El pasado 24 de mayo se
realizó en el puerto de Santurce un acto de homenaje y recuerdo de aquellos niños de la guerra que ochenta años atrás
salieron de la localidad vizcaína hacia Gran Bretaña o hacia la URSS. El
representante del Gobierno vasco, Josu Erkoreka, afirmó que aquellos niños,
algunos de ellos presentes, ya ancianos, en la conmemoración, sufrieron un «episodio
duro y dramático» y abogó por «un mañana mejor y más justo» en el que no haya
ni «ni guerras ni personas refugiadas». Vicente Cañada, uno de aquellos niños
que embarcó en Santurce, fue más concreto y se refirió a los refugiados de hoy,
en particular a los sirios, que viven una situación parecida. «Nosotros
estuvimos en tal situación ─afirmó─ y creo que debemos solidaridad a estas
personas. España no sé si cumple con esa solidaridad, pero debería ser así».
Hay imágenes de toda
aquella oleada de refugiados españoles en Europa y en América Latina, miles de
personas que huyeron de la violencia de la guerra y también, después, de una
represión que amenazó las vidas de muchas personas. A los pocos meses de
acabada la guerra civil, comenzó la segunda guerra mundial, que también produjo
miles de desplazados. Sin embargo, aquellos primeros refugiados españoles, al
igual que hoy los sirios, sufrieron también en muchos casos una política
insolidaria en Europa, no así en América Latina, con centros de internamiento en
condiciones penosas que nos vienen a la memoria cuando contemplamos los mismos
centros en Grecia o en Turquía. Es como si la historia estuviese condenada a
repetirse una y otra vez. Y hasta puede que los argumentos de entonces para tanta ignominia
se parezcan a los que se lanzan hoy con idéntica e interesada parsimonia.
Sin duda, si queremos
conocer en la medida de lo posible, nosotros que no somos refugiados ni
nuestras vidas están tan directamente amenazadas, lo que sintieron aquellos
españoles que salieron con lo puesto, podríamos preguntarles a los sirios de
hoy, a los sudaneses, a los kurdos, a los ciudadanos que han de buscar asilo al
escapar de todos los conflictos armados o de las dictaduras que en el mundo
hay. Existe una línea invisible que liga a todos esos hombres y mujeres. No
obstante, aun cuando las experiencias sean similares, también es cierto que
cada caso es particular, único, intransferible, a pesar de los paralelismos y
las afinidades.
Como lo son las
experiencias de las víctimas de las guerras, la de los concentrados en los
campos de concentración nazis, por ejemplo, sean judíos, gitanos o perseguidos
de cualquier etnia o ideología. Todas esas víctimas sufrieron un mismo horror,
pero cada horror, con toda su crueldad, es diferente. No se trata de buscar
quien sufrió más y quien sufrió menos, el sufrimiento no admite gradaciones, hay
una base común para todos, pero luego están los detalles, detalles que
convierten cada experiencia en única, lo que comporta que el ejercicio de la
memoria sea tan importante, sobre todo cuando un conflicto, como hoy el de
Colombia, con su propia oleada de desplazados y de muertos, parece dar a su
fin.
En este sentido, la
literatura permite una aproximación singular, permite expresar esa infrahistoria de la que hablaba Unamuno,
esa franja que está por debajo de la Historia y que permite contemplar la
realidad, a veces con más precisión y crudeza que los grandes tratados. El
escritor italiano Primo Levi escribió buena parte de su obra rememorando esa
experiencia de los campos de concentración que él conoció y a la que nos
traslada en sus relatos.
Pero lo más tremendo que
uno descubre entre líneas en su obra es la aparente cotidianidad, en su sentido
de normalidad, con que se vivió todo ese horror. Los relatos cortos de Pretérito Perfecto, reunidos en español
en el volumen de la editorial Península con el título Lilit y otros relatos, muestran la tragedia de un modo que aparenta
naturalidad, algunas de las historias nos parecen incluso afables, aunque a
poco que entrelineemos nos damos cuenta de lo que hay detrás. Y lo que hay es el
riesgo de banalizar el mal, de lo que tanto hablaría Hannah Arendt o la silente
complicidad de la buena gente, que diría Martin Luther King.
A todas luces es el
efecto buscado por Primo Levi, que trasciende todo aquel horror y nos lo
extiende a todos, a su generación, pero también a las generaciones que le
antecedieron y a las que le siguieron, hasta hoy. No hay escapatoria. Advierte:
«(…) también nosotros nos hemos dejado
deslumbrar por el poder y el dinero de tal forma que hemos olvidado nuestra
fragilidad esencial: hemos olvidado que todos nos hallamos encerrados en un
ghetto, que el ghetto está precintado, que fuera del recinto se encuentran los
señores de la muerte, y que no muy lejos de él nos está esperando el tren».
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