miércoles, 24 de octubre de 2018

«Del color de la leche» o el arte de la sencillez


A veces nos complicamos la vida. O tal vez es la civilización la que nos la complica. Tal es, parece ser, la tesis de Yuval Noah Harari, que el salto del humano recolector a humano productor pudo aparentemente enriquecernos en cierto modo, pero nos complicó no poco la existencia. Lo confirma en cierto modo la Biblia, donde se aboga por una vida más sencilla y por no preocuparse tanto por los bienes o por el mañana, que todo está al final en la naturaleza. Pero la idea, al final, no cuaja y nos adaptamos a un sistema, quién sabe si por la imposibilidad de destruirlo, que lo invade todo y nos exige más consumo, más bienes, más dependencia. Y la vida no es eso, desde luego. Es más, la vida en este marco en absoluto incomparable del capitalismo neoliberal se nos escapa entre los dedos.

En 1999 David Lynch dirigió la película The Straight Story (Una historia verdadera) que narra el viaje de Alvin Straight, interpretado por Richard Farnsworth, un anciano norteamericano que recorre cientos de millas en tractor a lo largo de los Estados Unidos con el objetivo de reencontrarse con su hermano, a quien no ha visto en años, para reconciliarse con él antes de morir. Es un canto a la lentitud y a la calma, a poder parar y conversar con la gente sin pensar tanto en la utilidad o el beneficio de las cosas y los instantes, en definitiva, una defensa del tiempo concebido por Aion en vez del tiempo de Cronos.

Esta tendencia a complicarse la vida, además, lo afecta todo. Por ejemplo, a la expresión y a su herramienta, el lenguaje. Durante mucho tiempo ciertas capas sociales, entre ellas las castas de cualquier tipo, sacerdotales o legisladoras, incluida las culturales, se dotaban de un lenguaje complejo, especializado, distante al del común de los mortales. Había una intencionalidad evidente: separarse de la plebe, emplear una lengua cuasi mágica que separase a los seres humanos y dotara de una herramienta de poder simbólico a quienes manejaban, controlaban y dirigían la sociedad. Lo peor es que sigue todo igual, el lenguaje como muro de contención y de distancia.

Tal tendencia ha penetrado también en la literatura. A veces los juegos excesivos del lenguaje han ido en detrimento de lo narrativo o de la propia emoción. Aunque no por ello haya que desechar la idea de juego, a menudo propicio, pero en ocasiones abusivo.

Por eso a veces se agradece encontrar relatos donde la sencillez del lenguaje no significa simpleza, al contrario, se consigue una profundidad apabullante. Tal es el caso de la novela The Colour of Milk, de la escritora británica Nell Leyshon y traducida al castellano por Mariano Peyrou, Del color de la leche, y publicada por la editorial Sexto Piso. A todas luces es una novela que cuenta desde su publicación, en 2013, con varias reediciones, lo que indica a todas luces no poca aceptación. Sin duda, la relación entre sencillez del lenguaje y profundidad del relato tiene mucho que ver.

La protagonista y narradora es una muchacha de clase baja que pasa a trabajar como criada en la casa de un vicario de pueblo en la Inglaterra de la primera mitad del siglo XIX. Es pobre, no sabe leer cuando ocupa tal puesto, pero es clara al hablar. Aprenderá a escribir y narrará su propia historia con un estilo sencillo, directo, intenso. Sus frases son apenas pinceladas de vida, muy sencillas pero que dejan entrelíneas un sinfín de  sentimientos y emociones, de imágenes y de reflejos de la vida, incluso nos muestra bien a las claras las relaciones de poder que se establecen en la casa y en la comarca, reflejo sin duda de las relaciones sociales del momento.

Ni qué decir tiene que hay mucho trabajo para lograr ese estilo, no es algo que se consigue a la primera. Sin duda es obligado mucha lectura y experiencia para conseguir afinar con un estilo sencillo semejante intensidad narrativa y emocional. En cierta forma, aparece en la propia novela tal propósito, cuando la esposa del vicario, una mujer enferma, angustiada, le dice a Mary, la muchacha y criada, que «haces que todo parezca tan sencillo», a lo que la muchacha responde: «lo es», toda una declaración de intenciones. En un momento en que se imponen de nuevo verdaderos tochos literarios, que muchas veces responden a políticas editoriales que no escapan a la lógica económica, es de agradecer de vez en cuanto toparse con una novela como esta, que nos recuerda el porqué de la literatura.

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