martes, 2 de mayo de 2017

«Tiempo sin aire»

¿En qué momento podemos afirmar que un conflicto social, un conflicto que causa dolor y sufrimiento, un conflicto que provoca pérdidas irreparables, resquemores, odios y desesperanzas se cierra de forma definitiva? En España hablamos aún de la guerra civil, de sus víctimas y de sus consecuencias, que aún despiertan encendidos debates y heridas, demasiadas heridas, cuando van desapareciendo las generaciones que vivieron la guerra, no así la larga dictadura que la siguió, aunque empieza a quedar también lejos en el tiempo. Si hablamos de Colombia, el proceso de pacificación está recién iniciado y nadie sabe a ciencia cierta cuando lo podremos cerrar, no los actos de guerra en sí, ya en la práctica inexistentes, sino la batalla más difícil, la de zanjar los odios y diferencias, la del perdón y la reconciliación, la de las víctimas que se enfrentan a su situación de maneras diversas, a veces muy opuestas.

Estos días, mientras se conmemoraba el octogésimo aniversario del bombardeo de Guernica, se entregaba el XIII Premio por la Paz y la Reconciliación al presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, y al líder de las FARC, Rodrigo Londoño “Timochenko”, otorgado por el Ayuntamiento de Guernica y Luno, el Museo de la Paz de Guernica, la Fundación Gogoratuz y la Fundación Pública Casa de Cultura. Los dos conflictos, la guerra civil española y el conflicto colombiano, unidos cuando también se habla desde hace tiempo de cómo afrontar el fin de la violencia en el País Vasco, en los tres casos centrados en el tema de las víctimas, tan hiriente y polémico a la vez, cuando en gran medida tampoco está claro el mismo concepto de víctima.

Hay, es evidente, las víctimas directas, las que han vivido sumergidas en la violencia, bien porque la han sufrido en propias carnes, han muerto o han quedado heridos, bien porque han participado de forma activa en ella, han tomado parte de actos violentos, causantes de sufrimiento, sí, pero también, en cierto modo, en grados diferentes, víctimas de esa misma violencia que generan. Hay quienes incluso se convierten en ambos tipos, son víctimas de la violencia ajena pero también de los actos violentos que generan. Los son también, de forma incuestionable, los familiares de quienes intervienen en un conflicto armado, ya sea como receptor de violencia -víctima física- ya sea como generador de actos violentos.

De todo esto nos habla la película «Tiempo sin aire», de los directores Samuel Martín Mateos y Andrés Luque Pérez, realizada en 2015, cuando se estaba ya negociando el proceso de paz colombiano y faltaba pocos meses para la adopción de los acuerdos entre el Gobierno de Colombia y las FARC, una de las guerrillas del conflicto. Nos narra la historia de María (Juana Acosta), enfermera que pierde a su marido, asesinado por la guerrilla, y a su hija de catorce años, violada por paramilitares y aparentemente asesinada por ellos, y que sale del país con su hijo pequeño hacia España con la idea obsesiva de vengarse de un mercenario español (Félix Gómez), para lo que contará con la ayuda inestimable del psicólogo del colegio donde estudia el hijo, Gonzalo, interpretado por Carmelo Gómez.

Asistimos a la ardua labor de María, que busca por todos los medios posibles a ese mercenario a quien ha visto frente a frente, le ha visto los ojos, crueles y sin piedad, pero al que vemos también a lo largo de la película como ese muchacho por completo normal, tierno, enamorado de su pareja, interpretada por Adriana Ugarte, pareja que va a ser víctima al ser golpeada por un conflicto lejano del que además no sabe nada. Es una búsqueda la de María a todas luces obsesiva, invadida por un odio ilimitado que le mantiene, lo dirá en algún momento, viva, lo único que le da sentido a la vida, una vida en la que no cabe aparentemente el perdón y la reconciliación, algo de lo que se habla mucho en los procesos de paz, fundamental para que la paz sea de verdad y no un mero escenario sin actos violentos, que ya sería importante, pero no es suficiente. Pero asistiremos a un proceso interno de María, en compañía en algún momento de la esposa del mercenario, ambas en busca también de una verdad sobre la que reconstruir su espacio vital.


Se trata de una historia de venganza, pero en el que cabe hablar también de duelo y de perdón, en la que hay también sus secretos, sus partes ocultas, aquello que no se cuenta, que cuesta sacar, que se va descubriendo, cuando se descubre, muy poquito a poco. Se trata de un relato que afecta a Colombia, pero que hubiera podido ocurrir en toda España durante la guerra civil, en el País Vasco hasta hace poco más de cinco años, u hoy en Siria, en Iraq, del mismo modo que ocurrió en los Balcanes o en tantos y tantos lugares. Una vez más lo local se convierte en universal y es atemporal. Condición humana, dirán algunos, no sin bastante razón.

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