viernes, 15 de marzo de 2019

Stico


En 1985 Jaime de Armiñán realizaba una película en la que un catedrático emérito de derecho romano, Leopoldo Contreras, interpretado por Fernando Fernán Gómez, con problemas económicos y un más que notable hastío por su cotidianidad, se ofrecía a un antiguo alumno, en ese momento abogado afamado y próspero, Gonzalo Bárcena, interpretado por Agustín González, como esclavo según las normas legales del antiguo sistema romano. Sería la solución a sus muchos problemas existenciales, algo además que beneficiaría a ambos, al primero porque vería así el final de su situación apesadumbrada y al segundo porque contaría con un hombre cultivado, con un conocimiento jurídico y clásico enorme, un buen preceptor y consejero para él y para su familia. El abogado, aun cuando admira y estima a su antiguo maestro, rechaza al principio esa propuesta, pero la insistencia del catedrático emérito y el deseo de ayudarle le lleva al final a aceptarla.

De este modo, aplicando las reglas sobre la esclavitud del derecho romano, Leopoldo Contreras renuncia a su libertad y se convierte en esclavo bajo el nombre de Stico, y así Gonzalo Bárcena pasa a tener la domenica potestas sobre él, un dominio pleno sobre su persona, su cuerpo y su vida, y todas las posesiones que pudiera tener el catedrático pasan también a su propiedad. Esta situación no sólo le crea una situación incómoda a él y a su familia, sino que le acaba produciendo verdaderos problemas cuando ese estado de cosas particular pasa a conocerse por la opinión pública. Pero no le resulta tan fácil cambiar tal situación, las normas de manumisión por las que se extinguen los vínculos entre amo y esclavos no son tan sencillas de aplicar.

Stico se estrena en un año importante para España: ese mismo año, en junio, el país firmaba, junto a Grecia y a Portugal, el tratado de adhesión a la Comunidad Económica Europea, la actual Unión Europea, que se formalizaría a los pocos meses, el 1 de enero de 1986. Ello conllevó no sólo que se afianzaran definitivamente los cambios políticos de la transición, en gran medida fue el final de tal periodo, sino que se iniciara también una profunda reforma de la economía y del mundo del trabajo. Era un proceso, se dijo, de modernización enorme, de adaptación a esa Europa próspera y democrática de la que España había estado durante mucho tiempo separada y para lo cual hubo que adaptar un sinfín de leyes. Entre ellas, las laborales, pero también muchas otras que tenían que ver con la cotidianidad de la población.

En aquellos años ochenta, por tanto, comienzan los primeros cambios legales que afectan a las relaciones laborales. No se debe de olvidar que España venía de una larga dictadura y de una relativa expansión económica, en la década de los sesenta, en la que el país deja atrás la penuria de la posguerra, gracias a una mejora económica generalizada y a las transferencias de la emigración española en Europa. Se desarrolló entonces una legislación laboral sin duda paternalista enmarcada en una visión empresarial que se pretendía armoniosa, decían, para patronos y trabajadores. La crisis de los setenta rompe en parte tal idílica visión, había leyes que amparaban a la clase trabajadora, sí, pero saltaba a la vista que no había tanta armonía entre las clases. La adaptación a Europa requería cambiar esa legislación laboral y comenzar una nueva fase de relaciones laborales, en un momento, además, en que se comenzaba a cuestionar el Estado de bienestar.

Es casualidad –o no–, pero en aquella década de los ochenta también se liberaliza el mercado de la vivienda.

Los noventa fueron también un momento de expansión económica que se adentró en el primer decenio del siglo XXI, por ello tal vez las sucesivas reformas laborales, siempre en clave de absoluta liberalización y desmontaje de todo el sistema de relaciones laborales existente hasta entonces, no contaron con mucha oposición ni sindical ni política. Dominaba el neoliberalismo. Se cuestionó la visión reformista de la gestión pública. La expansión no iba a tener freno. La construcción y el clásico turismo se volvieron las bases de la nueva economía española. Y quien osaba cuestionar tanta maravilla y tanto optimismo era de inmediato acusado de agorero, negador de lo evidente o, peor, nostálgico de ideales añejos pasados de moda.

Nadie vio que aquel milagro expansionista descansaba también sobre miles de trabajadores en precario creados por las sucesivas reformas laborales, porque la imagen que se impuso fue la del sueño de una clase media cuasi opulenta y sobre todo radiante de su paraíso adosado. Nadie vio que en aquel país con la mayor red de alta velocidad ferroviaria había zonas en las que el ferrocarril se demoraba –y se demora– horas para atravesar apenas doscientos kilómetros o en las que comenzaban a fallar los trenes de cercanía, cuando los había. O que los precios de la vivienda, comprada o alquilada, alcanzaba niveles imposibles.

Nadie lo vio entonces, hasta que estalló la gran crisis y saltó a la luz una situación dramática que perdura todavía, aun cuando la intenten ocultar bajo una sucesión de banderas patrióticas, de distintas patrias. Hay un hilo, un hilo que une aquel año de 1985 con el presente, un hilo con sucesivos nudos. Cierto: no todo lo que envuelve ese hilo es negativo. Pero cada nudo representa un empeoramiento, de eso no cabe ninguna duda. Ahora un político, tal vez sin pensárselo dos veces, lanza una idea, que las mujeres extranjeras sin residencia legal en España puedan retrasar su expulsión si donan a sus hijos e hijas a la adopción. Seguro que no se lo pensó dos veces al formular la propuesta de un nuevo nudo en ese hilo. Pero la propuesta me ha hecho recordar aquella película, Stico, en la que una persona renuncia a su libertad porque cree que de esclavo va a estar mejor.

No hay comentarios:

Publicar un comentario