viernes, 21 de abril de 2017

Andrés Hurtado

Si la vida de Andrés Hurtado se desarrollase poco más o menos un siglo después de ese final de siglo XIX y comienzo del XX en que la situó Pío Baroja -su novela, El árbol de la ciencia, se publicó en 1911-, sin duda tampoco escaparía a la zozobra, al desasosiego y al sinsentido ante una sociedad y una época agobiantes e indecisas. Puede que incluso se sintiera peor, ya que en su tiempo aún cabía, pese a todo, creer en un progreso que él no creyó posible, pero que estaba allí, latente y en apariencia imparable, aun cuando no la compartiera y su visión fuese negativa o más bien fatalista. Hoy ni siquiera parece posible sostener la utopía como posibilidad de futuro y la pasividad de la sociedad española, ahora como entonces, resulta monumental, incomprensible a tenor de una situación a todas luces deprimente, recomendable objeto sin duda de un profundo estudio que permitiera entender los mecanismos que impiden una reacción a todo lo que sucede alrededor de cada ciudadano, en un estado de cosas que merecería una respuesta frontal, drástica.

Andrés Hurtado -y por ende su autor, Pío Baroja- vive al final de un siglo que ha visto tres guerras civiles, el intento de una profunda reforma liberal y burguesa de las estructuras del Estado que no acaba de cuajar, una guerra colonial que irrumpe provocando un vacuo patriotismo de salón, una brecha enorme entre una población con mentalidad sumisa, de esclavo la calificará Andrés en sus diálogos con su tío Iturrioz, tan fatalista como su sobrino, más volcado tal vez por ello en el cuidado de sí mismo, de su temple interior, población sumisa esta frente a unos gobernantes y burgueses tan inocuos y con los pies de barro que resultan incluso, en ocasiones, ridículos.

Un siglo después el panorama no es mucho más alentador. Los que hemos visto el cambio de siglo, en nuestro caso del siglo XX al XXI, hemos visto acabar un siglo con dos dictaduras, la segunda mucho más larga y con los rasgos absolutistas heredados de los casi cuatro siglos anteriores, hemos asistido a una transición elitista, basada en el olvido y en la aceptación de una normalidad establecida, impuesta y única, tras una segunda etapa de la dictadura que suplió las carencias de las reformas burguesas del Estado, a golpe de pito, eso sí, con la comodidad que le brindaba a la burguesía que las reformas se las materializara la propia dictadura. También tuvimos una etapa de exaltación del patriotismo de salón, por fortuna no en forma de guerra, sino de la mano de los Juegos Olímpicos y la Exposición Universal que situaron a dos ciudades españolas en el mapa y las convirtieron en faros de atracción turística, con tendencia a ser hoy más bien puestos de feria, decorados de cartón piedra para disfrute del ocioso turista, que ciudades de verdad, con habitantes como sujetos de intervención social. La pasividad hoy es también brutal, aun cuando hubo un 15m como oasis, a veces más un mero espejismo visto el desarrollo posterior de aquella energía desatada y poco a poco encauzada, y que no ha podido enfrentarse a una mayor si cabe degradación social y política.

Sesenta y ocho años antes de la publicación de El árbol de la ciencia, otro libro, en este caso un informe del evangelizador Georges Borrow devenido en modelo de libro de viajes, La Biblia en España, da una imagen tremenda de una sociedad cerrada, con una población también pasiva y sumisa a las opiniones oficiales o institucionales. Si a su vez Borrow pudiera volver a realizar su viaje por tierras españolas cien años después, en la década de los cuarenta del siglo XX, tampoco variaría mucho el sentido de su escrito, sólo cambiarían los detalles. Lo tremendo es pensar además que tampoco iría muy desacertado si se refiriera a la sociedad española contemporánea. Dirán que no es así, que las condiciones materiales han mejorado y mucho, lo cual es cierto y no carece de importancia, pero desde luego hay elementos que se mantienen inalterables, incapaces de cambiar, más cuando no hay tampoco alternativas que ahora mismo se pudieran considerar viables mientras a nadie se le escapa que las cosas tal como están no ofrecen mucha salida.

El ejercicio de situar a Andrés Hurtado en nuestros días, contemplando nuestra realidad, asistiendo a las aulas universitarias -¿es posible hablar aún de la Universidad después de la aplicación del plan Bolonia?-, observando la cotidianidad en las ciudades -el campo tampoco parece ya existir más allá de ser un mero extrarradio de las ciudades-, leyendo los actuales diarios, contemplando una ciudadanía convertida en mera comparsa de intereses creados y debates inanes -no hay más que darse una vuelta por los debates anodinos en Cataluña, con argumentos superficiales, parvos, paradigma de todos los debates actuales, aunque cualquiera de ellos sería paradigma de la falta de discusión real, mera tertulia radiofónica-, sería un buen ejercicio tal vez para entender el presente. O para huir de él.


Releer una novela no en función de su autor y de la época en que se escribió sino del lector y de la época en que se lee puede ayudar a comprendernos a nosotros mismos y entender el tiempo en que vivimos. Tener a Andrés Hurtado como contemporáneo, con todas sus cuitas, sus posiciones y actitudes, es una colleja en toda regla porque sin duda no variaría ni un ápice en sus posiciones. Nos lleva a plantearnos si es posible el cambio más allá de la mera hipótesis, tanto en lo individual como en lo colectivo. Nos conduce a los mismos interrogantes que hace cien años. El horror es esta sensación de absoluta inmovilidad.

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