jueves, 16 de junio de 2016

Eduardo Halfon

Resulta evidente que estamos de nuevo en el tiempo de las identidades fuertes o ansiadas, si es que alguna vez hemos salido de él. Quizá las crisis lo refuerzan, las identidades referenciales o la búsqueda de las mismas, como si el miedo al vacío nos devolviera a esa busca de los lazos con el clan, con la tribu, con la nación o con la de colectivades más amplias, las que brindan, por ejemplo, las religiones.
De esto trata sin duda esta novela, Monasterio, del escritor guatemalteco Eduardo Halfon, cuyo narrador -narrador literario que se identifica con el autor- expresa bien a las claras que él no es judío por el simple hecho de no considerarse judío, conclusión a la que él llega, pero también la concluye su futuro cuñado, un judío ortodoxo que se atreve desde la atalaya de su ortodoxia juzgar y considerar quién es judío y quién no lo es, aunque lleve la misma sangre que su prometida, la hermana del no-judío. Pero esa declaración de no ser judío turba y hasta hiere a Tamara, la amiga reencontrada en Tel-Aviv, una judía moderna, algo hippie, mujer moderna como pudiera serlo una europea o muchas mujeres modernas del resto del mundo, y que tras su servicio militar viaja sola por América Central, donde conoció al narrador años atrás. El narrador, pese a todo, hace gala una y otra vez a lo largo del relato de esa su consideración de no-judío, lo que no le ha impedido ir a Polonia, al guetto de Varsovia, al antiguo hogar de su abuelo, al reencuentro del pasado traumático, o aprovechar ese viaje a Israel para acudir a la boda de su hermana y enfrentarse a sus propios fantasmas judaicos o judaizantes. Pese a su intento de escapar a los lazos de la identidad, uno vuelve una y otra vez a los mismos.
Eduardo Halfon nos habla desde una comunidad judía del mundo, la de un país como Guatemala, donde ya resulta exótico que exista tal comunidad que hunde además sus raíces en Egipto y Siría, pero podría hablar desde cualquier otra comunidad étnica o religiosa que ahora mismo se enfrenta a los fantasmas del integrismo o de la pureza, otra vez la pureza de la etnia, de la raza, aunque algunos discursos de estos se oculten tras valores cívicos y/o republicanos. Recuerdo incluso que hubo una época en la Gran Patria del Socialismo, en la URSS estalinista y neoestalinista, en la que a los disidentes se les encerraba en un manicomonio porque sólo un loco podía discrepar del que era a todas luces el mejor régimen del mundo, la falta de sintonía o de identificación terminó siendo una enfermedad mental.
Puede parecernos rídiculo, pero no lo es: millones de personas se mueven bajo estos patrones mentales y colectivos, como si fuera imposible otro discurso y, sobre todo, otro sentimiento, menos identitario. Sí, vale, existen lazos con personas próximas porque hablamos una misma lengua, compartimos una historia más o menos centenaria o unas creencias acérrimas que consideramos verdaderas o más certeras que las que defienden otros. Sin embargo resulta cansino el discurso de la identidad verdadera y única, las identidades sagradas que, en palabras del muy mencionado por aquí Amín Maalouf, devienen identidades asesinas. Quizá lo peligroso no sea exactamente la identidad en sí, sino que ésta devenga obsesiva y busque aniquilar cualquier discrepancia, disidencia o diferencia, busque al sempiterno discurso del nosotros y ellos, que nos obliga a ver al otro, al diferente, al que defiende otras creencias como nuestro enemigo. Existen, en efecto, múltiples lazos que nos unen a unos frente a otros, el problema es cuando estos lazos levantan muros, muros incluso reales, no sólo metafóricos, como los que hay en Israel/Palestina o las vallas de Ceuta y Melilla. El resultado es que uno acaba vagando por el mundo con una profunda extrañeza de sí mismo y del mundo en que vive, como ese personaje de Camus que es al mismo tiempo extranjero y extraño.

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