martes, 6 de octubre de 2020

Imágenes y visiones míticas

 


Ese Bilbao mercantil e industrial que empieza a crecer con rapidez a finales del siglo XIX y que los hermanos Azkona reflejan durante el segundo decenio del XX en algunos de sus documentales parece oponerse a una concepción tradicional de lo vasco, la que está anclada sobre todo en el mundo de los caseríos y también, aunque menos, en los puertos pesqueros. Ambos mundos, el tradicional y el moderno, se construyen en gran medida sobre la base del trabajo, el trabajo duro además, pero a partir de aquí su cimentación mental y cultural, su imaginario, será muy diferente, uno y otro estarán contrapuestos e incluso serán incompatibles, no pueden convivir, lo tradicional y la nueva sociedad mercantil e industrial chocarán con vehemencia y ésta última se impondrá sobre la sociedad agrícola. El capitalismo es cruel, arrasa con todo aquello que no entra en la lógica del beneficio y de un modelo de progreso que sólo entiende de dinero y de intereses. El mundo tradicional de los mayorazgos y los valles melancólicos repletos de leyendas no cuadran mucho con el capitalismo expansivo.

Además, la rapidez con que se transforma todo en Vizcaya despertará no pocos resquemores en uno y otro sentido. Los liberales, acérrimos defensores del nuevo modelo económico, de la industria y de la tecnología, contemplan a los baserritaras, los propietarios de los caseríos, con una particular estructura social anclada en un sistema jurídico propio, como aldeanos zafios e incultos. Surge en Bilbao una literatura costumbrista que se burla del castellano de los caseros, vascoparlantes todos ellos, incapaces de lidiar con las nuevas obligaciones administrativas y con nuevas formas mercantiles. Por el otro lado hay un primer nacionalismo vasco, alentado por Sabino Arana y su primer círculo bizkaitarra, que rechazará los cambios de este nuevo modelo industrial, defenderá con ahínco la vida tradicional, las viejas leyes, el idioma antiquísimo y con elementos legendarios, la religión y la probidad de la etnia frente a la indignidad perversa y vil de los que arriban a la mítica Vasconia para malvivir en las minas y en la industria locales. Claro que pronto llegará una segunda generación de nacionalistas vascos que no ven con desagrado la industrialización, la fomentarán, en buena medida porque muchos de sus defensores forman parte de las élites económicas, como la familia de la Sota, y alentarán un nacionalismo moderno, burgués e incluso social, pero al mismo tiempo transigirán en una visión mítica del pasado donde lo agrícola ocupa buena parte del imaginario.

Habrá también cierto rechazo a la modernidad en el clasicismo de muchos de los escritores del café Lion d´Or que reaccionan contra ella acudiendo a ese pasado mítico de Roma y su esplendor, y desembocan en un patriotismo español al recordar la influencia de la antigua Hispania en tal imperio, lo querrán restaurar. La influencia de Marinetti y el futurismo, aun cuando se contradiga en apariencia con el clasicismo referido, atraerá a muchos de los participantes de la Escuela Romana del Pirineo hacia al falangismo y sus ideales utópicos. Es un grupo esteticista, intelectual, atraído por el lado más erudito de José Antonio, que poco tendrá que ver con la bravuconería que luego conoceremos, con sus huestes mamporreras y sus ansias revanchistas.

Son reacciones a un mundo nuevo que sin embargo se impondrá. Bilbao se industrializará, pero no sólo la ciudad, también su área de influencia y la provincia entera, también Guipúzcoa seguirá un proceso similar, y con el tiempo Álava, también Navarra. Joseba Zulaika habla ya para los años setenta de un proceso de extrañamiento del mundo rural vasco: lo que había sido nuclear se convierte en periférico, el mundo del caserío pasa a ser un mundo marginal por su peso cada vez menor en la economía vasca, que es a todas luces una economía industrial y mercantil, y aun cuando la crisis de los ochenta, con una reconversión salvaje que afectó sobre todo a Bilbao y a la Margen Izquierda, parecía que iba a trastocarse por completo el panorama económico, el País Vasco recuperó fuelle gracias a la incorporación de las nuevas tecnologías y del sector de los servicios.



Aun así, ha seguido dominando en el imaginario vasco el mundo de los caseríos, pese a que lo agrícola apenas alcance un índice pequeño en el conjunto de las actividades laborales y en la economía del país. Ocurre lo mismo con el ámbito de los arrantzales, los pescadores, sin duda una actividad con más presencia, pero marginal también con relación a la actividad industrial o comercial. Es curioso observar cómo el mundo de la industria o del taller no ha penetrado en el imaginario vasco tanto como los símbolos míticos del caserío o de los arrantzales, a pesar de que la presencia industrial supere el siglo o que Bilbao haya sido desde su origen como Villa, en 1300, una ciudad comercial. A pesar también de contar con un movimiento obrero activo y organizado desde los inicios de la industrialización hasta hoy mismo. No obstante, uno observa en Santurce, ciudad que creció a partir de una aldea de pescadores con un aluvión de inmigrantes que trabajaron en el puerto o en las industrias de la Margen Izquierda, como se rememora el pasado arrantzale que muy pocos de sus habitantes han conocido directamente o lo conocieron apenas sus antepasados, la gente se viste de pescadores en las fiestas locales. No dudo de que haya un gesto de memoria de lo que fue ese rincón de Vizcaya, una voluntad de hilar pasado y presente, pero sospecho también que se fomenta una visión idílica del pasado con fines de conformación de la realidad actual.

Sin duda la literatura y el arte contribuyeron a fomentar esa visión nostálgica del campo tradicional. Domingo Agirre u Orixe fueron escritores en lengua vasca que vivieron entre el siglo XIX y el XX, y recogen en su obra esa vida mítica del caserío y del puerto pesquero. El propio Pío Baroja, poco amigo de elucubraciones que alentasen el tradicionalismo más reaccionario o folclórico, escribe algún cuento de ambiente campestre mítico. El propio poema de Gabriel Aresti Nire Aitaren Etxea (“La casa de mi padre”) tiene una lectura, a pesar de encuadrarse este autor en el realismo social, de defensa del caserío tradicional como foco central de la sociedad. Aunque es una interpretación con la que podemos discrepar y discrepamos muchos. Los actuales escritores parecen ir por otros derroteros, se alejan de la mirada mítica y parten de un presente muy diferente a aquel. Vemos en la obra de Karmele Jaio, de Unai Elorriaga, de Kimen Uribe, de Pedro Ugarte o de Kepa Murua, por citar a unos pocos, un punto de partida más urbano y con menos nostalgia de lo que hubiera podido ser el país.

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