En 1986, McDonald´s abrió
uno de sus establecimientos (¿restaurantes?) en la Plaza de España de Roma,
celebérrimo y acreditado rincón de donde surgen, brotan casi de la Fontana della Barcaccia, las escalinatas
que ascienden hacia la iglesia de la Trinità
dei Monti. Tal apertura inició una polémica con dos frentes: por un lado, la
repercusión de este tipo de locales, anodinos e insustanciales, de usar y
tirar, en las ciudades europeas, en sus rincones históricos y emblemáticos, una
antesala del debate actual sobre el turismo de masas, y, por el otro, el modelo
de vida que significaban los denominados locales de comida rápida en los
tiempos actuales, en esta posmodernidad en lo que todo se acelera, el tiempo
vuela y no tenemos tiempo para nada. Interesado más en este segundo aspecto,
Carlo Petrini, que escribía sobre gastronomía en varios medios de comunicación
italianos, fundó el movimiento Slow Food,
con una filosofía de fondo que rechazaba ese modelo de vida basado en las
prisas, la rapidez y el consumo inmediato, y que acabó saliendo del ámbito
gastronómico para convertirse en todo un movimiento más extenso, el movimiento slow.
De este modo, el tiempo
se convirtió en cuestión central en la reflexión sobre la vida, con
repercusiones en muchos ámbitos: político, social, filosófico, cultural, gastronómico
(ya señalado), familiar, laboral o de ocio, por citar algunos que lo agrupan
casi todo. El que aún hoy estemos hablando de la conciliación de la vida
laboral y familiar, o la del trabajo y ocio –en una sociedad donde el ocio se
ha convertido en un negocio, a veces inmenso, como lo del turismo-, indica que
el asunto no se ha resuelto todavía, puede que incluso haya empeorado. Nuestro
concepto de tiempo es lineal, una línea temporal troceada cada cierto espacio
que al mismo tiempo se subdividirá en parcelas y subparcelas casi por completo.
Es el tiempo de las horas y las agendas, el de los horarios y los calendarios.
Esta parcelación del
tiempo nos produce nos pocas tensiones, incluso un stress que ya es objeto de medicalización y tratamiento. El tiempo
angustia, no sólo por su falta, también porque somos conscientes de que se nos
acaba y un día moriremos. De hecho, en buena medida la muerte como final de la
vida (la vida material, de la otra vida y sus características poco se puede
decir) marca la existencia del tiempo: si no fuéramos conscientes de que vamos
a morir, no necesitaríamos, según este modelo de línea temporal, organizar
nuestro tiempo.
Para colmo, hemos perdido
esa noción de progreso que se impuso a finales del siglo XVIII y sobre todo a
partir del XIX que consideraba que la humanidad evolucionaba casi de un modo
natural hacia algo mejor, que la tecnología y la ciencia permitían una mejora
en la tierra, abriendo enormes posibilidades económicas, sociales y políticas.
Surgieron las utopías situadas en el futuro, no en el pasado –el paraíso
perdido- o en tiempos paralelos, en un porvenir por construir. El colapso de
tales utopías futuras, que crearon distopías y a veces verdaderos infiernos, la
crisis medioambiental o la saturación económica y la reaparición de doctrinas
excluyentes o de las ideologías autoritarias han diluido, si no disuelto por
completo, esa idea de que vamos irremediablemente a un mundo mejor.
El tiempo sigue siendo,
por tanto, un tema de reflexión, un elemento objetivable –los horarios, los
calendarios, las agendas, los relojes nos lo proyectan constantemente- pero
también es una percepción que produce una sensación, lo que nos lleva a
Galileo, con quien la humanidad aprendió que las percepciones no siempre son
tal cual las apreciamos, es la tierra la que gira alrededor del sol, contra lo
que parece. ¿Es posible, por tanto, que el tiempo sea distinto a cómo lo
percibimos?¿O acaso cabe establecer, ya que hablamos de percepciones, incluso
de formas de organizar la línea temporal, maneras diferentes de organizar ese
tiempo entre el nacimiento y la muerte?
La Grecia clásica, en
este sentido, concebía tres tipos de tiempo, cada una con su correspondiente personalización,
el tiempo de Cronos, el tiempo de Aión y el tiempo de Kairós. Los explica bien
la profesora Amanda Núñez. El primero, el de Cronos, es el tiempo de las horas,
es el espacio entre la vida y la muerte, el eterno nacer y perecer. Se cuartea
en presente, pasado y futuro, el antes y el después, y a partir de aquí caben
otras parcelaciones, pero estas tres están estrechamente vinculadas entre sí. En
él hay movimiento, trabajo, imperfección (por lo tanto, entiendo, sufrimiento y
ansiedad). Es un tiempo, como ocurre con el mito, que se come a sus hijos y
hemos de engañarlo, como hizo Rea para salvar a Zeus, aunque nosotros, pobres
mortales, apenas logramos despistarlo brevemente, nunca nos salvaremos al final
de la muerte. Por su parte, el de Aión es el tiempo pleno, el que permite una
vida sin tiempo; también es perfecto, tiene su fin en sí mismo, y de existir el
pasado y el futuro, existen con independencia del presente. Es el tiempo del
placer y del deseo, el de los libros y el arte. Se representa como un viejo o
como un joven, posee ambas edades. El de Kairós, por su parte, es el tiempo del
instante, la oportunidad que hemos de atrapar al vuelo, si no la perdemos para
siempre. Es bello, pero también caprichoso, por ello sostiene siempre la
balanza desequilibrada: si él nos sonríe, nos dará trocitos de gloria.
Aunque pueda parecer otra
cosa, la Historia (la historia con mayúscula) es cosa más de Kairós que de
Cronos. Al menos nuestra historia resulta de encadenar instantes tomados al
vuelo y que repercuten en la vida de los seres humanos. Son éstos quienes han
quedado sujetos al tiempo de Cronos, sobre todo tras la revolución industrial,
más en concreto tras la construcción del ferrocarril, que trajo consigo el
establecimiento de los horarios. A medida que la revolución industrial se
desarrolló y ha ido tomando nuevas formas ultratecnológicas, Cronos se ha hecho
más y más fuerte entre nosotros, salvo entre los artistas y sobre todo entre
los niños, que viven más en el tiempo de Aión.
En la novela Háblame del tercer hombre, de José
Carlos Llop, se cuenta la historia de un muchacho que vive con su familia -el
padre es militar, del bando ganador en la guerra civil- en el Pirineo, en la
frontera, en la periferia de un país que se ha quedado a su vez en la periferia
de la Historia. Vive en el tiempo de Aión, pero empieza a percibir el tiempo de
Cronos, con sus normativas y sus claves no siempre evidentes. Contempla la
realidad como si en los ojos tuviera una cámara de cine. Hay referencias, en el
propio título, incluso, a la película El
tercer hombre, con guion de Graham Greene, que la convirtió en novela al
años siguiente, y que cuenta una historia asfixiante en la Viena posbélica,
como la del muchacho, aunque sea en un espacio físico distinto. Los tres
tiempos se proyectan en las dos historias, se enredan convirtiendo a sus
personajes en seres que pasan de un tiempo a otro, lo que repercutirá en sus
impresiones de lo real. Es un momento de incertidumbre, los años que siguieron
a las respectivas guerras, a veces parece que diera la impresión de que la
tragedia es que los tiempos, cualquiera de los tres en los que en realidad
vivieran, se hubiera quedado detenido para siempre. Pero el tiempo siguió,
llegó hasta nuestra época, sin que sepamos con certeza a qué daemon corresponde este tiempo que nos ha tocado por suerte vivir.
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