miércoles, 31 de julio de 2019

El silencio envolvente de «Los Baldrich»


Miles Davis y Mario Benedetti coincidieron en su concepción del silencio como algo sonoro, incluso estrepitoso. «El silencio es el ruido más fuerte, quizá el más fuerte de los ruidos», afirmó el trompetista norteamericano, mientras que el escritor uruguayo señaló que «hay pocas cosas tan ensordecedoras como el silencio». Ambas afirmaciones parten del carácter comunicativo del silencio, fundamental en la música, también en la escritura, donde siempre es tan importante lo que se escribe como lo que queda entrelineado, lo que no se dice, se calla y por tanto queda oculto, y que muchas veces es lo que la lectura, la buena lectura, debe descubrir.

El silencio, en consecuencia, transmite también un mensaje. No obstante, en gran medida, su mensaje está a menudo anulado por la batahola generalizada de nuestra época, en la que lo silente parece imposible, todo es ruido en nuestros días, un griterío inmenso que busca eliminar cualquier entendimiento para, al final, no decir nada. ¿Alguien puede acaso indicar realmente de qué se ha hablado estos últimos días en la escena política española en torno a la formación del gobierno del Estado? Da la sensación de que tras tanta palabrería, tras los discursos a veces pomposos, ostentosos hasta el ridículo, no había nada, vacío nada más, una falta absoluta de proyectos y de ideas, en el fondo una convicción de que todo está ya decidido y que no hay alternativas posibles.

Lo que ocurre en la política ocurre en todas partes, exceso de ruido que sólo oculta el vacío. De allí que haya una vuelta necesaria al silencio porque presentimos que tras la huida del mismo sólo hay una huida de nosotros mismos. Esto es lo que llevó a Erling Kagge a viajar en 1992 a la Antártida, al parecer el lugar más silente del mundo, a rodearse de una planicie blanca y helada para poder confrontarse con el mensaje que el silencio guardaba. Es el mismo silencio que mantienen los cuáqueros en sus reuniones, no decir nada, no hablar, dejar que cada uno de los asistentes encuentre por sí mismo las palabras idóneas que lo definan individual o colectivamente. Es justo lo contrario a lo que nuestro tiempo impone, ese ruido tenaz, vacuo, al final insoportable. Una comunidad cisterciense de Castilla, la de San Bernardo, organiza unos talleres de silencio que están teniendo una enorme acogida.

Sin embargo, hay otro silencio también ensordecedor que busca justo lo contrario, ocultar, alejarse de la comunicación, huir de lo colectivo, refugiarse en la soledad y en el miedo. Aísla e individualiza. Es el silencio que impone la opresión, por ejemplo. Muchos testimonios coinciden en señalar que tras la guerra civil española y durante varios lustros se impuso en España un silencio tremendo, nadie quería hablar, nadie podía hablar. Era sin duda una forma de no señalarse, de pasar desapercibido, en muchos casos iba la vida en ello. Pero a partir de los años cincuenta muchos jóvenes, atraídos por la resistencia a la dictadura y curiosos por conocer las experiencias pasadas, se confrontaron con que sus padres nada contaban de los años de la República ni de la guerra. Se cortaba de este modo una comunicación intergeneracional que llevó a esos jóvenes a partir de cero, sin esa experiencia que da la historia. Es sin duda el mismo silencio que hubo en España en tantos otros momentos de su pasado, la de los cristianos nuevos que cortaron en muchos casos sus lazos con la fe de sus padres, la de los erasmistas, luteranos o reformados, tantos otros con toda seguridad, aplastados por un catolicismo cada vez más opresivo y ritual.

Es un silencio que se cuela en la vida cotidiana, en las relaciones entre las personas, que se cierne sobre los vínculos familiares y entre los amigos.

Es un silencio que se adueña de nosotros.

Es ese mismo silencio que se aprecia entrelineas en la novela de Use Lahoz Los Baldrich (Alfaguara, 2008). En ella se cuenta la historia de una familia adinerada catalana, desde que su patriarca, Jenaro, al poco de acabada la guerra, inicia sus negocios, tras deslumbrarse por la realidad que le envuelve en su niñez y adolescencia, hasta el cambio de siglo.

Con trazos gruesos, casi año a año, y con una prosa deslumbrante, el lector va descubriendo la vida de cada uno de los personajes, incluido el narrador, de la que forma parte el silencio, lo que no se dice, y está presente hasta el punto de herir, de ser determinante en la relación de cada cual tanto con lo que les rodea como con los demás personajes.

Todos se mueven entre demasiados silencios envolventes, intentan salir de ellos o lo asumen como parte sus vidas. Los más mayores se acostumbran a él, no sin dolor. Los más jóvenes, los que no han vivido envuelto con el vacío obsesivo de sus mayores, intentan romperlo, tal vez algunos logren acabar con tales esquemas, aunque no sin un esfuerzo enorme.

El silencio, en muchos casos, les ofusca, les incapacita para adaptarse, será cuestión de fortaleza interior el que salgan adelante o se estrellen en una realidad que parece ir a lo suyo, al margen de las vidas de cada cual, como nos ocurre a nosotros mismos, al margen de las vidas individuales, conformándoles (conformándonos) en cada etapa, en cada momento. Viven todos ellos en plena dualidad, lo colectivo y lo personal, la empresa, la familia o el fútbol –que permite hablar de un nosotros grupal– frente a la propia voluntad –el yo desorientado–, a todas luces muchos se sentirán identificados con muchas de las situaciones, yo lo he estado sin lugar a dudas.

De este modo, esa novela es un espejo de tantas cosas, de nuestras propias vidas, sea cual fuere nuestra situación. Pocas veces una ficción se vuelve pura vida, pura realidad. Hay que saber trazar con verdadera finura, aun cuando los trazos sean gruesos, para lograrlo.

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