jueves, 5 de octubre de 2017

Malos tiempos para la lírica

Malos tiempos para la lírica, cantaban los de Golpes Bajos en 1998, toda una declaración en un momento en que se había impuesto lo evidente frente a la esperanza, la aceptación frente a la rebeldía, y se desdeñaba el sentimiento como forma de ser o de actuar. Las cosas son como son, se aceptaba. Ahora se diría el tiempo es el que es, que es lo que se afirma en la serie El Ministerio del Tiempo, ente creado en esta ficción -¿ficción?- para que la historia no se modifique, quién sabe si con la intención de que quede claro lo anterior: que las cosas son como son y que no pueden ser de otra manera, cualquiera que sea nuestra voluntad o la de las generaciones anteriores.

Claro que eso de que sean malos tiempos para la lírica tal vez no sea tan cierto. A través de la lírica se transmiten sentimientos y se busca despertarlos en el receptor. El autor, porque hablar de lírica nos remite a bote pronto a la literatura, sea poeta o narrador, bardo o cantor, comparte su sentir. Si es ágil, si es sutil y agudo, despierta en el lector o en el oyente un mismo sentimiento o sentimientos análogos. Es esta lírica, a todas luces, la que sufre de malos tiempos porque la literatura ya no le interesa a casi nadie, se desdeña o se considera como mucho un mero barniz, un ocio, un entretenimiento, pero la lírica se ha trasladado a otros ámbitos, el de la política, por ejemplo, que parece moverse a golpe de sentir desenfrenado y de ahí que se pueda ser a veces partidario de cualquier cosa y de su contrario, y se defienda tal cual, sin complejos, sin sentido del ridículo. Aunque esto se deba más bien a que son malos tiempos para el pensamiento.

Claro que eso del empleo de la lírica como expresión política, esto es, el uso del sentimiento más primario tampoco es cosa de nuestros tiempos (malos o buenos da igual, son los que son), ha sido sin duda un recurso de otros momentos, de otros tiempos.  Saint-Just, pomposo, histriónico, enfático y grandilocuente, afirmaba en 1793 que el pueblo francés vota la libertad del mundo. Con tal declaración es fácil comprender que en nombre de la libertad y de la democracia, de la igualdad y de la fraternidad se cortasen cabezas, se persiguiera a quienes pensaban diferente o no tenían muy claro lo qué pensar y, a la vuelta del siglo, con el mandato de tal votación, Napoleón Bonaparte se dedicara a invadir países. No sé si es oportuno añadir que de esos tiempos, de esos discursos encendidos y ampulosos vienen nuestra democracia actual, legalista y representativa, forjada por tanto a golpe de guillotina y de líricos discursos. Con ello tampoco es que se esté apoyando o aceptando la violencia como método político, nada más lejos. Pero a veces estar inmerso en una vigorosa dinámica impide ver las cosas con una mínima crítica y puede que el tiempo nos dé esa patina que permite distinguir grandes grumos de horror y de ridículo en la sopa de la historia.

Pero tampoco con lo dicho se debe deducir que el sentimiento sea mala compañera de viaje en este actuar en el mundo. El sentimiento de horror ante las injusticias, de rechazo a la opresión, de caridad -sí, también de caridad: Fernández Buey la reclamaba para el rebelde y el revolucionario- ante las víctimas de este mundo, que es el que es, está sin duda en la base de todo planteamiento político o de vida. En la película Another Country (1984) dos estudiantes de un colegio de élite se unen por su condición de outsiders. Uno es homosexual y no lo esconde; el otro, comunista. La actitud un tanto exhibicionista del primero le lleva a enfrentarse a la estrecha moral del momento, los años treinta del siglo pasado, y el amigo le aconseja recatada contención. No puedo, se defiende aquel, es homosexual y así es su sentimiento, no lo va a reducir a la nada; el comunista le replica que eso es imposible, no hay sentimiento verosímil y admisible en el comportamiento humano, la razón ha de ser el único faro para su conducta, para su estar en el mundo, es lo que parece sugerirle, y la respuesta, entonces, le deja sin replica posible: ¿tú eres comunista porque lees a Marx o lees a Marx porque eres comunista?

Visto también en qué acabó el sueño comunista, tanto en su vertiente racional como emocional, pero institucional en ambos casos, tampoco es para echar cohetes. Al final se podría imponer la tentación de rechazar razón y sentimiento, aunque no parece posible escapar a su incidencia. Imposible por inevitable, digo. Seguimos moviéndonos a golpe de sentimiento, más en estos nuestros tiempos, la racionalidad no está muy valorada, su sueño crea monstruos, pero tampoco nos lleva a nada bueno, más cuando, ya se ha dicho, ni siquiera hay quien intente evitar, o disimular al menos, las contradicciones: se defiende al mismo tiempo una posición y su contraria; movidos por la marea a veces no escuchamos ciertos argumentos -¿argumentos?-, como pretender que ciertas decisiones no supongan consecuencias o que la obtención, muy legítima por cierto, de independencia no conlleve que los ciudadanos del nuevo país dejen de mantener el pasaporte del país del que se independizan, que algunos dirigentes lo han llegado a formular tal cual. Claro que, frente a ellos, quienes se basan en la más pura racionalidad legal y la defensa de la ley y el orden democráticos no dudan, como sus precursores de la Francia revolucionaria, aunque sin tanta crudeza, por fortuna, en emplear la fuerza para mantenerlos. Casi es mejor lo de aquellos, al menos nos reímos del o con el ridículo.

Se echa de menos esa racionalidad que planteaba Tomas Moro en la que la razón estaba al servicio de la ley natural y era la herramienta para la belleza y la felicidad. No es casual que Moro viviese en unos tiempos también muy turbios, pero que no eran en absoluto malos tiempos para la lírica, no pocos fueron los autores que acudieron a la literatura, a una prosa muchas veces lírica, para formular sus tesis, Utopía sin ir más lejos no deja de ser una pieza literaria, y lo mismo hizo su amigo Erasmo de Rotterdam, uno de los pensadores cruciales del siglo XVI, o en España Alfonso de Valdés, con sus dos libros en forma de diálogos, al estilo de los clásicos griegos, en los que analizó el pensamiento y la política del momento.


Pero estamos en el mundo en que estamos, eso es inevitable y hay que partir de ahí. Aceptarlo es preciso para entender las cosas del mundo. Aunque Giorgio Bassani recomienda que «en la vida, si alguien quiere comprender, verdaderamente comprender, cómo marchan las cosas de este mundo, se debe morir, al menos una vez». Morir en el sentido metafórico, claro está, que es el volver a nacer bíblico, lo que conlleva cuestionarlo todo, partiendo de uno mismo y así desmontar la realidad como si pudiera trocearse como un puzle, aunque intentando que las piezas no coincidan y así impedir que las cosas vuelvan a ser iguales. Pero sin más lírica y menos épica no parece que vaya a ser posible.  

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