martes, 22 de noviembre de 2016

Pedro Ugarte

Pedro Ugarte
Nuestra historia
Páginas de espuma, 2016

Aristóteles concibe la poesía y todo arte como imitación de la naturaleza. Esto es, el ejercicio de la literatura y en general de cualquier arte supone expresar lo real. El artista, de este modo, pretende proyectar un reflejo de lo que sucede a nuestro alrededor y en nosotros mismos y tal vez esta pretensión del filósofo sea al fin inevitable, puesto que en el caso de la poesía -de la literatura- partimos de la palabra, que está estrecha e inevitablemente vinculada a lo real, cada palabra refleja un trozo, a veces mínimo, de lo que existe y no podemos escapar a esa lógica, construimos nuestro mundo a partir de ese reflejo. Lo mismo ocurre con las imágenes y quizá sea la música la expresión más pura puesto que provoca sentimientos sin que nos basemos para ello en una palabra, en una idea, en una imagen. Claro que la música tiene mucho que ver con el silencio y el ruido, el bombeo del corazón y los sonidos del mundo. Son ideas, en definitiva, productos que heredamos de generación en generación.

Lo que nos lleva a otra inevitabilidad, a la pregunta de qué es la realidad. Se ha impuesto en ciertos ámbitos, la antropología o la teoría de la comunicación, entre otros, hablar de la construcción de relatos que interpretan la realidad, con la que vemos lo que nos rodea, incluso lo que somos. Nos convertimos de este modo en un relato y ello puede dar lugar a cierta confusión puesto que la literatura, que es en gran medida un relato o un conjunto de relatos, se basa en la ficción, es decir, es verosímil pero no siempre real, inventamos unos personajes y unos hechos que han de tener una coherencia interna como relato, aunque no existan en la realidad, no sean palpables en el mundo físico ni haya ocurrido nunca lo que se cuenta. Aunque a menudo los lectores pueden sentirse identificados con dichos personajes y dichos hechos por haber vivido circunstancias parecidas o nos resulten muy cercano a lo que sentimos. Del mismo modo, el autor recoge ámbitos de realidad y los narra de otra forma, juega con ellos o los parcela para volver a construir lo real de otro modo.

Bueno, tal vez todo esto no tenga ningún sentido ni sirva en realidad para mucho, más allá de ser un mero ejercicio de fingida erudición. Al fin y al cabo, lo que importa en literatura es que guste lo que se lea, nos permita pasar un buen rato, no sólo en el sentido del ocio, también del atento ejercicio placentero de la lectura y, tal vez, si tenemos tiempo y algo de ganas, asociemos lo leído a nuestra propia cotidianidad, a nuestra vida en definitiva.  

En todo caso, esta reflexión sobre lo real, lo cotidiano y la ficción es el efecto que me ha producido leer Nuestra historia, un conjunto de relatos de Pedro Ugarte, que es un escritor al que he seguido con no poco interés desde sus inicios por esa manera de coser la cotidianidad en cada una de sus narraciones. Y a todas luces es un encomiable modisto, como se aprecia en este su último libro publicado. Ya en la primera página del primer relato hay toda una declaración o justificación literaria: «Dormir era el único estado en que me sabía a salvo del infierno», afirma el narrador. Todo lo demás es narrable, porque quizá el infierno y sus múltiples contenidos sean por fuerza la materia prima de la literatura. El paradisiaco cielo puede que sea un destino deseable, una buena aspiración, aunque a todas luces de lo que hablemos y lo que narremos en él, si es que llegamos a allí, sea de las sagas del infierno.


Hay mucha cotidianidad en los relatos de este libro. También mucho miedo, mucha frustración y mucho desasosiego en el interior de los personajes, en su modo de confrontarse a lo real, incluso a una mera y (en apariencia) inocente anécdota. No es por casualidad que al personaje con más seguridad y entereza, a Verónica de «Verónica y los dones», se le castiga con toda intención a sufrir la incertidumbre, la duda, la incerteza. No en vano en un mundo con tanta vacilación quien posea el don de acertar y saber con absoluta claridad -clarividencia- lo que se quiere ha de ser castigado a que su seguro suelo se tambaleé. Porque nos repele que alguien escape a nuestros miedos.

Intentamos superar esa cotidianidad atribulada y mediocre esforzándonos en que las cosas nos salgan bien de una vez, como el comercial del «Hombre del cartapacio», pero -¡maldición!- la vida conspira contra nosotros y al final nos queda el recurso de esperar a que nuestros hijos sean cuanto menos mejores, como en «Vida de mi padre», aunque en realidad no es así como funcionamos, recuérdese que en la mitología griega la reacción de muchos dioses, héroes y reyes cuando se les anuncia que sus hijos serán mejores que ellos es matarlos, expulsarlos lejos de su presencia o encerrar a sus madres antes de engendrarlos para evitar que nazcan, por lo que en realidad lo que quieren los padres es que se conviertan en lo que ellos no pudieron y desearon ser.


Cierto, la lectura de este libro provoca una cierta zozobra. Tal vez advertirlo, si hay alguien que lea esto, eche para atrás a algunos, aunque se perderían una buena colección de relatos. Claro que la cotidianidad ya aporta buenas dosis de angustia cotidiana y leer estos relatos ayude en algo a afrontar la vida con filosofía.

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