse de que «es el ignorante el que tiene el poder en todas partes». En El Certificado se narran los devaneos de un joven judío aspirante a escritor, David Bendinger, que se traslada a Varsovia con el fin de obtener la documentación para poder viajar a Palestina. No es fácil, se enfrenta a trabas burocráticas enormes, a la necesidad de acudir a no poca picaresca para poderse mover en esos nuevos tiempos tan extraños, en medio de una comunidad judía que no es uniforme en la opinión sobre la idoneidad de esa idea de convertir Palestina en la tierra de los hebreos, con un laicismo más y más presente en las comunidades judías -aunque no sólo los judíos no religiosos son críticos con el sionismo, lo serán también muchas comunidades religiosas de raíz jasídica, apegadas a un mesianismo tradicional- y un latente fatalismo ante lo que pasa a su alrededor, ese rechazo perenne a los judíos, por ejemplo, que pervive en la sociedad polaca o la sangría de una revolución comunista que muestra más sus excesos represivos y sangrientos que sus logros en la construcción de una sociedad solidaria y libre, que al final no fue.

Los intentos del joven Bendinger de conseguir ese certificado, y para cuya tramitación dará una y mil vueltas, tendrá que concertar un matrimonio de conveniencia, deberá conseguir más dinero, puesto que los mediadores aprovechan las circunstancias, además de los intereses políticos, muchas veces mercantilizados, muestran otro de esos cambios habidos tras la guerra: la excesiva burocratización de la vida cotidiana. Stefan Zweig añora la facilidad con que se viajaba antes de la primera gran guerra, sin tanta necesidad de pasaportes, certificados o salvoconductos. Es una burocratización que afectará a todos los ámbitos en realidad y carecerá las más de las veces de un sentido. Franz Kafka reflejará en sus relatos, sobre todo en El Castillo (1922) y El Proceso (1925), lo absurdo y lo incomprensible de ese mundo donde todo está normativizado, nada escapa a esa lógica de reglas que ocupan y pautan la vida.

Es el imperio de la ley, culminación de un proceso de construcción de los Estados en los que hay que normalizar la vida en beneficio de los intereses mercantiles, de un control social que contribuya a que nada cambie y unos pocos sigan organizando la vida de los otros. Esta es la raíz, al final, de un Estado autoritario, aun cuando muestre apariencias amables o democráticas, pero no deja de estar próxima a la organización política descrita por Georges Orwell en Gran Hermano, o incluso antes de aquella primera gran guerra, en 1907, en la distopía vaticinada por Jack London en El Talón de hierro.

Pero esa sociedad burocratizada, homogeneizada, normativizada y en consecuencia derrotada no sería posible sin la propia aceptación de la normalidad con que se asume que las cosas son como son y no pueden ser de otra manera. O de la referida añoranza de un antes, cuando las cosas eran mejores. Hay una mentalidad extendida que ha acabado por aceptar que es imposible cambiar las grandes estructuras políticas y sociales. Es la misma mentalidad que conlleva la propia realidad ninguneada, aquella mentalidad de esclavo de la que se hace referencia en El árbol de la ciencia de Pío Baroja. Es el miedo a romper lo cotidiano, de confrontarse uno mismo a su propia realidad individual y colectiva, un temor casi sacralizado, lleno de dudas y vergüenza. En realidad, no es el dominio de una ideología o de una religión sobre la vida lo que crea tal mentalidad, sino el arbitrio de los miedos a través de las reglas y normas que estandarizan la vida, sobre todo cuando hay algo que perder, algo material. Puede llamar la atención que sean las sociedades más prósperas las que hayan conseguido un mayor sometimiento de sus individuos, pero lo son porque estos mismos individuos temen perder esa prosperidad por nimia que sea y eso produce no pocos miedos, por otro lado comprensibles hasta cierto modo.

Aldous Huxley mostró ese mecanismo perverso de control social en Un Mundo feliz (1931), pero da un paso más allá al convertir la aceptación en felicidad, más que en sometimiento gris. Va incluso más allá de la mentalidad de esclavo del que habla Baroja, porque el sometido, el gobernado, el individuo objeto de reglas, lo asume todo ello como algo positivo. Es el mecanismo del trabajador agradecido porque el empresario le da trabajo y le paga un salario, sin comprender -sin querer comprender- que hay una prestación de servicios, hay un trabajo que crea una riqueza y que el empresario gestiona. O que los beneficios sociales que el Estado del Bienestar brinda no es un regalo o un don que crece en primavera como las margaritas, sino una consecuencia de mecanismos de actuación social de individuos conscientes de la situación.

Sin embargo, es cierto tiempo también que en ese periodo de entreguerras hay una esperanza de construir una sociedad diferente, se expande un concepto de utopía que mira hacia el futuro y que está muy presente en amplias capas sociales; pero además no sólo surgen nuevas formas de analizar y pensar la sociedad en general, se desarrollan también miradas sectoriales y emancipatorias, como la de las sufragistas o la de las minorías étnicas, los judíos de los que escribe Singer, por ejemplo. Parece que se pudiera ser vagamente optimistas.


No obstante, aparece una literatura que se basa más en distopías, que lanza una advertencia sobre un mundo que no es el que se espera. La experiencia soviética de los años treinta, la de los procesos de Moscú y los gulags, así como la Guerra Civil española o la monstruosidad del nazismo muestran que la mirada de estos escritores no estaba tan desencaminada. Lo que sigue a la segunda guerra mundial no es tampoco para saltar de alegría. La mentalidad legalista y procesalista se ha normalizado por completo. Las democracias han pasado en muchos casos, mal que bien, por el macartismo y sucedáneos. La actitud ante las muertes de migrantes en el Mediterráneo o que la expresión Gran Hermano haya pasado a ser el título de un programa de dudosa calidad, por hablar de dos extremos que tampoco se pueden comparar entre sí, reactualizan a todos esos escritores citados, sin duda también a muchos otros, que han mostrado en sus libros una asfixiante atmósfera de normalidad execrable. 

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