martes, 5 de julio de 2016

Elie Wiesel y la memoria

La muerte de Elie Wiesel el pasado 2 de Julio nos ha devuelto el recuerdo de la tragedia en toda su magnitud, la tragedia de esta Europa una y otra vez raptada por una obscena monstruosidad sin sentido y que nos muestra el mal en estado puro, mal enfrentado una y otra vez a lo largo del tiempo con el bien, si es que algo de bien queda en el mundo, que a veces uno no puede dejar de preguntárselo.

Elie Wiesel se dedicó con ahínco, con una absoluta necesidad de entender, de aprehender hasta sus últimas consecuencias, a buscar la razón -si es que existía una razón- de toda esa tragedia que fue el nazismo y la persecución que generó. Desde luego, no fue el primer genocido sufrido por la humanidad, tampoco fue el último, me temo que ni siquiera las actuales masacres la serán, las últimas: sin ir muy lejos en el tiempo y por recordar algunas, a principios de siglo XX nada menos,  podemos referirnos a la masacre de los armenios o a las víctimas de la primera gran guerra, que volvió a causar numerosas bajas civiles después de que las guerras en el siglo XIX europeo se circunscribiesen a lo militar, sin afectar tanto a los civiles, más allá de los daños materiales y familiares (los soldados tenían familia, lógicamente). Podemos también referirnos a un genocidio no bélico -o no convencionalmente bélico, porque intuimos que la guerra se puede realizar y se realiza de otros modos- que afectó a miles de hombres y mujeres negros llevados a América desde las costas africanas para trabajar como esclavos en América. No podemos tampoco olvidar que al mismo tiempo que el nazismo se cebaba con los judíos también se intentó aniquilar a los gitanos del continente europeo, víctimas a su vez de no pocos oprobios.

Tampoco fue la primera vez, en este sentido, que los judíos sufrían una tenaz y criminal persecución, incluso una persecución organizada. La historia de Europa es la historia de sus progroms o de los decretos de expulsión de los Reinos de Aragón, de Castilla o de Portugal si no se convertían.

De la memoria de todo esto dedicó su vida Elie Wiesel, que a los dieciseis años sufrió su detención y pasó la guerra en los campos de Auschwitz y Buchenwald, cuyos nombres forman parte del monstruoso horror generado en Europa. A partir del cuarenta y cinco, cuando Wiesel recuperó la libertad, por decirlo de algún modo, no resulta fácil construirse en plena libertad tras una experiencia así, dos fueron los temas que parecieron atenazar al escritor: cómo fue posible que Alemania, la culta y filosófica Alemania, patria del romanticismo y de las ideas, cuna de un sinfín de poetas, de pensadores, de escritores, también de un modo de vida basado en cierto buen gusto burgués, pudiera despertar tanta monstruosidad que expandió por toda Europa -el horror no es patrimonio de ningún pueblo, ni siquiera de los pueblos oprimidos que parecen no aprender nada y generan a su vez nuevas formas de horror, como se sabe y no son pocos los ejemplos de ello- y, al mismo tiempo, dio un nuevo significado al concepto teológico del silencio de Dios, ese silencio que tanto turba al creyente, a cualquier creyente honesto y capaz de confrontarse a su fe, silencio de un Dios que a veces resulta un Dios ocioso que no se preocupa de sus hijos, da a veces esa impresión, a los que dio libertad, pero para matarse los unos a los otros.

Pero la memoria de Elie Wiesel, como la de otros pensadores que surgieron tras esta terrible experiencia, nada tiene que ver con la memoria construida por los Estados o por los poderosos, por aquellos que suelen ganar las guerras, sino con la de las víctimas, muchas de ellas anónimas, olvidadas por los que han manejado el mundo y a las que muchas veces se les castiga doblemente con el más absoluto olvido o con la terrible pregunta que surge de pronto desde ámbitos de poder, para qué remover las aguas turbias del pasado, acaso no es mejor no rememorar, no volver a crear tensiones, no enfrentarnos. Claro que los Estados y los poderosos sí que mantienen sus fechas de recuerdo, sí que levantan sus monumentos imperiales, sin que estos despierten, según la lógica dominante, sus espantos.

Alemania, que perdió la guerra, se vio obligada a enfrentarse a su pasado. Otros países que han tenido procesos de ruptura, Portugal por ejemplo, han podido llevar mal que bien un análisis de su pasado reciente. En otros caso los procesos son más lentos, como ocurre en España, donde el tema de la memoria -más en concreto la memoria de los perdedores- posee una dimensión política no siempre pacífica. Es curioso que los términos del debate se revierten según los lugares, de allí que conceptos como víctimas o memoria no tienen el mismo significado según se esté en el conjunto de España o en concreto en el País Vasco, donde el conflicto está más cerca en el tiempo y requiere de otros procesos, sin duda. En todo caso, no deberíamos utilizar las palabras según un contexto interesado. No hay que olvidar, por otro lado, hablando de tiempos y de conceptos, que Francia ha requerido de muchos años para dar algo de luz al colaboracionismo, que ha sido en gran medida un tema tabú.

Uno concluye que en esto de la memoria hay mucho de imágenes que proyectamos, imágenes que queremos dar de nosotros mismo e imágenes de los demás. De ahí que tal vez es importante que dicho acercamiento lo intentemos desde la literatura, un ámbito menos fangoso, más abierto y por tanto necesario. Aunque esto tal vez sea otro debate.

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