viernes, 6 de abril de 2018

Cecilio Olivero Muñoz y el proceloso mar


Tal vez lo más parecido a las añejas botellas que se lanzaban al proceloso mar con un mensaje en su interior sean los blogs, webs y otros artificios tecnológicos de hogaño que se lanzan a la red infinita para deambular y quizá alcanzar algún puerto, esto es, algún hipotético lector.

Aquellos manuscritos de las botellas con sus mensajes en busca de lector, como los mensajes de hoy, corren el peligro de que apenas los lea casi nadie. Claro que si acudimos a lo tradicional, a lo de toda la vida, los libros publicados en papel, es posible que los mensajes de cualquier autor contenidos en ellos pasen también desapercibido, tal es la enorme cantidad de lo que se publica, dicen que demasiado, además de que no hay suficiente tiempo en la vida de una persona para asumir una ínfima parte de lo que se escribe y se publica, en un formato u otro, teniendo en cuenta también que hay lecturas que poseen preferencia, la de los escritores consagrados, la de las excelentísimas autoras y la de los encomiables autores que dejan, todos ellos, una inefable huella. En definitiva, muchos de los nombres no tan consagrados ni tan conocidos que acompañan los títulos de cabecera se pueden dar por satisfechos si alcanzan un puñado de lectores en su caminar por entre las olas del proceloso mar de la vida.

En todo caso, buena parte de esos autores permiten por medio de la lectura una reescritura de lo que previamente se ha escrito. Digo buena parte porque, con tanto material escrito, hay que tener mucho espíritu crítico porque no todo lo que se publica y se envía de un modo u otro alcanza siempre una mínima calidad: hay que saber seleccionar. Mejor dicho, hay que saber leer.

Respecto a los mensajes de las botellas, de los artificios tecnológicos o de los libros, los hay de todos los tipos: de ayuda, de intercambio, de aprendizaje, de reflexión, de amistad, de erudición, de muestra, de picoteo, de exhibición (no confundir con los autores exhibicionistas, a muchos de los cuales les vence un ego inabordable). Hay que tener en cuenta también otras actividades, como la música, la pintura, la escultura, en las que es muy importante, básico, la necesidad de comunicar.

Porque ni qué decir tiene que detrás de toda escritura hay una necesidad de comunicar. A la tonta pregunta a un escritor de por qué escribe habría que responder siempre que para contar cosas, para comunicar, en última instancia para que se le lea, es obvio, y a veces incluso, como dicen que respondió una vez Gabriel García Márquez, para que a uno se le quiera, que es la mejor forma de que se le reconozca, lo cual no es fácil de lograr, no siempre por culpa de los demás, hay que reconocer. Necesidad de comunicar, al fin, porque «se morirá tu tercer perro y seguirás en habitaciones huecas, donde solamente se amontona el eco partido de tu vacío», que es lo que tal vez respondería, espero que no se moleste por la apropiación de sus propias palabras, Cecilio Olivero Muñoz.

 ¿Y quién es Cecilio Olivero Muñoz?

A buenas y primeras podría decir que un tipo curioso, singular, excéntrico, encantador, a veces un tanto tiquismiquis con altas dosis de refunfuñón, muchas veces cascarrabias, pero siempre curioso, atento, bien humorado, crítico y burlón.  

No sé si es bueno hablar de un poeta a buenas y primeras comenzando por las características personales. Los poetas son gentes que con frecuencia, tal vez por sensibilidad o por inseguridad, puede que por exagerada susceptibilidad, lo entienden todo a partir del entrelineado y, claro, cabe que se molesten porque si empiezas por sus rasgos personales es porque, piensan, estás dejando en segundo lugar su obra y eso es porque la cuestionas, y no es así, al menos no lo es siempre. Bueno, tal vez se trate de un prejuicio que yo tengo sobre los poetas (no contra los poetas). Sea lo que fuere, una vez le envié un relato en el que me metía con ellos, con los poetas, no recuerdo los detalles del mismo, y me llamó por teléfono para pedirme explicaciones y acusarme de insensato (o algo parecido).

Cecilio Olivero es poeta, aunque no deberíamos utilizar el verbo ser para definirnos por lo que hacemos y mucho menos por nuestras maneras de ganarnos la vida, que son las más de las veces circunstanciales. Se dedica a escribir, a colmar su necesidad de comunicar, a contarle a los demás cosas de sí mismo y del mundo en que vive y le rodea, y de paso a hacer curiosos collages que ha expuesto en más de una ocasión.

Es posible conocerle a él y lo que hace en su web: https://capplannetta.com/

Yo tuve la oportunidad de frecuentarle en dos ocasiones. La primera en la casa barcelonesa de Manuel Molina, poeta, editor, tertuliano a la vieja usanza, de las tertulias de verdad, las de los salones y los cafés, copa y puro en ocasiones, nada que ver con la batahola de las pretendidas tertulias televisivas y radiofónicas. Manuel Molina es uno de esos personajes al que me hubiese encantado conocer más y lamento no haberlo conseguido. Como Cecilio Olivero, era un burlón cuasi profesional, si hubiese un oficio de burlón. Producto de aquellas reuniones, caóticas, a veces pretensiosas, salía una revista, Catarsis, que duró un tiempo y murió quizá por sus excesos. Aunque el motivo formal de desaparecer fue una repentina enfermedad que mantuvo a Manuel Molina apartado mucho tiempo y conllevó también el final de aquellas reuniones de los jueves por la tarde.

Tiempo después me llamó Cecilio Olivero y nos encontramos de nuevo. Volvimos a vernos y a hablar de libros y de la vida. Se había comprado un piso en una pedanía de Sabadell, Torre Romeu, un lugar maravilloso surgido de la marginación de los años cincuenta, destino de emigrantes y muy activa en los setenta, hasta que el sistema pegó un profundo zarpazo que nos trajo a esta amorfa normalidad de hoy. En todo caso, estando como estamos en tiempos de proclamas republicanas, no estaría mal que Torre Romeu se proclamara ella misma República. De hecho, se lo propuse a Cecilio en aquel momento, en un arranque de confusión entre lo fantasioso y lo real, algo muy propio de esta época actual, por cierto. De tal confusión de lo fantasioso con lo real, surgió Nevando en la Guinea, un proyecto que duró un tiempo y se acabó entre malentendidos, crisis personales y, después, cambios de aire y nuevos proyectos.

Atraído por lo tecnológico y la red, en esta segunda etapa de nuestra amistad se desarrolló mucho más esta faceta suya de ilustrador, esos collages que tienen mucho de modernismo, de surrealismo y una pizca de hippismo new age, pero que es además un juego, un juego cordial y efusivo, porque el arte ha de tener también mucho de juego para ganar en sinceridad.

Que no se entienda que hago gala de una repentina nostalgia del tiempo que pasó. El pasado lo es por eso mismo, porque ya pasó, y hay que estar para bien o para mal en el presente y recordar, sí, pero asumir que uno vive en el tiempo en que está. En todo caso, he vuelto a estar en contacto con Cecilio estos días y los recuerdos son, al fin, inevitables.

Lo que de verdad vale la pena, en todo caso, es darse una vuelta por sus mensajes que un día se puso a lanzar en botellas al mar y los sigue lanzando. Ojeándola, me doy cuenta de que Cecilio ha ganado en sentido del humor: se burla de sí mismo, se ríe incluso con lo que es. Puede incluso que se ría de su propia poesía, que es su sombra, aunque viniendo de un poeta…


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