domingo, 17 de septiembre de 2017

Lenin en el Cabaret Voltaire

La callejuela Spiegelgasse se hallaba en el casco viejo de Zurich, hoy por completo reformado. A principios de siglo era un barrio paupérrimo, inseguro, sedicioso y perturbador, a la que llegaron numerosos exiliados de toda Europa y por ello pronto se convirtió en un centro de conspiraciones y tramas insurgentes, lo que motivó que la policía y el espionaje de muchos países dirigieran sus agentes a esa zona.

En esa callejuela, en el número 14, vivió Vladimir Illich Uliánov, conocido ya con el sobrenombre de Lenin. De hecho, es con este pseudónimo como pasó a la historia. No estuvo en Zurich mucho tiempo, en apenas unos meses la situación en Rusia cambiaría de un modo drástico y estallaría la ansiada revolución, por lo que Lenin volvería a su país para ponerse al servicio de ese movimiento, pero estuvo en Suiza el tiempo suficiente como para documentarse y escribir un primer manuscrito de El imperialismo, fase superior del capitalismo, una de las obras fundamentales de su concepción marxista de la realidad política y económica.

Con él vivía Nadeshda Krupskaya, su esposa, figura también fundamental en la historia del Estado Soviético, al cimentar el sistema educativo de la Unión Soviética y contribuir a la formación de la red de bibliotecas del país.

Estamos en la época en la que muchos hombres y mujeres se dedicaron con vehemencia a la revolución. Se les puede calificar en cierto modo como revolucionarios profesionales y surgen como tal a lo largo del siglo XIX, cuando se consolidan las organizaciones de clase, tanto sindicatos como partidos, pero también otro tipo de asociaciones no menos importantes, y que necesitan de personas que dediquen a la labor de transformar la sociedad todos sus esfuerzos. Pero su momento cumbre será la primera mitad del siglo XX, sobre todo durante los años de la revolución soviética y los años posteriores, cuando se quiso extender la misma a toda Europa.

La vehemencia de sus vidas y la dedicación casi plena a la revolución creó una imagen romántica del revolucionario profesional, aunque al mismo tiempo se desarrolló su sombra, una imagen fría, la de hombres y mujeres obsesivos, sólo centrados en el quehacer de la revolución, desdeñosos con cualquier cosa que pudiera entorpecer su labor. No pocos de los hijos e hijas de aquellos revolucionarios profesionales han desdeñado en su edad adulta la labor política y se han referido en alguna ocasión a la frialdad en su niñez o a la sensación de abandono provocados por la ausencia de sus padres y madres. Porque a veces eran los dos quienes estaban dedicados en cuerpo y alma a transformar las relaciones sociales.

Sin embargo, aun teniendo una base real ese sentimiento, no es del todo exacto la imagen fría del revolucionario profesional. O no es el único aspecto a resaltar de su personalidad, al fin y al cabo todos somos poliédricos en nuestra forma de ser y estar en el mundo. Muchos de esos revolucionarios profesionales eran al mismo tiempo personas sensibles, cultas, incluso atentas, aunque esa vehemencia referida antes desdibuja en gran medida lo que apreciamos de sus personalidades.

En este sentido, durante esos meses en Zurich podemos conocer una faceta del revolucionario ruso del todo diferente al estereotipo creado. Junto a su casa, apenas una habitación cuasi insalubre, se ha abierto el Cabaret Voltaire, un tugurio frecuentado por artistas, bohemios, asilados, poetas, comediantes, bailarines, revolucionarios, autores o espectadores ávidos de nuevas sensaciones. No es necesario ser un artista reconocido o académico, cualquiera puede acudir y participar en las soirées. El mismo Lenin toca melodías tradicionales rusas y declama fragmentos, algunos humorísticos, de Chéjov, mientras que Nadeshda Krupskaya hace lo propio con Turguéniev o con el poeta Nekrásov.

Quien entrase cualquier noche en el Cabaret Voltaire debía de estar impregnado de ese espíritu novedoso, caótico, un tanto nihilista y que exalta la locura como acto de rebeldía. De lo contrario, no sólo no entendería el sinsentido al que asiste, sino que tendría que salir escandalizado y de inmediato de aquel lugar en el que se declama sin orden ni concierto, incluso se entonan meras sílabas sin componer significado alguno, se unen por mera entonación caprichosa. Tristan Tzara llevará al Cabaret Voltaire sus espectáculos callejeros de Paris, repletos de absurdo y contradicciones. La bailarina Mary Wigman da a conocer allí su coreografía sin música, baila y evoca sensuales danzas orientales. Hugo Ball proclama el antiarte como nueva expresión artística del siglo.

El Cabaret Voltaire es fruto de la subversión dadaísta. Surge con fuerza en 1916, en plena guerra europea, por lo que encuentra refugio y se desarrolla en la neutral Suiza o en España, que también proclama su neutralidad en aquel conflicto, lo que no es óbice para que su burguesía, sobre todo la catalana, haga pingües negocios con la guerra. El dadaísmo se opone radicalmente a la guerra y ataca con fervor a los gobiernos que la patrocinan. Imposible no olvidar que esa oposición a la guerra por servir a los intereses de las burguesías nacionales tendría que haber sido la actitud de la IIª Internacional. Pero sus secciones se dejan llevar por los cantos de sirena del patrioterismo.

El objetivo del dadaísmo es la subversión de la realidad, buscan para ello «la abolición de la lógica y del futuro». El lenguaje deviene de este modo un campo de batalla y es imprescindible establecer las bases para una creatividad revolucionaria. No es posible que el lenguaje sólo sirva para transmitir y mantener un orden que en realidad no es orden, sino su contrario. Hay que provocar y transgredir, hay que romper los esquemas de una cultura y un arte que han devenido un mero decorado, un entretenimiento para burgueses que acuden a los salones para divertirse, simulando un barniz de cultura adecuada a sus intereses, y se sienten confiados y alegres en aquella belle epoque que, pese a su fe en el progreso, culmina en la gran guerra.  

Los bien pensantes se escandalizan con las expresiones dadaístas que encuentran insultantes, obscenas, impúdicas y ofensivas. Los bien pensantes defienden lo académico y los museos, el arte ordenado y quieto, se escandalizan también porque los dadaístas ataquen esos pretendidos monumentos de la cultura. Lo escandaloso de verdad, sin embargo, es que no les afecte los miles de muertos que produce la guerra, ese millón de cadáveres que a finales del verano de 1916 quedan sobre el campo de batalla de Somme. Pero para los burgueses la guerra y la muerte son necesarias, un mal necesario en todo caso, para la prosperidad de sus patrias. Creen con firmeza en una moral construida sobre los cimientos del próspero negocio y que deben defender con uñas y dientes frente a lo que consideran mero caos, y el caos será todo aquello que no produzca beneficios y sobre todo cualquier expresión que enturbie su frágil conciencia. Frente a ese mundo levantado sobre el honor del dinero defendido por burgueses y bien pensantes, los dadaístas les lanzarán el reproche del mal olor que produce el orden burgués.

Habituados a su dialéctica parlamentaria, los defensores del orden exigirán a los dadaístas, pero también a todos los que rechazan su sistema, que expliquen bien a las claras lo que defienden, su modelo. Porque fuera de su lógica están convencido de que no hay nada. Porque borrachos como están del ideal de progreso, consideran que el futuro es un objeto, tan valioso como los objetos que salen de su fábrica. Nihilistas como son, los dadaístas rechazan entrar en ese juego. DADÁ no significa nada, afirmarán.

     Dadá es como vuestras esperanzas: nada.
     como vuestros paraísos: nada,
     como vuestros ídolos: nada,
     como vuestros ídolos políticos: nada
     como vuestros artistas: nada
     como vuestras religiones: nada

Sobre la nada -o sobre las ruinas del viejo mundo- será posible construir algo nuevo: puede que algunos, superando el fatalismo, lo consideraran así. Al menos eso es lo que parece pensar Lenin mientras juega al ajedrez con Tristan Tzara. La realidad, empero, ha sido poco propicia a dar la razón a los optimistas.

El Cabaret Voltaire cerró sus puertas, pero el local y el edificio en el que se hallaba se mantuvieron en pie, aunque en mal estado. A principios de siglo un plan de reformas en el casco viejo de Zurich, zona marginal y de squaters, proyectaba derribar el edificio y construir nuevas viviendas para la clase media alta. Un movimiento neosurrealista ocupó el local en señal de protesta y a favor de mantener el mítico local. Lo consiguieron, pero convertido en un museo del dadaísmo, como sala de exposiciones, tienda y cafetería añadida.

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