viernes, 8 de marzo de 2019

Lo que importa a la gente


Creo que es la última muletilla de moda en el ámbito político que, me temo, se escuchará mucho durante las campañas electorales múltiples a la que nos enfrentamos (y que padecemos): lo que importa a la gente.

Hace un tiempo apenas se escuchaba, pero la bancada de Podemos la ha rescatado del baúl de las expresiones-tipo, acusando la distancia, a veces enorme, entre discurso político-institucional y preocupaciones de la calle, de la sociedad. Esa distancia existe, no digo que no, y de tal distancia se pueden desprender muchos análisis y conclusiones sobre el modelo político imperante.

Claro que puede ser una visión deformada de la realidad y no sea tan grande la distancia, sino que sea más bien un problema de discurso, de tratamiento. De lenguaje, en definitiva. En todo caso, mucho me temo que esa muletilla, lo que importa a la gente, peca en gran medida de un paternalismo extremo con el cual Podemos, y en general todas las organizaciones políticas, pues todas la han recogido, tratan a la población. Porque lo que están diciendo es que ellos están allí para tratar y solucionar en la medida de lo posible lo que importa a la gente, pero sin la gente, porque tal tratamiento es únicamente institucional (o institucionalizado). Uno esperaba de los partidos convencionales que tal fuera su actitud, hay problemas allí fuera que la institución debe solventar y solucionar, pues para eso son los representantes del pueblo, representan a la soberanía popular o nacional. Pero es Podemos quien la ha recuperado, lo que importa a la gente, olvidando que esta organización surgió al albur del 15M, del clamor del no nos representan y la pretensión de la nueva política.

Al margen del debate político, que al final interesa poco, reconozco que por cierta desgana (desafecto lo llaman), el que sea una muletilla marca hasta qué punto el lenguaje es indicativo de lo que se es en gran medida. Dime cómo hablas y te diré quién eres. Aunque no siempre es así, el lenguaje resulta forzado en ocasiones porque el hablante se oculta tras él. Al igual que con la ropa que se escoge cada día, uno quiere dar una imagen de sí mismo con el lenguaje. Claro que incluso así es posible entonces darse una idea de la persona que se es. Eso se refleja muchas veces, por ejemplo, en las novelas, al acudir a los diálogos que son siempre complicados porque no siempre se acierta con el estilo de los personajes, y entonces no resultan del todo verosímiles, aunque hay autores que consiguen diálogos realmente acertados, bien construidos. Ejemplo de ello, antiguos además, son La Celestina, de Fernando de Rojas, o El Lazarillo de Tormes, anónimo por voluntad de su autor, que reflejaron con el lenguaje una forma de ser y una mentalidad de época.

En este sentido, el concepto gente aparece con frecuencia en castellano, en el castellano de España, en expresiones del tipo muletilla. De más tiempo que el de lo que importa a la gente es Lo que pensará la gente, uno de los temas, por cierto, de El Lazarillo, pues el narrador y protagonista de la novela escribe el libro, que es una carta autobiográfica, por los muchos comentarios que lo envuelven. Lo que pensará la gente. Se lo dicen los padres a los hijos y a las hijas para que atenúen sus actos no por sí mismos, sino por la opinión ajena. Es el reflejo de una sociedad demasiado atenta a la imagen, a lo que pensarán de sí los demás y, en gran medida, para evitar las consecuencias represivas en una sociedad como la española, tan proclive a un poder terrenal obsesionado por imponer reglas homogéneas y bien fijas a sus habitantes. Está presente esa preocupación, lo que pensará la gente, en Nada, de Carmen Laforet. Es un temor social, pero también político y religioso. De ahí también que el autor de El Lazarillo, en una época en que lo político y lo religioso se daban más la mano que ahora, se ocultara tras el anonimato, que es también un lenguaje, en un momento en que la autoría ya era importante, sin duda no quería sufrir las consecuencias de un libro que apuntaba ciertos aspectos de la sociedad.

El lenguaje es al final, como casi todo, un campo de batalla. El problema es cuando nos quedamos en el lenguaje como el único ámbito para cambiar las cosas. Porque el lenguaje no cambia la realidad, sólo la refleja. Y por tanto reflejará una realidad distinta cuando las cosas cambien. En un día como hoy imposible no referirse al lenguaje inclusivo o no inclusivo que se ha vuelto central en el debate de la igualdad y la separación entre hombres y mujeres. Que el lenguaje es machista, salta a la vista, y también es importante visibilizar a través del lenguaje la presencia de las mujeres en muchos ámbitos, pero no es un problema de lenguaje –o sólo de lenguaje–, sino de modelo social en el que, por cierto, clama al cielo que persistan aspectos como la diferencia salarial, que me parece una barbaridad que exista aún. Por mucho que se diga portavoza o lideresa no va a cambiar las diferencias de salario o de acceso a ciertos puestos, sobre todo en ciertos ámbitos menos elitistas. Es de Perogrullo, pero no siempre parece claro. Por suerte, la mayoría del movimiento feminista lo tiene claro. No me parece que sea tanto así en las instituciones, allí donde tanto se debate sobre lo que importa a la gente.

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