lunes, 26 de marzo de 2018

«Asier eta biok»


El 20 de octubre de 2011 la organización ETA anunciaba el cese definitivo de su actividad y un proceso de disolución que, casi siete años después, parece presto a acabar pronto. Quien recorra hoy las calles de la Comunidad Autónoma Vasca, de Navarra o incluso del País Vasco francés o norte, o cómo quieran llamarlo, sin conocer la historia reciente del lugar sin duda no llegaría a deducir que hasta una época tan cercana hubiera habido un conflicto. Ni atentados, ni Kale borroka, ni tensión flagrante, más bien al contrario: una enorme tranquilidad puebla los rincones del lugar.

Un observador más tenaz podría percatarse, no obstante, de que aún quedan flecos de aquella época. La cuestión de los presos, por ejemplo, esto es, la de los militantes de la organización todavía en prisión con condenas muy altas (también sus acciones fueron mortales en muchos casos, la mayoría de ellas) y bastantes de ellos alejados de sus provincias de origen, los homenajes que a veces se realizan cuando alguno, su condena cumplida, sale de prisión y regresa a sus poblaciones de residencia y que hieren a quienes padecieron sus atentados, los rifirrafes político-institucionales con velados reproches por silencios o testimonios parciales, el cuestionamiento  más que ético de ciertas actitudes oficiales, con mucho de paralelo, todo ello produce un runrún que persiste aún hoy, más en poblaciones pequeñas donde la división de antaño sin duda no se ha diluido del todo.

Porque la existencia de un conflicto, más cuando se mata y se muere, produce divisiones, no pocas rupturas y con frecuencia dos grandes bloques donde muchas veces no se permiten tonalidades entre los grises, y quienes las distinguen e intentan moverse entre ambos bloques suelen recibir con más ahínco los varapalos y las acusaciones más cruentas. Hay que estar con los unos o con los otros, no se admiten las mediastintas ni establecer peros posibles, aunque los haya, y muchos. Es difícil introducir, además, racionalidad en los debates cuando la tensión está a flor de piel y muchas veces se habla más de venganzas que de establecer justicia. Pasa también en otros ámbitos donde interviene el código penal.

Por eso es tan importante que se produzcan ámbitos de confluencia, zonas de intercambio de opiniones, como llevó a cabo en su momento ciertas organizaciones sociales que intentaron dejar claro que la táctica de los dos frentes siempre enfrentados no solucionaba nada y que era necesario, desde el más absoluto rechazo a la violencia, escuchar las diversas voces, que se diría hoy, de un conflicto que desbordó los cauces políticos habituales.

Ni que decir tiene que desde el arte se lanzaron propuestas en este sentido. Desde el arte, con frecuencia, en todos los conflictos, es posible romper estereotipos, prejuicios y formulaciones fijas. A veces es mucho más real la mirada desde la ficción o desde ciertas prácticas narrativas que la de los discursos políticos y la teoría académica.

El mismo año en que ETA anunciaba el «cese definitivo de la actividad armada» el actor Aitor Merino se lanzaba a la realización de un estrambótico y fenomenal documental cuya razón de ser era explicar a sus amigos de Madrid que su gran amigo de la infancia, juventud y madurez se pasó ocho años de prisión en Francia por pertenencia a banda armada, o sea, en la ETA. El contemplar un conflicto desde fuera, en lo que concierne a sus amigos de la capital, aunque sea a una distancia mínima como la que separa el Madrid de residencia de la Pamplona de nacimiento de Aitor Merino, puede producir que el conflicto se vea, si no con facilidad, sí al menos con más simple parcialidad, el ellos y el nosotros parece más sencillo de establecer, más fácil para quien observa, y que haya tonalidades resulta extraño.

El resultado de ese esfuerzo del actor fue el documental Asier eta biok («Asier y yo»), que presentó en 2013. Hacemos un recorrido de ese pasado de Asier Aranguren y Aitor Merino, los años juntos en la escuela, la separación física pero no emocional, el antimilitarismo, la militancia de Asier en movimientos sociales, el encontronazo con la realidad no fácil y, finalmente, su huida a Francia y su detención por la causa referida. Cuando Asier Aranguren acaba su condena cerca de París es el momento en que Aitor Merino decide llevar a cabo su reportaje. Quiere mostrar cómo, aun cuando no se compartan según qué cosas, no se acaba de decir, al principio, el qué, la amistad está allí, estableciendo puentes sin ser muy consciente de ello. Quiere trasladar la imagen que él tiene de su amigo Asier a sus amigos de Madrid, que siguen sin comprender los fundamentos de tal amistad en esas circunstancias.

Sin embargo, su inicial presentación, os voy a mostrar a mi amigo tal como lo recuerdo, se transforma poco a poco en una reflexión que Aitor Merino intercala con su relato, reflexión fruto de la sorpresa al descubrir otros aspectos con los que no contaba, por ejemplo un discurso ortodoxo el día del recibimiento y homenaje a Asier. Aitor se da de morros con un conflicto y una relación que tiene poco de buenrollismo y mucho de enfrentamiento cruento. Sale de cierta zona cómoda en la que sacar conclusiones, sean las que fueren, resulta fácil. Descubre que el sacrificio personal del activista, que todos hemos idealizado en muchos  momentos, requiere el sacrificio de alguien más, que no siempre está dispuesto a sacrificarse y mucho menos a que lo sacrifiquen por las grandes causas. Percibe que lo que cuenta va más allá de lo que esperaba, de sus expectativas e incluso, puede ser, de su propia visión del conflicto y de la amistad.

Pero no le pasa sólo a él: impresionante es la conversación entre la madre y el hijo durante la cena de Nochevieja, además de demostrar que cuando uno no está en el interior del conflicto el ellos y el nosotros está más diluido, más de lo que muchos desearían. Los tonos del gris sí que existen, son múltiples y variados, y sólo quienes están fuera o en los límites del conflicto no lo ven.


No hay comentarios:

Publicar un comentario