domingo, 17 de diciembre de 2017

De las generaciones y sus miradas

En 1997 el escritor Ray Loriga realizaba su primera película, La pistola de mi hermano, emitida hace poco por TVE y basada en su novela Caídos del cielo. En aquel momento, la crítica cinematográfica recibió la película con cierta frialdad, cuando no con poco rechazo. Sin embargo, a pesar de tales opiniones y quizá por el tiempo transcurrido, veinte años nada menos, tiempo que contribuye a que la sensibilidad se modifique o las claves de percepción sean diferentes, la película resulta hoy interesante, engancha la historia y los diálogos son atractivos e intensos.

Un chico, no llegamos a saber su nombre, interpretado por Daniel González, introvertido, poco hablador y con una estrecha relación con su hermano, interpretado por Andrés Gertrudix, obtiene una pistola que recibe, según él mismo cuenta, de un modo cuasi mítico, y mata a un guardia de seguridad en un supermercado. Comienza así una persecución tras robar un coche con la hija del propietario dentro, personaje rebelde y también problemático, interpretado por Nico Bidasolo, con quien inicia una relación.

En los diálogos entre los dos personajes centrales, el chico y la chica, así como entre el inspector, interpretado por Karra Elejalde, encargado de la investigación y persecución de aquel, y el hermano y la madre, interpretada por Anna Galiena, hay constantes alusiones al miedo, a la desolación y a la falta de objetivos en la vida. Tal vez por ello se haya hecho una lectura generacional de la película. No hay que olvidar que se encuadra la cinta en los años noventa, una década que fue muy dada a hablar de una generación de jóvenes a todas luces perdida en unos años sin muchas ilusiones, en la que las utopías parecían haberse ya diluido por completo, ganaba el individualismo más brutal, producto del neoliberalismo feroz que se iniciaba entonces y que produjo miles de víctimas sociales en forma de marginados de todo tipo, marginado reales y simbólicos.

Sin embargo, esa generación de jóvenes -y no tan jóvenes, aunque estamos ya en una sociedad que ha asumido a su vez otra división, la de la edad- desdibujada y sin horizontes no pertenece sólo a los años noventa, también existió, se nos dice, en la década de los cincuenta e inicios de los sesenta, con James Dean, convertido en ícono de esa desilusión y angustia juvenil y de época, como emblema de un momento en que tampoco parece que hubiera grandes horizontes. Es el Jim Stark de Rebeldes sin causa, donde tampoco se disponen de perspectivas ni individuales ni colectivas. Son los personajes de Historias del Kronen, película de Montxo Armendáriz de 1995, basada en la novela de José Ángel Mañas, pero que hubiera podido escribirse y filmarse en los cincuenta.

Cabe, sí, una lectura generacional, aunque esto de las generaciones tiene demasiado de análisis académico y academicista de la realidad, es un modo de estructurar lo real, aunque luego tengamos que desasirnos de tal mirada. Lo debiéramos al menos, aunque sin duda lo académico con sus estructuras hayan acabado dominando la percepción y nos cueste mirar la realidad sin las compuertas creadas por los analistas. No hay que olvidar, por ejemplo, que en la edad de plata de la cultura española, nombre con el que asignó José Carlos Mainer al periodo que parte de finales del siglo XIX hasta el inicio de la guerra civil, convivieron varias generaciones literarias en un mismo espacio y durante un mismo tiempo, sin que los autores de cada una de ellas se encerrara en sí mismas y dejaran de relacionarse con la cultura en general y con la sociedad en entera libertad y plenitud. Sirve la catalogación en generaciones para el estudio, en efecto, pero se corre el peligro de que las gradaciones acaben dominando la lectura y el entendimiento.

Por eso tal vez atribuir personajes sin ilusiones o desolados, sin objetivos vitales, sin horizontes, a los noventa o a los cincuenta sea un error. Es cierto que la década de los sesenta dio lugar a una época de utopía, rebelde en lo político, en lo social y, sobre todo, en las costumbres, pero que desembocó en la decepción de los setenta, una generación, aceptemos el término de forma provisional, cercana a la de los años veinte y treinta, que vivirá la decepción a finales de esta última década, pero principalmente en los cuarenta, cuando sea patente la brutalidad humana. Parece que la segunda década de nuestro siglo se haya volcado de nuevo por la utopía, por las protestas ante unas realidades insoportables, aunque también hay la sensación de que la decepción ha llegado antes de lo esperado.

Da un poco la impresión de que se trate de un mero baile: a una generación utópica y rebelde le sigue otra desolada y con un miedo paralizante, en un mecanismo dialéctico que se cernirá a lo largo de la historia. No obstante, no deja de ser una lectura demasiado restringida y, a la larga, quién sabe si dañina. El análisis acaba asfixiando lo analizado, por ello quizá los vientos de aire puro de principio de nuestra década se hayan podrido tan pronto.


Por ello haya que esforzarse por escapar a una lectura generacional de las cosas. El choque con la realidad de los personajes de La pistola de mi hermano se da en cualquier momento, en cualquier época, en cualquier generación. Del mismo modo que la exaltación de la juventud se da de un modo artificial a partir de los años cuarenta, creando una subcultura que se potencia para dividir más la vida. La réplica del chico en La pistola de mi hermano sea tal vez el inspector de policía, un personaje que asume su propia desolación y su falta de objetivos con mucho cinismo, atributo tal vez de su experiencia y edad, pero que no está muy lejos de la de su contrincante. Explica en todo caso la diferente actitud o la facilidad de su decisión al final de la película, mucho más rápida que la del muchacho, que carece a todas luces de la malevolencia que da la vida. 

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