Ryszard Kapuściński publicó en 1998 Ébano, una crónica de sus viajes por
África. Comenzó a recorrer el continente africano en 1959, cuando se había iniciado
el proceso de descolonización y las colonias fueron obteniendo su
independencia. Fueron años de enormes esperanzas, las poblaciones locales
confiaban en poder controlar los recursos e incidir en la realidad política y
social de sus respectivos países, hasta ese momento en manos de las metrópolis,
todas ellas europeas, que se habían dividido el continente africano en el
Congreso de Berlín celebrado a finales del siglo XIX, entre 1883 y 1885. Sin
embargo, las independencias, en muchos casos más una concesión que una conquista de las
poblaciones, salvo en el caso de las colonias portuguesas, que se
enfrentaron a Portugal y ganaran una sangrienta y devastadora guerra, supusieron
que se erigieran estructuras de Estado que seguían patrones europeos: se
decantaron por imitar en algunos casos el modelo soviético, en otros se dotaron
de mecanismos democráticos a imagen y semejanza de los países que los
colonizaron y otros acabaron en dictaduras caprichosas, caricaturas a veces de
las pretensiosas dictaduras europeas.
Ryszard Kapuściński es a todas luces testigo de esa
frustración. El colonialismo en África no había eliminado la memoria ni la
presencia de estructuras sociales diferentes a las de Europa, por ello imponer
estructuras estatales según los modelos europeos supuso en gran medida
establecer una vestimenta incómoda, poco acorde a las realidades de África y
que a la larga no impidió, incluso acentuó, los conflictos tanto internos como
entre países vecinos. El proceso de construcción de los Estados modernos fue un
proceso largo que surge en el Renacimiento, que procura una homogeneización
interna de los países europeos, que elabora identidades y símbolos, que cruza por
un sinfín de ideologías y contradicciones. Llevó su tiempo y no fue en ningún
caso un proceso pacífico. Lo que se pretendió en África es que sus países, con
composiciones sociales y realidades tan diferentes, adquieran en apenas días unas
estructuras políticas copiadas de Europa, aun cuando a veces los hombres y
mujeres que organizaron el proceso de liberación tuvieran claro que era
necesario de dotarse de herramientas propias.
Al fin y
al cabo, los imperios que surgen tras 1492, año del descubrimiento de América,
o del encontronazo entre América o
Europa, se basaron en que el intento de homogeneización interior se extrapolara
también al exterior. Es lo que distingue los imperios modernos de los antiguos.
El imperio romano, por ejemplo, no buscó tanto que en todos los rincones del
mismo se hablara la misma lengua, se rezara del mismo modo o a los mismos
dioses o incluso que los países dominados se organizaran según los patrones de
Roma, era una estructura de poder pura y dura, una maquinaria militar con unas
normas jurídicas básicas que acompañaban al Imperio, pero que no eliminaban las
estructuras políticas y jurídicas propias en los diferentes rincones del mismo.
Los imperios modernos, por el contrario, no reconocían en absoluto al otro, ni
siquiera como pueblo dominado con sus propias estructuras. Debían sus pueblos
someterse a los patrones de sus colonizadores porque, tras el debate de su
condición humana que duró algunos años -¿tenían o no alma los indígenas de las
Américas?-, estos devinieron súbditos de las coronas europeas, por tanto tenían
que compartir los mismos patrones que cualquier súbdito de las metrópolis y por
tanto no había lugar a la diferencia, salvo las raciales, claro está, que eran
inevitables.
A partir
del siglo XIX se añadió un elemento más: el papel de Europa como faro de
civilización, civilizador a su vez allende sus fronteras. No hay que olvidar
que la Revolución francesa contempló la necesidad de extender su influencia más
allá de Francia, era una revolución para el mundo, y Napoleón Bonaparte lo
aplicó de un modo material, invadió medio Europa: fracasó en lo militar, pero
la mayor parte de los países europeos se dotaron de códigos napoleónicos. Por
su parte, Rudyard Kipling escribió en 1899 Carga
del hombre blanco, libro sobre la misión de extender las influencias, según
él bondadosas, de la cultura y de los valores británicos y por ende europeos.
Hoy se
cuestiona ese proceso de homogeneización. Se ha trasladado incluso a los
Estados constituidos tal controversia. Se ve la pluralidad cultural e incluso
política como un valor. La propia Francia ha dado pasos por reconocer que
existen otras lenguas en sus fronteras, el vasco está a todas luces más
presente hoy, por ejemplo, en el País Vasco francés como lengua de cultura, de
educación e incluso de participación política, cuando había sido considerado hasta
hace cuatro días muchas veces como un rasgo folclórico, un atractivo turístico.
Sin embargo, es difícil cambiar las concepciones homogeneizadoras labradas
durante quinientos años. Al fin y al cabo, la cultura europea sigue siendo el
faro y el modelo para el mundo. Idiomas
como el francés o el portugués crecen en hablantes nativos gracias sobre todo a
África, hasta el punto de que hace unos años Mitterrand considerase que el
francés había dejado de ser patrimonio de Francia y Portugal ha tenido muy
claro desde 1974, tras años de alardes discursivos imperiales, que es una
minoría entre los países lusófonos.
Se
mantiene por tanto una mentalidad de imperio, vive el imperio en nuestras
cabezas porque no es fácil desasirse de valores dominantes, por decirlo de un
modo un tanto pomposo, psicoantropológico.
Incluso en el Imperio Romano, que no se impuso en lo cultural, logró que el
latín deviniera, sobre todo en su parte occidental, en la lengua referencial,
igual que el griego en la parte oriental. Hay evidentes mecanismos sociales. Hoy
los medios de comunicación achican el mundo y la televisión china CCTV acaba el
año del calendario europeo con una fiesta televisada, fuegos artificiales
incluidos, sin contradicción con el año nuevo chino que se celebra mes y medio
después. Claro que tal vez no sea tan malo que sea así, tampoco es un fenómeno
nuevo este de las mezclas o las culturas que se superponen para crear otra
cosa. Sin embargo, no podemos considerarlo como algo natural, no deja de ser
efectos de mecanismos de poder y por lo tanto no dejan de desaparecer idiomas,
culturas, rasgos o hábitos, a la sombra de modelos dominantes, de imperios que
se mantienen intactos en las mentalidades.
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