viernes, 3 de marzo de 2017

Cultura obrera

Cuando se iniciaba aquella tarde del 3 de marzo de 1976 nadie podía imaginar, quizá, la tragedia que estaba a punto de producirse en Vitoria-Gasteiz. Estaba siendo un día tenso, desde luego, dado que se había convocado una jornada de paro general por los numerosos conflictos laborales que se daban en esa industriosa ciudad del norte de España, paro que consiguió un aplastante seguimiento en la mayoría de los centros de trabajo, en las fábricas, en el comercio. La situación política, además, no ayudaba en absoluto, acentuaba aún más la tensión social: tres meses antes había muerto el jefe del Estado, el General Franco, que había regido el país desde los tiempos de la guerra civil, y ya antes de su fallecimiento se habían iniciado una serie de movimientos, contactos, negociaciones, gestos y pactos con el objetivo de cambiar la naturaleza política del régimen y que dejara de ser una dictadura, una dictadura además que se estaba despidiendo sacando su lado más cruento y represivo, y pasara a ser una democracia. Tal era el propósito de quienes intervenían, con diferentes grados de convicción y voluntad, en ese proceso tanto desde las propias estructuras del franquismo como desde las direcciones políticas de la oposición liberal, socialdemócrata e incluso del Partido Comunista de España, proceso que pretendían tales intervinientes pacífico, lo más pacífico posible, y controlado, que nada se escapara al guion que se estaba escribiendo.

Sin embargo, las circunstancias no parecían ayudar a que ese cambio pactado, esa transición, como se empezaba a llamar al proceso político en cuestión, transcurriera del modo más pacífico y controlado por los mencionados intervinientes, que deseaban que la transición se alejara lo máximo posible del escenario de ruptura política que se estaba dando en el vecino Portugal desde abril de 1974. La crisis estaba golpeando con dureza a España, sobre todo en los grandes focos industriales como los del País Vasco. Por tanto, ascendía el desempleo en un Estado que no disponía de mecanismos de protección social más allá de las redes familiares o de una economía sumergida, no declarada, bastante extensa que permitía salir del paso a muchos desempleados. La clandestinidad de las organizaciones políticas, sindicales y sociales no permitía conocer su capacidad real de arraigo y de incidencia en la sociedad, pero además no estaba claro que el proyecto de transición fuera a salir bien, no se sabía tampoco hasta qué punto las fuerzas vivas del régimen -bien insertadas en los poderes del Estado- estaban realmente comprometidas con los cambios y también se desconocía la fortaleza de los grupos de oposición, muchos de ellos a la izquierda del PCE, algunos de los cuales propugnaban una ruptura y empleaban en algunos casos la lucha armada. El cada vez más movilizado y más radicalizado movimiento independentista vasco, muy enraizado parte del mismo en el movimiento obrero, era otro factor presente en las movilizaciones de esa jornada de paro en Vitoria-Gasteiz.

Aquella tarde se había convocado una nueva asamblea en la Iglesia de San Francisco de Asís del barrio de Zaramaga de la capital alavesa. Se trataba de intercambiar informaciones de las diferentes empresas en conflicto, de saber cómo se había desarrollado la jornada de paro y de discutir la continuación de las diferentes luchas. En muchas otras ciudades españolas se daban asambleas similares, algunas con mayor presencia de los sindicatos clandestinos o semiclandestinos, otras en cambio más horizontales, más autónomas. La asamblea de Vitoria-Gasteiz, aquella tarde, fue multitudinaria e incluso mucha gente no pudo acceder a la Iglesia. Es difícil saber hasta qué punto dicha presencia de personas fue un factor a tener en cuenta en los mandos policiales y en los responsables de los mismos y que ordenaron en un momento dado la intervención de las fuerzas antidisturbios. Se dispersó con dureza a quienes estaban en los aledaños de la iglesia, luego se intervino en su interior. El trágico resultado fue la muerte de cinco trabajadores y un gran número de heridos.

Cuarenta y un años después de aquellos trágicos incidentes se recuerda aquel tres de marzo como una de las fechas álgidas de la transición, que a todas luces no fue tan pacífica ni tan modélica como a veces se ha pretendido mostrar. Pero sobre todo aquella asamblea y las jornadas de paro en la ciudad vasca fueron una de las expresiones más evidentes de la incidencia en la realidad política y social de un movimiento obrero que se proyectaba en su imaginario como eje de los cambios, que pretendía verse a sí mismo con una fuerte identidad social y política, un elemento integrador ya no sólo de todo un cuerpo social y que perseguía ser sujeto de la acción política, sino también de una identidad incluso cultural, aunque empezaba también a tener síntomas, por contradictorio que parezca, de conservadurismo, de no querer sucumbir a aventuras que pusieran en peligro las conquistas materiales acumuladas en los últimos años. Se trataba a todas luces de un conflicto entre la realidad, lo que se tiene, y el deseo, a lo que se aspira, no siempre coincidentes, a menudo discordantes. Cuarenta y un años después, cuando el peso de la clase obrera no es en Europa ni de lejos tan fuerte, se pone en duda su realidad como agente social y se cuestiona incluso el trabajo asalariado, al menos en un plano teórico, se habla más de movimientos sociales de cambio que de ejes o sujetos revolucionarios, tampoco parece haber una respuesta tenaz y constante a los recortes sociales y a la pobreza cada vez mayor más allá de picos momentáneos. Tal vez por todo ello recordar los hechos de Vitoria-Gasteiz puede servir para, por lo menos, apreciar ciertos cambios en las percepciones sociales y saber hasta qué punto persistía realmente una conciencia obrera, una cultura obrera. La publicación en los años noventa del Informe Petras explica muchas cosas al respecto, analiza unos cambios cuyas consecuencias llegan, o se agravan, hasta hoy.

Porque en aquel 1976 se asistía a los últimos coletazos de unos años de enorme, profunda e imaginativa lucha social, la que representó el sesentayochismo que sacó a la calle a miles de estudiantes, que removió también a la clase trabajadora, que dio voz a nuevos planteamientos sociales de relación, a nuevos movimientos, como el ecologismo,  y que conllevó que el sufragismo del siglo XIX y XX se volviera un nuevo feminismo que incidió profundamente en la sociedad (sin duda uno de los éxitos más que notables de los años sesenta y setenta, aun cuando a veces no lo parezca). El movimiento obrero no ocupó el centro exacto de la rebelión en los años sesenta y setenta, al menos lo que era la parte mayoritaria de la clase trabajadora que miró la realidad de las revueltas un poco desde la barrera, pero qué duda cabe que fue uno de los factores centrales, tal vez el último momento de esplendor de ese movimiento obrero que surgió con la revolución industrial.

Una revolución industrial que llenó Gran Bretaña y Europa Central de fábricas, también los Estados Unidos, fábricas que requirieron de mano de obra. Las ciudades se agrandaron y surgieron los barrios a los que se dirigieron masas enormes de hombres y mujeres prestos a ofrecer su fuerza de trabajo, primero de todo a cambio de sueldos de miseria. Dickens, Jack London, Gorki, Singer, Zola, Balzac, Clarín, Baroja o Pardo Bazán, entre tantos otros escritores, explican en gran medida las condiciones en que vivían esos hombres y mujeres, en algunos casos con tanta semejanza a la realidad que ayudan a los estudiosos de la economía y de la sociedad de la época a entender los mecanismos sociales, y a nosotros a disponer de una mejor visión de las épocas que nos han precedido. Los lazos entre esos hombres y mujeres se van estrechando y con ello, como muy explica James Petras, la confianza como para entender lo que les pasa y actuar en consecuencia.

Son estos mecanismos de aprehensión de la realidad y sus consecuencias en cuanto a asociacionismo a lo que llamamos cultura obrera, movimiento obrero. El movimiento sindical consigue no pocas conquistas materiales, imprescindibles para llevar a cabo otras mejoras culturales o sociales. Clarín, en los últimos años de su vida, escribe artículos en los que habla del trabajo de numerosos ateneos obreros en Asturias que permite que los mineros, las trabajadoras de las fábricas y de los talleres o los obreros aprendan a leer y entender lo que leen, a emitir sus opiniones e incluso a gozar del arte y de la literatura.

La Revolución Rusa de 1917 supuso que ese movimiento obrero ocupase por primera vez, primera experiencia en la historia, las estructuras de un Estado. El objetivo es acabar con la explotación y la consecuente desaparición de las clases sociales, eliminando de esta manera cualquier obstáculo que impidiese a cualquier persona su pleno desarrollo personal, social o cultural. En este ámbito, el cultural, surgen las vanguardias, el surrealismo, los diferentes ismos que cuestionan también las reglas de la realidad y desarrollan una visión individual de los fenómenos colectivos. Del mismo modo, durante la rebelión sesentayochista, el situacionismo plantea un cuestionamiento absoluto de la realidad, un darle la vuelta a la cotidianidad, a la normalidad, a las reglas asumidas como algo natural. A la cultura, en definitiva. Parece que esos movimientos culturales sean en cierto modo el reflejo de un deseo de emancipación social y político, suponen en lo cultural una extensión de un nuevo mundo, un mundo libre para seres humanos emancipados.

Claro que fue ese mismo Estado surgido de la revolución del 17 el que se encargó de liquidar el rico e intenso mundo cultural que surgió tras la revolución, el que se cepilló el surrealismo acusándolo de individualismo pequeñoburgués e impuso por decreto, en 1932, bajo el absolutista gobierno dictatorial de Stalin, el realismo socialista, que fue asumido como estética obligatoria en el I Congreso de Escritores de 1934. Por suerte, muchos escritores y artistas surrealistas rechazaron esa estrecha visión del arte y uno de los fundadores de la Unión Soviética, Trotsky, ya en el exilio en México, atacó el realismo socialista y la imposición de la denominada cultura proletaria en la URSS, alegando su estrechez de miras e ironizando bien a las claras sobre una sociedad cuyos mandamases declaraban sin clases, como pretendían que era la Unión Soviética, pero que poseía, lo que resultaba claramente contradictorio, una cultura proletaria. Al final la URSS, y por ende los Estados que adoptaron el estalinismo, demuestra que no siempre que hay empoderamiento, anglicismo muy en boga hoy, se produce emancipación. Del mismo modo, el situacionismo quedó restringido a núcleos de artistas cada vez más aislados de la cultura general, reducida en gran medida a objeto de consumo, en vez de ser parte sustancial en el análisis de la realidad.


En marzo de 1976, cuando asistimos a los últimos ecos del sesentayochismo, ya no hay un gran movimiento cultural que recoja esa aparente voluntad de cambio social. Hace tiempo que los escritores abandonaron, salvo excepciones, honrosas o no, porque de ello no depende la calidad literaria, el realismo social, se introducen en temas más introspectivos, no exenta a veces de crítica, todo hay que decirlo, sin que esté carente de interés. Los cantautores van cambiando también sus temas, se vuelven más intimistas mientras que la movida de los ochenta se decanta por otros elementos experimentales, muy alejados de temáticas colectivas. Sus efectos llegan hasta hoy. Habrá que preguntarse si ello fue y es posible porque no había ni hay en realidad un ansia de transformación social, que en aquel marzo del 76 a lo que se asistía es a los últimos coletazos de un movimiento obrero cuyos activos más dinámicos perdían fuelle, sin poderse considerar ni de lejos como vanguardias de nada. Cuarenta años después hay un periodo de politización innegable, una puesta en común de los problemas que causa la precarización laboral y vital, hay un cuestionamiento de las maneras de vivir. No obstante, no ha surgido en paralelo un movimiento cultural rupturista y rompedor. Tal vez porque los agentes en ciernes y las expresiones políticas de estas nuevas oleadas de protesta en realidad no se plantean grandes transformaciones. 

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