miércoles, 23 de noviembre de 2022

Lulú en el Rock-Ola

 


Ningún escritor nace por generación espontánea. Nadie decide un buen día ponerse a escribir de la nada y que le salga de buenas a primera una obra de calidad. Para escribir hay que ser primero lector, no hay otra, es imprescindible y básico ser un escritor atento, estudioso, observador. Borges afirmó una vez que estaba más orgulloso de lo que había leído que de lo que había escrito. Fue una boutade, sin duda, pero con una verdad evidente. Y para ser lector se requieren grandes dosis de curiosidad por el mundo, por lo que nos rodea, por el pasado y por el presente, por lo humano y lo divino. También por sí mismo.

Sin curiosidad no hay pasión. Tampoco descubrimiento. Sin curiosidad nadie se adentra en las páginas de un libro.

Pero además todo el escritor se encuadra en una tradición literaria. Pero atención, una tradición no se circunscribe a un idioma o a la historia literaria de un país. Al menos la tradición de la que se empapa un lector atento y que necesitará sobrepasar fronteras, siempre estrechas, acudir a otras tradiciones literarias, imitar, aprender de otras escuelas, de otras culturas más allá de la propia. En todo caso, es importante subrayar que la tradición española posee toda ella, desde el Poema del mío Cid, un carácter realista muy firme.

Sólo así se forma un escritor, leyendo, conociendo la tradición literaria, la propia y la ajena, acudiendo a otras tradiciones en busca de savia nueva.

Almudena Grandes no hubiera sido escritora sin haber sido antes lectora. Lo fue y se dejó cautivar por lo que contaban los libros y eso le ayudó a mirar la realidad y a sí misma. Un día, adolescente, se dio de bruces con una novela de Benito Pérez Galdós, Tormento. Fue en casa de su abuelo. Intuyó que allí, entre las páginas de sus novelas, había algo importante, algo grande. Y comenzó a recorrerlas con ardor y entusiasmo. Una novela le llevó a otra y ésta, a otra nueva. Benito Pérez Galdós fue el principal autor realista, a caballo entre el siglo XIX y el XX, autor de un sinfín de novelas que hablaban de aquella España entre dos siglos. El realismo fue un movimiento literario que se expandió por Europa y que se confrontaba a la realidad de unas sociedades que estaban empezando a cambiar a toda prisa, dominaba la idea de progreso infinito y la economía comenzaba a ocupar cada vez un ámbito social mayor. Karl Marx reconoció una vez que había aprendido más economía en las novelas de Balzac que en los manuales y de los mamotretos de economía de su tiempo. A esto se refería Unamuno cuando hablaba de intrahistorias.

Las novelas de Galdós llevaron a Almudena Grandes a otros autores de la época. De Emilia Pardo Bazán aprendió a relacionar sus historias con la cocina, la comida y el buen comer. La escritora gallega había escrito en 1917 un libro, La cocina española moderna, que era todo un tratado de cómo era la gastronomía del país y de paso cómo era el país. No es casualidad que la comida esté muy presente en la obra de Almudena Grandes. Ni siquiera disimuló la influencia recibida cuando a su saga de novelas sobre la posguerra y tardofranquismo la llamó Episodios de una guerra interminable, a la manera de los Episodios Nacionales. Reconocía así la enorme influencia de este autor, fue su homenaje al maestro.



Almudena Grandes recuperó en gran medida ese realismo que la vincula a escritores que la precedieron. Pero no sólo ella, también muchos de quienes compartieron con ella época y narrativas recuperaron ese realismo tan propio de la tradición española. Empezaron a leer, como Almudena Grandes, en los setenta, conocieron como lectores la pasión por la literatura y en los ochenta comenzaron a publicar sus escritos. Fueron años importantes los años ochenta. Se dieron de bruces con tiempos de pretendida libertad. Y la hubo en cierta manera. La dictadura se había acabado en el 75 y se abrían nuevos tiempos. Se acabó la censura. Se acabó el estrecho corsé en los usos y costumbres del país. En Madrid surgía la movida, una fiesta desenfrenada tanto musical como cinematográfica, artística y de modas variadas. Tuvo, como todo en esta vida, sus claroscuros. Pero esto era otra historia. Lo importante para los escritores es que no había censura y que podían tratar todos los temas sin los estrechos márgenes de una España rancia, aun cuando las cosas habían empezado a cambiar algo antes, en los sesenta.

Los escritores que empezaban a publicar en los ochenta quisieran entender lo que estaba pasando en el país, normal que volvieran al realismo, que intentaran comprender la realidad por medio de nuevos modelos de hombres y mujeres. Ignacio Martínez de Pisón partía de las familias para describir la sociedad actual. Las suyas fueron novelas muy centradas en estructuras familiares, las añejas y las nuevas. Almudena Grandes acudió a personajes femeninos para confrontar los cambios sociales. Lo vemos en Atlas de geografía humana, sus personajes femeninos eran mujeres fuertes, con carrera, trabajaban y decidían sus relaciones, se habían emancipado, afrontaban libremente su sexualidad. Quizá no eran representativas de la mayoría de las mujeres españolas del momento, ni siquiera hoy lo serían, salvo en que trabajaban muchas veces sin contratos, de freelance que es el eufemismo al uso, en puestos culturales aunque siempre con el temor de que el final de los proyectos fuera también el final del trabajo, en una precariedad que anunciaba nuevas formas de explotación laboral.



Por otro lado, el fin de la dictadura permitió recuperar un debate político y social que el régimen anterior había distorsionado por completo. También el exilio distorsionó la visión de la realidad, como lo apreciamos en La Gallina Ciega.  Max Aub se había quedado anclado en una España que ya no existía y él mismo se da cuenta cuando, lustros después de la guerra y de su exilio, viaja por España. Los autores que publicaron en los ochenta se interesaron por la guerra, la posguerra y ese pasado reciente que, a decir verdad, había estado presente también en muchas novelas de tales épocas, pero apareciendo de un modo sinuoso, como algo presente pero de lo que no se hablaba. O se hablaba con silencios. Así es en Nada de Carmen Laforet o en El Jarama de Sánchez Ferlosio. La guerra como sombra. Pero los escritores que empezaron a publicar en los ochenta se pudieron acercar a esa historia reciente con total apertura, sin cortapisas, sin corsés ideológicos. Lo cual no significa que fueran neutrales, todo lo contrario, su mirada podía ser subjetiva, incluso militante, pero sin que su opción o nuestra diferencia con la misma sea una cortapisa para leer y apreciar sus obras. Benjamín Prado o Manuel Rivas, por ejemplo, no han ocultado sus simpatías. Otros han acudido a ese pasado con mayor distancia tal vez, que no indiferencia, como Antonio Muñoz Molina.

Realismo, análisis de la sociedad, intrahistoria, recuperación de las historias de los nadie, dominio de la anécdota, fue en gran medida una característica de Almudena Grandes y de los escritores de su tiempo. Pero en la obra de la autora madrileña se da una clara diferencia entre las primeras novelas, que afrontan cuestiones de su momento, y las novelas posteriores, las que recorren las historias de la posguerra y el tardofranquismo. No es difícil recordar a partir de las últimas novelas de Almuneda Grandes las aventis de Juan Marsé. Por cierto, Juan Marsé fue miembro del jurado que en 1989 le concedió el premio La Sonrisa Vertical a Almudena Grandes por Las Edades de Lulú. No es casualidad, sin duda, este encuentro, o quizá el azar juegue con estas coincidencias. En ese jurado estaban también Jaime Gil de Biedma, Fernando Fernán-Gómez y Rafael Conte. Resulta además clarificador que fuera Luis García Berlanga quien le propuso a la editorial Tusquets ese premio. Una relación curiosa de Almudena Grandes con la tradición literaria española más reciente.

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