jueves, 16 de marzo de 2017

Aroa Moreno Durán

Aroa Moreno Durán
La hija del comunista
Caballo de Troya, 2017

El año del centenario de la Revolución Soviética está originando, como no podía ser menos, un aluvión de ensayos históricos, de sesudos estudios sociales y políticos, de análisis de una experiencia que se pretendía rupturista. Porque lo que la revolución buscaba era romper con el desorden de un mundo que se estaba construyendo sobre la miseria, la explotación y el trabajo en condiciones abusivas para millones de personas. De ello hablan muchos escritores del siglo XIX que, bajo una perspectiva realista, mostraron aquella infrahistoria sobre la cual se levantaba el progreso y que enseñó no sin eficiencia a los ideólogos de la transformación social el modelo de relaciones sociales vigente, como muy bien reconoció el propio Marx, se ha recordado muchas veces, que dijo haber aprendido más en las novelas de Balzac que en los profundos estudios sociológicos de su época.

Aquella revolución fue una eclosión ideológica, de una ideología con fines emancipadores, al menos en la teoría, se esté o no de acuerdo con sus contenidos y valores, y que se fue gestando a lo largo del siglo XIX y a inicios del siguiente. Miles de personas se entusiasmaron con la revolución soviética. De los partidos adheridos a la II Internacional, que sucumbieron a los cantos de sirena de sus respectivas patrias durante la primera guerra mundial, traicionando sus principios iniciales contra las guerras nacionalburguesas, surgieron los partidos comunistas partidarios de la experiencia dirigida por Lenin y Trotsky. Ese fantasma que recorría Europa anunciado por el Manifiesto Comunista ascendía un escalón más.

El resultado lo conocemos bien: tras la muerte de Lenin la deriva de la Revolución Soviética fue reforzar un aparato burocrático y absorbente, absolutista y represivo. El Partido ocupó hasta el último hueco de la sociedad soviética, nada quedaba fuera del control de la burocracia, devenida en élite, auspiciada y enderezada por un megalómano Stalin que cosía y descosía pactos, acuerdos, traiciones, actas, manipulaciones, dirigismos, ocultaciones. La guerra civil española fue el inicio del expansionismo de la URSS que elevó al PCE, insignificante hasta el inicio del conflicto, en árbitro de la situación, en parte por la política de no intervención de las democracias europeas, en un experimento también de la represiva obsesión de Stalin por cualquier disidencia a su izquierda, como se vio durante ese Mayo del 37 sangriento. Tras la II Guerra Mundial la mitad de Europa quedó supeditada a la URSS y se instauraron regímenes a su imagen y semejanza. Millones de personas vivieron con más o menos interés, sufrieron con mayor o menor dolor, afrontaron de un modo u otro ese peso de la historia, al que nadie escapaba ni podía quedar indiferente.

Peso de la historia que acompañará a lo largo del relato a Katia, peso de la historia que le marcará en su día a día a lo largo de toda su vida. Como indica el título de la novela de Aroa Moreno Durán, La hija del comunista, Katia es hija de un militante comunista español que pierde la nacionalidad y que encuentra finalmente refugio junto a su esposa en la República Democrática Alemana. Katia crece en esa infrahistoria convertida en la cotidianidad de esa otra Alemania, la vivirá como niña que asumirá lo que ve y que va integrando a su existencia la normalidad creada por la normatividad -«la razón ha desencadenado lo real», afirmaba Max Weber-, normatividad que sin duda se le escapa, que es invisible en la letra, pero no en espíritu, y que cuestionará a medida que crece, no con planteamientos ideológicos, en ningún momento se plantea posiciones ni en contra ni a favor de lo que hay, sino con la desidia que causa el mencionado peso de la historia, hasta el punto de que la Historia se vuelve casi otro personaje y protagonista de la novela.

Al igual que tantas otras personas, decide huir de la RDA. Sin embargo, una vez instalada en la República Federal, no se libra tampoco de la Historia, de su peso, de su presencia agobiante, que le acompañará en su día a día, presente también en ese primer viaje a España, la patria de su padre, pero no su patria del padre, porque en realidad la será, lo descubrimos cuando ya no existe, la Alemania dejada atrás.

Todo ello se narra de un modo escalonado y poético, la autora consigue transmitir un mar de sensaciones y sentimientos, sin duda más importantes muchas veces que los intensos y rotundos análisis de la realidad, lo que permite al lector, al menos a mí me ha pasado, acompañar a Katia en cada momento, sin importar que estemos o no de acuerdo con las decisiones que va adoptando. Porque no se trata de justificar lo que hace, sino de comprender lo que hace, incluso cuando se pueda pensar que uno haría otra cosa.


Y tal vez esto sea así porque de lo que se trata, al fin y al cabo, es de vivir, vivir bajo el peso de la Historia, a su pesar, en cada momento, en cada error, en cada decisión. En definitiva, como dice en un momento dado Katia: «morir no da miedo. Lo que da pánico verdadero es deja de vivir».

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