Los aficionados a los símbolos,
metáforas, símiles y demás imágenes alegóricas no pueden evitar dar a los
hechos del mundo un significado referencial. Debe de haber una mentalidad
cabalística en tal actitud, una idea que se pretende trascendente en el modo de
aproximarse y contemplar la realidad, con la cual intentamos alejarnos de la
frialdad con que la ciencia y la tecnología explican hoy las cosas, pero
también las ciencias sociales. Es además un modo de observar que se ha trasladado
también a otros ámbitos; por ejemplo, a la historia de la literatura, muchas
veces convertida en mero retablo de años, generaciones, siglos, datos
estadísticos que al final nada indican, más allá de una mera ordenación de
datos que puede sernos útil para estudiar historia de la literatura, pero no
para entender la literatura.
Porque los hechos, así
como los relatos con que recreamos la realidad, también significan cosas o al
menos aleccionan en lo que uno es, de un modo individual o colectivo, al margen
de las estructuras académicas, pero sobre todo de los espacios temporales al
uso. Nos definen cuando nos acercamos a ellos, a cada uno de los hechos en sí
mismos, al margen de épocas y tiempos, o cuando los intentamos entender o
participamos en ellos de un modo u otro. Lo cual nos lleva a considerar que los
hechos van más allá de los límites que nos marca ese sistema procedimental con
que nos acercamos a la realidad porque repercute en nuestro modo de estar en el
mundo. De este modo, por ejemplo, los siglos entendidos como unidades de cien
años no indican nada más allá de una mera referencia temporal con que calculamos
el tiempo exterior, pero que no siempre coincide con el tiempo real, interno, y
a la larga con lo que somos.
Así, el siglo XX, en su
dinámica de significados y trascendencias varias, no empieza en 1901 y culmina
el año 2000, es mucho más corto, porque sin duda el siglo XIX se alarga unos
años más, se adentra casi tres lustros en esa referencia temporal que llamamos
siglo XX, tres lustros de crisis profunda que desembocan en la primera guerra
mundial, pero sobre todo en la Revolución Soviética que será la espina dorsal
del siglo XX. Por esto, este siglo terminará con la caída del muro de Berlín,
poco más de diez años antes de que termine formalmente el siglo.
A todas luces, la caída
de ese muro supuso un símbolo tremendo, repentino, primordial y que inició una
nueva etapa, la entrada en el siglo XXI. Pudo parecer por un momento, engañosa
sensación, que daba al traste con las fronteras y los bloques monolíticos, que
volvíamos a esa Europa rememorada por Stefan Zweig en la que cualquier persona
podía viajar sin necesidad siquiera de un pasaporte, algo que se truncó con
aquella primera gran guerra (gran por
sus dimensiones, no por la grandeza que nunca tendrá la guerra). La Europa del
siglo XX será legalista, reglamentaria, severa con la libertad de movimiento
entendida como un derecho, algo que nunca se entendió como tal. Incluso hoy no
parece reconocerse, al menos de un modo universal.
Claro que no se impidió
que millones de personas, movidas por la necesidad económica, se trasladaran
durante el siglo XX a América -irlandeses, españoles, portugueses, italianos,
nórdicos, polacos, griegos- como mano de obra y muchas veces como seres que
escapaban, literal, del hambre. O que se iniciará otro movimiento tremendo, el
de los refugiados, millones de seres humanos que escapaban por razones
ideológicas. Los hubo en Rusia, reconvertida en la URSS, asilados por no ser
comunistas o por serlo de un modo poco acorde con el poder soviético. Los hubo
en Alemania, personas que escapaban a la locura nazi. Los hubo en España tras
su guerra, durante la dictadura.
La caída del Muro de
Berlín produjo no pocas esperanzas de un mundo nuevo, pero sólo duró un decenio
ese estado de gracia: el atentado de Nueva York, junto a otras acciones cruentas,
terminó con las ilusiones de ese mundo nuevo, más pacífico, sin antagonismos,
más preocupado por la justicia mundial y el reparto de la riqueza entre los
pueblos.
Parece, por todo lo que
se ha acumulado en estos años, que ha pasado mucho tiempo desde entonces, queda
muy lejos la noche del 9 al 10 de noviembre de 1989 en la que Berlín se desbordaba
por la celebración de ese muro derribado. Hubo quien mostró sus dudas acerca de
lo que iba a pasar a partir de entonces. Günter Grass las expresó abiertamente,
creó una luenga polémica que narró en Ese
cuento largo. Es evidente en todo caso que fue un hecho trascendental que
incidió en la literatura, sobre todo alemana. El escritor vasco Fernando
Aramburu, residente en Alemania, escribió sobre las perspectivas que brindó la
caída del muro para los escritores de la Alemania del Este que iban a poder
escribir y publicar sin las limitaciones del autoritarismo político del
estalinismo.
En España han aparecido
dos novelas en los últimos años que tienen la caída del muro como epicentro de
sus relatos. Hace unos meses aparecía La hija
del comunista, de Aroa Moreno Durán, que nos cuenta la vida de una alemana
oriental de origen español que decide, como tantos otros ciudadanos de la
República Democrática, escapar de la atmósfera opresiva de Berlín Oriental. Es un relato intimista, poético, sensible en
muchos momentos, donde hay una rememoración de lo vivido a veces con no poco
escepticismo.
Jesús Ferrero, por su
parte, publica en 2015 Nieve y Neón
donde asistimos al presagio de una realidad que no tiene nada que ver, sin
duda, con las esperanzas creadas de un mundo nuevo y mejor que muchos tuvieron
en ese instante. El autor escribe sobre la violencia, en ese momento
subterránea, que se desató durante y tras la caída del mundo, las perspectivas
de una nueva economía vinculadas a mafias, a negocios turbios, a relaciones de dominio
no siempre normativizadas, aunque con frecuencia vinculadas a los aparatos del
Estado.
Sin duda el tiempo nos otorga
una perspectiva que permite darles significados a los hechos. Conocer los acontecimientos
y pensar a posteriori son las cartas
marcadas del tahúr que puede permitirse una mejor aproximación a lo que ha
pasado en el mundo. La caída del muro de Berlín fue per se, a todas luces, un avance, un acto emancipatorio para
millones de personas. Bastaría tal vez con eso, justificaría celebrarlo. Sin
embargo, no parece realmente que el muro haya desaparecido en sí mismo. No sólo
el muro físico: han surgido otros muros que impiden el paso de seres humanos, incluso
a poca distancia de donde esto se escribe, hace unos días, se levantó uno,
frente al puerto de Bilbao, para no permitir el acceso a personas que pretenden
ir a Gran Bretaña. Tampoco los muros mentales: Europa ahora mismo es una
fortaleza en la que surgen, para colmo, diversos nacionalismos separadores,
supremacismos perversos y afrentosos.
El muro de Berlín, quizá,
nunca haya desaparecido de verdad. Permanece entre brumas normativas y
sensación de libertad.
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