No se pudo elegir mejor
el subtítulo de la exposición sobre el campo de concentración de Auschwitz, en
el Centro de Exposiciones Arte Canal de Madrid: No hace mucho. No muy lejos. Sólo han pasado setenta y tres años
desde que se derrotó el nazismo, ochenta y cinco años desde que el Partido
Nacionalsocialista llegó al poder. Ni siquiera un siglo. Poco a poco los
últimos supervivientes, las víctimas de ese campo, las de los otros campos de
concentración, las de la opresión e ignominia del nazismo, los testigos de toda
aquella situación van muriendo y esa memoria viva se convierte, según la
calificó Ellen Fine, en memoria ausente.
Memoria, pese a todo,
porque ese campo de Auschwitz, como cualquiera de los otros campos, no se pueden
olvidar, no se olvidan. Aunque tal vez se mantenga bien presente en nuestra
memoria no sólo por la cercanía en el tiempo, sino –impresiona mucho más-
porque ocurrió nada menos que en el corazón de Europa, en Alemania, en un país
en el que se hallaba una buena parte de la intelectualidad europea, la tierra
de filósofos que interpretaron la realidad y ayudaron en parte a transformarla.
Es la tierra también de una inmensa y rica literatura, la de escritores encomiables,
también de la música; escritores y músicos alemanes que establecieron en buena
medida el canon y los referentes de la cultura ya no sólo europea, también
mundial. Claro que por eso mismo nos parezca a veces imposible que pudiera
haber sucedido: fue demasiado terrible para asumirlo como parte de lo real,
aquí tan cerca, y que llevó a Imre Kertész a decir que «el campo de concentración sólo es imaginable como literatura, no como
realidad». Aquella barbarie dejó sin palabras al mundo entero, a los
propios alemanes, conscientes o no –aceptemos que pudo haber gente que se
mantuviera ajena a lo que ocurría, al margen de los hechos- de lo que estaba
pasando en el país, lo que llevó a Thomas Mann a preguntarse por el papel de
sus compatriotas a partir de ese momento.
Quizá sea inevitable
sentir una zozobra profunda porque ni siquiera la cultura pudo ser obstáculo
para la barbarie. Impresiona y causa no poco desasosiego que muchos de los
causantes de esa masacre en seres humanos –ya fuesen judíos o gitanos,
disidentes alemanes o prisioneros del Este europeo, republicanos españoles,
resistentes franceses o partisanos italianos- fueran personas cultas,
sensibles, incluso puede que atentas con sus familias y amigos. Mario Benedetti
escribió un cuento sobre un policía que torturaba durante el día a los
detenidos bajo la dictadura uruguaya y acariciaba a sus hijos por la noche. Se
trata de la misma banalidad del mal de la que hablaba Hannah Arendt que tiene
también su expresión en la pasividad de la gente buena, de la gente corriente,
de la que hablaba Martin Luther King.
La historia de la
humanidad es también en gran medida la historia de sus crímenes, de sus
masacres, de sus guerras, de sus holocaustos. También la de sus daños
colaterales, violencias desatadas del núcleo de los conflictos, de lo que
España fue un ejemplo durante su guerra civil. Desde luego, no dice mucho de la
humanidad el que intentemos abordar la historia de la civilización a partir de
esa capacidad de masacrarse unos a otros. Sobre todo si tenemos en cuenta que
después de 1945 se produjeron otros hechos brutales en África, en Asia –los
polpotianos jemeres rojos fueron tan sistemáticos como los nazis en el acto de
masacrar-, en América, pero también, de nuevo, en Europa, durante la guerra de
los Balcanes. Toda guerra es en gran medida un acto de barbarie, incluso aquellas
que se pretende justificar desde el orden legitimador de un sistema internacional
que se basa en finos equilibrios que no ocultan, empero, los intereses
económicos que hay siempre detrás de la guerra (incluso aquellas guerras que se
afrontan en nombre de Dios o de la libertad, la democracia o la justicia tienen
detrás el interés económico).
Y del mismo modo que la
cultura en Alemania no fue un medio de parar toda aquella locura de los campos
de concentración, del asesinato sistemático y masivo, tampoco parece que se
haya aprendido nada de todo aquello, por muy buenas intenciones que las
instituciones posteriores a la segunda guerra mundial hayan intentado
establecer y extender. Pese a todo, allí siguen las guerras, en Próximo Oriente
por ejemplo, muchas de ellas alentadas, financiadas y armadas por las
democracias occidentales. Del puerto de Santurce, en Vizcaya, salen barcos
cargados de armas, algunos de ellos hacia países que participan en conflicto,
como Arabia Saudí. El bombero Ignacio Ramos pudo documentarse más que de sobras
durante la gestación del expediente abierto por negarse a realizar las labores
preventivas requeridas en los puertos para los transportes con materiales
peligrosos. No es lo mismo, dirán algunos, no es comparable, dirán otros, puede
que no lo sea, pero el resultado, a todas luces, no es muy diferente, sobre todo
para las víctimas de los conflictos, en Auschwitz o en Yemen, o para el
silencio cómplice de quienes conviven con todo eso.
En la web de la
exposición – http://auschwitz.net – se cita a Primo Leví: «Ocurrió. En consecuencia, puede volver a ocurrir: esto es la esencia de
lo que tenemos que decir. Puede ocurrir, y puede ocurrir en cualquier lugar».
Después, cuando haya ocurrido de nuevo, tal vez nos quedemos sin palabras, otra
vez, tal vez sintamos esa misma dificultad que afectó al escritor Jean Améry
para afrontar Auschwitz, tal vez nos domine la misma sombra que se extendió por
Francia, apesadumbrada por una colaboración de la que durante mucho tiempo era
mejor no hablar mucho. Y puede incluso que, alguna vez, todo acabe siendo
olvido.
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