lunes, 1 de enero de 2018

María Luisa Bombal

Atrae su rostro. En efecto, cuando se contempla alguna foto de María Luisa Bombal su rostro atrae con fuerza. Tal vez sea por la mirada de sus ojos, por la finura de los labios o, en general, por la forma misma de ese rostro, tan ovalado, tan bien construido, tan interesante, bajo un flequillo muy propio de unos años, la década de los veinte y treinta, e incluso muy propio de un lugar, Francia, donde ella vive desde los ocho años hasta que regresa a Chile, a principios de los treinta. Pero es un rostro que transmite un interior sin duda lúcido e intuitivo, agudo y perspicaz. Pablo Neruda la llamaba la «abeja de fuego» por su energía y pasión, la asociaba también con la mangosta, unos animalillos de rostro alargado y vida solitaria. La escritora Carolina Melys rememora en un artículo publicado recientemente en la revista Letras Libres aquellos años de su regreso a Chile y dice que «se mueve con prestancia y gracia». No siempre ocurre, cierto, que se refleje el talento y la vocación de un modo claro, ni debemos guiarnos por lo externo, ya sabemos, pero hay algo en su aspecto que lo trasluce.

En todo caso, esa vocación le llevará en París a estudiar letras en la universidad de la Sorbona, donde redactará una tesina sobre Prosper Mérimée. Le atrae también el teatro, por lo que ingresa en la escuela teatral L´Atelier, donde se cultiva un teatro vanguardista y experimental. Allí comparte estudios con Antonin Artaud, personaje muy polifacético que con el tiempo creará el teatro de la crueldad. Seguirá vinculada al arte dramático un tiempo más, incluso después de su regreso a Chile, donde cofundará una compañía, pero al final duda de la viabilidad de tal vocación y opta por la literatura. Muchos años después, en una entrevista, afirma no creer en la casualidad, su vocación por la narrativa parece ya señalada entonces desde niña, cuando empezó a escribir poesía, como todos los niños, cree ella. Renuncia con el tiempo a escribir poemas, a la poesía formal al menos, porque su prosa posee no poco lirismo, pero sigue leyendo mucha poesía a lo largo de toda su vida.

Ya en París era una ávida lectora de Baudelaire y de Verlaine, y acude a lecturas poéticas donde oirá recitar a Paul Valery. Cuando vive en Buenos Aires, a donde acude invitada por Neruda, conoce a Alfonsina Storni y tiene largas conversaciones con Jorge Luis Borges, hay que recordar que era también un formidable poeta, durante sus paseos juntos. Con él irá a menudo al cine. En Buenos Aires conoce también a Federico García Lorca, que está en la capital argentina para estrenar Bodas de sangre. Se vincula con otros escritores, y no sólo poetas o dramaturgos, está estrechamente relacionada con los autores de la revista Sur, que es un importantísimo foco literario argentino. Será Victoria Ocampo quien le publicará su novela La amortajada, su segunda novela corta, ya había publicado La última niebla. Aquel será un relato importante, elogiado por Borges, quien se refiere a él como «de triste magia», un título «que no olvidará nuestra América», y lo leerá con verdadero interés Juan Rulfo. No en vano, ambos comparten un modo de narrar que tiene muy en cuenta la muerte como tema literario. «La muerte es también un acto de vida», se afirma en La amortajada, lo que entraña un vínculo muy compacto entre vida y muerte, vinculándose a su vez con la realidad a través de la literatura, lo cual supone un primer eco del realismo mágico latinoamericano. De este modo ambos autores tendrán una importancia enorme en los cambios que se avecinan en la literatura de América Latina, algo que reconocerán no pocos autores de los años sesenta en adelante.

A los relatos mencionados se unen varios textos breves -El árbol o Lo secreto entre ellos- con una prosa muy particular de ritmo pausado y una cadencia escalonada que llega incluso a transmitir lo que se narra de un modo rutinario. Hay un vago rumor decimonónico en esa prosa. Destacan los personajes femeninos, que parecen vivir predestinados al matrimonio, a la nostalgia, a la inevitabilidad de una nostalgia por lo que no pudieron ser -esta es, casualidad, una definición de la Saudade evocada por el fado portugués-, pero al mismo tiempo son mujeres que transmiten una enorme sensualidad y que reaccionan a la fatiga vital, se enfrentan a esa rutina que les ha envuelto a lo largo de su existencia. Se rebelan a la misma. Las mujeres de sus relatos recuerdan vagamente a muchas de las mujeres que aparecen en la Biblia. María Luisa Bombal afirma en una entrevista que la Biblia tuvo una enorme importancia para ella como escritora, pero que no interpreta ni inventa lo que se cuenta en ella, sino que sabe «lo que pasó entre el hombre y Dios». Son personajes, los suyos, que, como los bíblicos, poseen no poca fascinación al ser trágicos, al poseer unos rasgos trágicos sin que por ello les pueda uno juzgar en absoluto.

Quizá la tragedia estaba latente en el ambiente, en su propio carácter, en su vida que tuvo momentos fatídicos, incluso funestos. Vive una relación complicada con un hombre a quien conoce en el barco durante su regreso a Chile, relación apasionada sin duda, con momentos aciagos, con un intento de suicidio de por medio por su parte e incluso un intento de asesinato que le lleva a prisión durante varios meses. Se casó también, en aquellos años, con el dibujante e ilustrador Jorge Larco, que la retrató, un matrimonio que buscaba por ambas partes escapar de la soledad, convertirse en una mera fachada formal -él era homosexual en una sociedad donde serlo resultaba difícil- y que acabó mal.

Se traslada en 1944 a los Estados Unidos donde se casa con un noble francés. Comienza a trabajar para la Unesco, tiene una hija, Brigitte, y todo parece estabilizarse de algún modo. Pero sigue dominada por un sentimiento de soledad y desasosiego, quién sabe por qué no logra desasirse de ese spleen del que habla Baudelaire, y que es un rasgo muy de época, de ese existencialismo tan presente a lo largo del siglo XX y del que resulta difícil escapar.

Tras morir su marido, se traslada en 1973 a Chile. Gana varios reconocimientos públicos, pero se acentúa una enorme sensación de soledad de la que habla a menudo, como si fuera incapaz de romper con ese aislamiento que ha ido en aumento en los últimos años. Muere en 1980, tras unos años en una casa de reposo, ajena tal vez al mundo que le rodea. 

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