domingo, 6 de diciembre de 2020

Un lugar donde vivir

 


Es difícil comparar el estado de ánimo en los tres primeros decenios del siglo XX con el estado de ánimo actual, cuando estamos a punto de entrar en la tercera década del siglo XXI. Uno tiene la impresión de que en aquel momento hubo un optimismo de época que no tenemos ahora, aun cuando las amenazas de entonces fueran también tremendas y la repercusión de las guerras no estuvieron exentas de crueldad y dramatismo, como tampoco lo estuvieron ciertas políticas que alcanzaron niveles de brutalidad y barbarie sin igual.  

Sin duda, la guerra civil española y la segunda guerra mundial, que forman parte de un mismo conflicto, aquella fue en cierto modo el inicio de ésta, marcan de pronto el final de una etapa de cierta fe ciega en el progreso. Que el mundo haya estado durante los últimos setenta y cinco años al borde del colapso nuclear y que la política se decantase por el posibilismo más que por la confianza absoluta en un futuro mejor, circunscrito ya a lo más inmediato, que no es poco, salir de la miseria, dignificar la vida cotidiana, pero que se quedó en ello, sin vislumbrar otros derroteros, y con algún que otro retroceso en los últimos lustros, indica bien a las claras un panorama emocional bien distinto. Para colmo hay que añadir una crisis ecológica consecuencia de nuestro modelo de vida y de organización social.

Ni qué decir tiene que el Bilbao de finales del XIX y de las primeras tres décadas del XX estuvo contagiada por esa esperanza y ese ideal de progreso que las clases pudientes de la villa, la de las familias burguesas y mercantiles, pudieron imbuirle a la sociedad entera. Claro que aparecieron no pocos reparos y temores ante los cambios, siempre ocurre, y el tradicionalismo, ciertas tendencias del nacionalismo bizkaitarra más aranista y un neoclasicismo intelectual que miraba más hacia atrás, a épocas de gloriosos imperios, fueron manifestaciones a veces más que evidentes de los mismos. Nada que no estuviera pasando en otros lugares.

La guerra civil y la toma de Bilbao, último bastión vasco afín a la República, a inicios del verano del 37, zanjó por completo el optimismo de época. El ideal burgués se diluía en lo más inmediato, reconstruir las fábricas, volver al trabajo, hacer caja otra vez bajo las nuevas circunstancias mientras que los ideales democráticos y los de la izquierda quedaron soterrados bajo capas de miedo y represión. Aunque las circunstancias del resto de Europa fueron bien diferentes, el aspecto emocional y la mirada ante el futuro no resultaron muy distintos. Lo apreciamos en la película de Florian Henckel von Donnersmarck Werk ohne Auter, titulada en España La Sombra del pasado, y en cómo vive el artista protagonista, Kurt Barnert, su proceso de aprendizaje artístico tras la guerra y la experiencia nazi. 

Es verdad que hubo ese paréntesis sesentayochista con el regreso a los ideales de ruptura y la recuperación de las experiencias de los ismos a través de la Internacional Situacionista, pero uno no deja de pensar que tuvo más de juego fingido, de pura tramoya en el gran teatro del mundo que de intento serio de darle la vuelta a la realidad. Claro que uno habla cuando todo aquello apenas es un mero recuerdo, a toro pasado…

En el País Vasco también vivió sus años de sesentayochismo ilusionante, con efectos, algunos, emancipadores, como los relativos a ciertas costumbres, pero también trágicos, funestos y lamentables a tenor de los resultados, que cada cual cave en su propia experiencia o en su mirar sobre lo que le rodea. Sirvió la década para comenzar una recuperación cultural que, como ocurrió en el cambio de siglo, sesenta años atrás, vino después de los cambios económicos y sociales. Ni qué decir tiene que para la cultura en vasco tal recuperación fue sobre todo vital, cuando la guerra y la dictadura pusieron cualquier expresión en esta lengua e incluso al propio idioma a las puertas de su extinción.



Que surgiera una figura como la de Gabriel Aresti, con su poesía en vasco aparecida en los sesenta, tuvo una influencia enorme en el surgimiento de grupos literarios posteriores, como el de Pott, en Bilbao, al poco del cambio de régimen, con una vocación más vanguardista, sin duda, pero sin la presencia del poeta bilbaíno la historia literaria hubiera sido bien diferente. Gabriel Aresti también influyó en un grupo de cantautores de su misma época, algunos de los cuales se agruparon en torno a un nombre otorgado por Jorge Oteiza, ez dok amairu, del que formaron parte Xabier Lete, Mikel Laboa, Lourdes Iriondo, Benito Lertxundi o Antton Valverde, entre otros.

Puede que Xabier Lete fuera el que mejor recogiera el estado de ánimo del momento. Bernardo Atxaga dijo de él que «vivió en tierra de nadie, siempre en tensión, en crisis perpetua por buscar el eje de las cosas». Hay que tener en cuenta que Xabier Lete fue poeta, él mismo se veía a veces más poeta que cantante, aun cuando fuera el autor de Xalbadorren heriotzean, convertida en una canción símbolo de la cultura vasca. Y un poeta que estuvo influido por cierto pesimismo, un nihilismo que bebió mucho del existencialismo tan presente en la canción francesa, que conoció bastante bien.

Al igual que Gabriel Aresti o del otro poeta esencial, aunque me temo que en proceso de que se le olvide, Gabriel Celaya, Xabier Lete no se alejó, pese a todo, de la realidad del país, aunque no pocas veces le incomodaba lo que estaba ocurriendo en él, escribió en un poema que le costaba querer a su pueblo, pero era incapaz de encontrar un lugar distinto donde vivir.

Murió hace diez años, a finales de 2010, cuando quedaba apenas tres semanas para que acabara el primer decenio del siglo XXI.

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