viernes, 5 de abril de 2019

Silencios


Siguiendo con el tema de este pasado reciente que en España centra bastante el debate público actual, hay que decir que no es sólo cosa de España, sino que en mayor o menor medida en todos los países, incluido los europeos, entre ellos los de más amplia tradición democrática, se han tenido en algún que otro momento que enfrentar a sus fantasmas y ajustar cuentas o por lo menos establecer un reconocimiento de un pasado nada pacífico y mucho menos cómodo. No son pocas las veces que las asociaciones de memoria alegan que lo que ocurre en España no ocurre en Alemania o en Italia, por ejemplo, ni siquiera en Portugal, donde no hay fundaciones que recuerden a los respectivos dictadores, y es cierto, pero lo es por una diferencia a todas luces sustancial: en esos países hubo procesos de ruptura, ya sea por vía de una derrota bélica rotunda, ya sea por procesos políticos que rompieron el marco político dictatorial. Lo mismo se puede aplicar a los regímenes estalinistas del Este europeo, que desaparecieron de la noche a la mañana, aun cuando en algunos casos los jerarcas y burócratas estalinistas supieron y pudieron amoldarse a los nuevos tiempos.

Claro que ha habido algunos casos en Europa en los que el proceso de memoria o rehabilitación del pasado no ha sido tan fácil y ha tenido que pasar muchos años para que algunas cuestiones salieran a la luz. Francia, por ejemplo, ha sido uno de estos casos y hablar del Gobierno de Vichy –el régimen de Vichy–, instaurado por el mariscal Pétain, no fue cómodo por esos estrechos lazos con el nazismo que entrañó una colaboración criminal, ignominiosa para la cuna de la declaración de derechos. Incluso es un tema incómodo en la principal fuerza de extrema derecha francesa. Porque hubo un gobierno de Vichy que colaboró con los nazis y hubo también una sociedad que no tuvo problemas en asumir algunas medidas que afectaron a miles de ciudadanos franceses judíos o en menor medida gitanos, aunque el número de afectados no le quite tampoco trascendencia a otros genocidios.

En 2010 la directora de cine y documentalista Roselyn Bosch, hija por cierto de un anarquista español refugiado en Francia, presentaba su película La Rafle (La Redada) en la que narra la operación llevada a cabo en 1942 por la gendarmería francesa, en colaboración con el ejército alemán, de arresto, detención, concentración y envío a campos de exterminio en el este de Europa de judíos franceses. La pretensión inicial era detener a 27 391 personas, se arrestaron al final a 13 152. Hubo, en efecto, actos de rechazo, de resistencia o de protesta por parte de la sociedad civil, incluso por parte de algunos miembros de la gendarmería –cuerpo militar, recuérdese, por ello con un sistema disciplinario más severo y jerárquico–, con gestos de inacción que ayudaron en algunas fugas, pero también hubo apoyos claro a ese antisemitismo velado que recuerda al caso Dreyfus, ocurrido cuarenta y cinco años antes. La decisión de esa redada supuso un sometimiento consciente a la política nazi, un ejemplo más de un gobierno que atentaba contra el discurso francés republicano y de ciudadanía más tradicional.

Tras la guerra se tomaron medidas contra algunos colaboracionistas, siendo uno de los casos más destacados el de Louis-Ferdinand Céline, escritor que también expresó claramente sus posiciones antisemitas, pero en general se intentó menguar la acción de la Francia colaboracionista, desde luego no mayoritaria en la sociedad, pero muy influyente en sectores del poder. Ha costado bastante, en todo caso, poder reflejar esa situación en Francia, de allí que se pueda entender hasta cierto punto que en España la cuestión de la memoria, pero sobre todo de las víctimas de fusilamientos masivos o de la represión del franquismo, no se haya desarrollado tampoco con la normalidad deseada y se pueda rehabilitar por lo menos a quienes los sufrieron. No es fácil cuando lo que hubo en los años setenta fue una transición, más bien una recomposición del Estado, en la que se cambiaba por completo el modelo político sin tocar muchas de sus estructuras, de allí que el reclamo de rehabilitación de los condenados, fusilados y represaliados bajo el franquismo se tome como venganza contra quienes ejercieron la represión y que nunca fueron sancionados por ello.

Este estado de cosas en España queda reflejado en el documental El Silencio de otros, realizado el año pasado por Almudena Carracedo y Robert Bahar, que muestra bien a las claras los constantes obstáculos, incluso administrativos, para avanzar en la cuestión de dar nombre a los sin nombres. Se optó por el silencio, un silencio que se transmite generación tras generación. Se ha asumido respecto al Estado de entonces que no se le derrotó, que se establecieron bases nuevas con los mimbres de esa época tan larga, pero clama al cielo que el silencio sea siempre el de los otros, aun cuando ciertas cosas no merecerían tanto ruido, por ejemplo que cada cual pueda dar sepultura a sus muertos, a sus lamentos.   

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