jueves, 30 de abril de 2020

La normalidad del clan


Inquietud. Es la sensación que produce la imagen de la familia Puccio en la película de Pablo Trapero El clan (2015). Una tremenda inquietud que hubiera podido ser todavía peor si este director argentino hubiese optado por ser más incisivo en su forma de contar una historia real de la Argentina de los ochenta, unos años también terroríficos en algún momento, llenos de malestar y zozobra colectiva en toda aquella etapa que deambuló entre la dictadura y la restauración democrática, vía guerra narrada –justificada– con toda la épica posible.

Pero Pablo Trapero se concentró en esa familia y la mostró con toda claridad, de un modo magnífico, acertado, sin misterios ni alharacas, tal cual, con un estilo hiperrealista. El espectador asiste a la cotidianidad modélica de una familia con posibles, de normalísima clase media, ejemplar a veces, comen, rezan, hablan, comparten, se alegran y se apenan con las incidencias de cada uno de sus miembros, y la confronta con esa otra faceta oculta a los demás, a los vecinos y amigos, a los clientes y colegas, la de secuestradores y recaudadores de rescates, la de asesinos sin escrúpulos, y que nosotros, espectadores, vemos compartir en un mismo espacio, el de su casa y escondite de secuestrados, sin que los hábitos familiares se vean rotos por la atención que prestan a sus víctimas.

El padre, Arquímedes Puccio, interpretado por Guillermo Francella, logra crear una cierta ambigüedad, consigue el actor que veamos al personaje de un modo cordial, incluso tierno, por ese aspecto que a veces nos puede resultar frágil y sensible. Pero vamos viendo también su implicación con el régimen dictatorial, a cuyos servicios de inteligencia ha pertenecido y descubrimos cómo compagina la atención hacia sus hijos –las clases de matemáticas, las alegrías por los éxitos deportivos y personales del hijo mayor– con la preparación y ejecución de los secuestros, con la gestión de estos, con la crueldad fría con que exige los rescates. Y con el terrible acto de matar, que a lo sumo es, en uno de los casos, un contratiempo. Descubrimos que es un manipulador neto, que sabe mover a quienes le rodean, los utiliza como el narcisista que es y que se aprecia en algunas de sus miradas, en algunos de sus gestos, en el tono con que procura siempre justificarse.

La contraparte del padre es Alejandro Puccio, el hijo mayor, colaborador incluso necesario, deportista de éxito y comerciante en ciernes, nos parece un modelo de los ochenta, compagina su liderazgo deportivo con la alegría de la vida entre las clases acomodadas, sabe disfrutar de las fiestas y seduce a una joven y bella cliente de su tienda. Presta sin embargo su apoyo a las actividades criminales del padre, es incluso un sostén imprescindible, aun cuando nadie sea capaz de creérselo y sus propios compañeros o su novia confían en él incluso cuando las evidencias se le ponen en contra. Pero el propio Alejandro Puccio, a diferencia de su padre, duda, tiene remilgos morales, no está del todo seguro de que esa otra vida sea la mejor opción, incluso intenta reaccionar, aunque es incapaz de huir de la culpabilidad inculcada por su padre. ¿Le hace esto mejor?¿Mengua en algo su papel, su responsabilidad?

Lo que impresiona de la película es tal vez que ambas facetas del clan de los Puccio conviven entre sí con absoluta normalidad, asistimos a todo ello desde el principio, como si la cinta fuera en realidad un reportaje naturalista de la vida en vez de una ficción, aunque sea una ficción basada en la realidad. La vida es así, parece querérsenos decir en algún momento; la normalidad es esto, no juzguen, impresiónense si quieren, pero no juzguen. Asistimos al fin y al cabo a esa misma combinación de horror y tranquilidad, de ferocidad y civilidad, en nuestra cotidianidad, todo Estado se mantiene sobre sus cloacas y nuestras modélicas sociedades occidentales se han ido construyendo sobre un pozo sin fondo de crueldad e ignominia. Lo podemos ignorar voluntariamente o asumir, hemos llegado incluso a un punto en que no parece que se acepte la denuncia, aunque sea una denuncia formal, sólo intelectual, sin más efectos que los historiográficos, incluso ésta llega a estar mal vista en nuestros modelos de vida, que son, ya se sabe, los mejores o los menos malos.

De este modo la normalidad se va aceptando a base de frases hechas, de afirmaciones asumidas de un modo acrítico. Lo normal no se cuestiona. Ya ni se interpreta, se acepta un relato de los hechos y la propia realidad se va soportando a veces como si fuese un espectáculo que siempre ha de continuar. Sólo de esta forma se entiende que el terrible doctor Lecter de El silencio de los corderos acabe siendo aceptado como personaje aun cuando se trate de un criminal tremendo y cruel, de igual forma que asumimos todo el horror producido por nuestra propia historia. Que nada nos saque del sosiego de la normalidad, al fin.

La normalidad, de este modo, se convierte en el gran tema, en nuestra identidad. Erich Fromm la llegó a analizar como patología.

La actual crisis del coronavirus nos ha mostrado que nuestro magnífico sistema sanitario sólo funciona de un modo ejemplar cuando nada ocurre, se nos dijo que era el mejor sistema del mundo, incluso podía mantenerse a pesar de recortes y privatizaciones, éstas incluso contribuían a su ejemplaridad. Ha bastado una epidemia de base desconocida para ponerlo todo patas arriba, del mismo modo que el sistema bancario ejemplar previo a la crisis de 2008 –el sistema bancario español goza de buenísima salud, se llegó también a decir –  necesitó ayudas del Estado durante el cambio de decenio.

Ahora nos hablan de la nueva normalidad que habrá de surgir al final de la epidemia y tras el estado de alarma. No sé, visto lo visto da no poco miedo lo que pueda traer consigo.

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