lunes, 8 de diciembre de 2025

Argentina, 1985

 

Fue apenas una anécdota. Pero no pasó desapercibida. Jorge Luis Borges, que hasta ese día, un invernal lunes de julio en Argentina, nunca había presenciado un proceso judicial, acudió a la sesión correspondiente del Juicio a las Juntas. Contaría luego su intención de no volver a asistir a ninguna más, que bastante tuvo con lo escuchado en ella, afirmó incluso que desearía olvidarlo por completo. Apenas visible entre el público, aunque era imposible que el gran escritor pasara desapercibido, su rostro era de sobras conocido, en Argentina y en todo el mundo, escuchó la declaración de un testigo, Víctor Melchor Basterra, que fue detenido y torturado en la Escuela de Mecánica de la Armada.

Cuentan las crónicas de la época que el obrero gráfico habló de un modo un tanto impasible y desapasionado, aunque fue la declaración más larga de todo el proceso. Quizá era una forma de distanciarse con lo que le había ocurrido, con aquel horror que sufrió él a la par que miles de personas entre 1976 y 1983, siete años de dictadura militar, de guerra contra la insurgencia, dijeron, el Proceso de Reorganización Nacional lo llamaron. Puro terrorismo de Estado, con miles de detenidos torturados, sin garantías procesales, sin salvaguarda de sus derechos mínimos, con cientos de desaparecidos, asesinados, con parte de la población aterrorizada mientras que otra jaleaba a las juntas militares, defensa del orden, dijeron, y una gran mayoría guardaba silencio, atemorizada, o miraba hacia otro lado, como si todo aquello no fuera con ella.

Jorge Luis Borges escuchó la descripción de la tortura contada con parsimonia. Sin duda, sintió asco, impresionado porque todo aquello hubiera podido pasar en su país, en su ciudad, a la vuelta de la esquina, en cualquiera de los rincones de Argentina.

El juicio a las Juntas se celebró en 1985, dos años después del final de la dictadura, bajo la presidencia de Raúl Ricardo Alfonsín. Fue el proceso judicial más importante de Argentina en toda su historia y se comparó incluso con los Juicios de Nuremberg, con la diferencia de que no era la comunidad internacional quien lo promovió, sino las propias instituciones democráticas del país, no sin problemas, no sin amenazas, con la posibilidad de que el ejército, cuestionado, reaccionara ante lo que muchos de sus mandos calificaron de ignominia, al fin y al cabo consideraban su Proceso de Reorganización Nacional un acto de salvamiento nacional.

En 2022 el director de cine Santiago Mitre presentó en el Festival de Venecia la película Argentina, 1985, en la que se cuenta el proceso desde la gesta de Julio César Strassera, el fiscal del juicio, interpretado por Ricardo Darín. La cinta describe las muchas dudas habidas acerca de la viabilidad del proceso, la tensión con que el equipo del Fiscal llevó a cabo su labor de recopilar las pruebas, las amenazas que recibieron todos ellos, la superación de las trabas que hubo. No está exenta la cinta de ciertos momentos emotivos, épicos, tal vez tópicos, aunque muestra a todas luces esa catarsis colectiva que hubo en torno al juicio.

En la película no se cuenta la presencia de Jorge Luis Borges durante el proceso, como tampoco se habla de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, presidida por otro escritor, Ernesto Sábato, aunque sí se alude al título del informe, que se empleó como lema: Nunca Más. Por otro lado, la cinta no elude un tema polémico, un tanto ingrato, aunque pasa por ello con cierta sinuosidad: el silencio social ante la dictadura, pero sobre todo ante la flagrante vulneración de los derechos humanos. Vemos en la película como Strassera se altera cuando un interlocutor menciona esa actitud hasta cierto punto cómplice, la de quienes apoyaron la dictadura, las familias patricias porque vieron peligrar sus privilegios, una parte de la clase media porque quería orden, la de una mayoría que simplemente no hicieron nada, salvo que tuvieran entre los detenidos o los desaparecidos a personas cercanas. El propio fiscal, pieza clave del sistema judicial, se siente aludido por el comentario, casi un reproche. Su desagrado por las palabras de su interlocutor evidencia no poca culpabilidad por su silencio.

El propio Borges, afectado por lo escuchado en el juicio de 1985, tampoco dijo nada durante los años de dictadura. Incluso, en 1976, recibía en el Chile de Pinochet un doctorado honoris causa.



Claro que no podemos olvidar que, en plena dictadura, mientras se torturaba y se asesinaba de manera impune, se celebraba en Argentina, el año 1978, un Mundial de Fútbol en el que participaban varios países de Europa Occidental, una España en proceso de democratización entre ellos, y dos países del Bloque del Este, entre otros. Se aplicó sin duda el criterio que hoy se vuelve a emplear con relación a Israel de no juntar deporte y política, si es que podemos considerar la vulneración del derecho a la integridad física y a la vida cuestión política.

Pero tampoco fue una característica única de Argentina. Ahí está la Alemania nazi donde también el silencio fue un clamor, roto por algunos sectores cada vez más minoritarios. En la Francia ocupada hubo incluso un nombre, les collabos o collaborationnistes, que cumplieron con la orden del Mariscal Pétain dada el 30 de octubre de 1940 de colaborar con el nazismo, por no hablar de la pasividad del PCF durante la aplicación del Pacto Ribbentrop-Mólotov, roto cuando Alemania atacó a la URSS. Lo podemos extender a cualquier otra dictadura que en el mundo haya habido, España incluida.

Consta sin embargo en el haber de Argentina que dos años después de acabada la dictadura se celebrase un juicio contra los máximos responsables de la misma. No cabe duda de que muchos torturadores y colaboradores necesarios de aquella necropolítica quedaron impunes, pero es mucho más que lo habido en España, sin ir más lejos, donde se aplicó un pacto de silencio durante la transición. Consenso lo llamaron.

viernes, 28 de noviembre de 2025

Las Moiras en las Ramblas

 


A pesar de su rostro serio e impasible, a veces da la impresión de que las Moiras tejen el destino de los seres humanos no sin socarronería. Consiguen en no pocas ocasiones que los actos coincidan de un modo tal que tienden a interpretaciones cuando menos grotescas. Pero quizá todo sea mera burla, una chirigota que busca desconcertar, quien sabe si confundir. O en última instancia confrontarnos con lo absurdo de la realidad.

O tal vez lo que procuran las tres Moiras es que, al tejer y mostrar las costuras, cuestionemos las certezas y seguridades construidas a golpe de clichés con que mantener el desorden del mundo. Que al final comprobemos, como dejó claro Lampedusa al establecer la regla de oro del quehacer político, que todo cambió para que nada cambiase en realidad, y así lo esencial perdurase.

Este año, a pocas semanas ya de su final, conmemoramos el quincuagésimo aniversario de la muerte del dictador Franco y estaba previsto que dicha fecha fuera objeto de rememoración, análisis y reflexión. Salieron libros, documentales, series y ficciones que nos exponían los hechos asumidos oficialmente como el proceso inevitable con que se fijaron las bases de la actual democracia. Otra vez se nos iba a mostrar, después de unos años de cuestionamiento del discurso complaciente, la elogiada transición como acto supremo de superación de confrontaciones seculares, como ejemplo y prototipo para la restauración y el avance. De la ley a la ley, tal como indica la fórmula que se empleó en su momento para reforzar aquel modelo de reconciliación.

Sin embargo, los cincuenta años han llegado en un ambiente caldeado que lo llena todo, hasta el punto de que nos asomamos a la fecha redonda no sin la sensación de asomarnos en realidad a un abismo. Pero además el caprichoso destino ha querido que la conmemoración del final de la dictadura coincida con el inicio del juicio al clan de los Pujol y con nuevos casos de corrupción que afectan esta vez al principal partido gobernante.

Lo de la corrupción parece ya a estas alturas fatalidad y sino de un país y de unos tiempos que se mantienen a golpe de talonario, comisiones y negocios realizados en reservados discretos y opacos, aunque en realidad, muchas veces, a sabiendas del público general. No todos son iguales, sin duda, pero todos tienen al mismo tiempo mucho que guardar discretamente.

Pero lo de Jordi Pujol posee otra enjundia. Porque fue una de las figuras claves de aquella transición modélica, el hombre que ganó las elecciones del 20 de marzo de 1980, las primeras elecciones a la Generalitat tras la dictadura, uno de los constructores de la nueva España, nacionalista —catalanista más bien— no independentista, próximo al moderno empresariado catalán, uno de los suyos además, hijo de la parte de España más europea, más avanzada, más culta, con una cultura política propia, con una capital activa y bohemia.

Venció con una coalición, CiU, formada por CDC, el partido que él mismo contribuyó a crear, y UDC, un partido democristiano creado en 1931, partido histórico del catalanismo político, junto a ERC. Nada tenía que ver con la derecha española mayoritariamente vinculada al franquismo, la de los tecnócratas reconvertidos en demócratas de toda la vida, y gustaba de la compañía del PNV, otra organización histórica, socialcristiana, sería y durante lustros enfrentados a una situación de enorme tensión en la Comunidad Autónoma Vasca y en Navarra, así que ninguno de los dirigentes jelkides le podía hacer sombra a la nueva estrella de la gestión pública, al hombre de Estado, aunque su nación no tuviera uno, pero que supo convertir el español en su campo político, con su seny particular para dialogar, negociar y pactar para mayor gloria de la prosperidad común.

No obstante, Robert Louis Stevenson nos mostró en El extraño caso del Dr. Jekill y M. Hyde la dualidad de la naturaleza de cada uno de nosotros: somos en realidad, con mayor o menor intensidad, seres divididos y puede que contradictorios.

El que fuera durante años, de 1980 a 2003 nada menos, President de la Generalitat y llevara el título de Molt Honorable está siendo juzgado por ocultación patrimonial, pero además pesan sobre él numerosos casos de corrupción, un sistema de corruptelas y comisiones varias, de clientelismo que convirtió la institución en una ventanilla única en el que fructificaron operaciones varias para provecho de su propia familia y asociados. El hombre que facilitaba la gobernanza del Estado, que pasaba por ser un político astuto, esa astucia considerada una virtud en la Grecia clásica, la característica principal de Ulises, era al mismo tiempo el feliz padre de familia que favorecía la hacienda propia y la nación, tal vez sin saber colocar la línea que dividiesen los intereses de país de los propios.



Como estamos constantemente reescribiendo la historia, resulta que toda esa acción del Clan de los Pujol era sabida por todos. O al menos por quienes se ocupaban de la cosa pública y aledaños. Hubo incluso, parece ser, quien advirtió al Pater familiae de que tuviera cuidado con algunos de los hijos, que habían crecido y les costaba guardar las formas. Rumores en todo caso. Y según los afines simples ataques a la nación. En todo caso, los elogios predominaban en la época. Hubo que esperar a su caída en desgracia para comenzar a verlo de otra manera.

Hay una anécdota de esas que pasan por ser esclarecedoras: en 1988, al salir en su coche oficial de un acto público en Santa Coloma de Gramenet, se topó con una protesta vecinal. Algunos de los presentes lanzaron piedras contra los coches del Presidente y de sus escoltas. Los vehículos se pararon y las cámaras grabaron como el dirigente catalán afeaba la actitud del manifestante que había lanzado la piedra contra su vehículo y le lanzaba una filípica a la que el pobre hombre atendía con cara compungida y signos evidentes de arrepentimiento ante aquel padre de la nación que no presentó denuncia, que pedía respeto a su cargo y civilidad. Se elogió el gesto como la prueba del talante del político en cuestión. En 2016, Jordi Pujol volvió a Santa Coloma de Gramenet, esta vez sin su cargo público y con el reconocimiento de cierta ocultación patrimonial en paraísos fiscales, uno más de los tejemanejes que iban saliendo a la luz. Esta vez fue él quien recibió de un ciudadano una filípica, sin que pudiera replicar nada, en silencio, quien sabe si arrepentido.

Ahora le vemos asistir al juicio contra él y sus siete hijos, por medio de videoconferencia debido a problemas de salud y contemplamos su rostro, la de un anciano débil que parece no comprender lo que le está sucediendo.

Lo que pasó después de su mandato en la historia local es de todos conocidos. Por lo demás, cincuenta años después de la muerte del dictador muchas glorias de antaño se han diluido forzosamente en los ácidos de la realidad. La transición española ha perdido mucho encanto ejemplificante. La corrupción es lo cotidiano, desde hace tiempo, además. Tampoco la Cataluña post-Pujol es lo que era antes de su gobierno. Una nueva voz parece recoger la antorcha del pujolismo y del proceso que le siguió, la voz de una mujer que clama contra lo extraño a la nación milenaria y que alardea de no haber salido del país y casi de su comarca.

viernes, 14 de noviembre de 2025

Decadencia

 


La muerte del patriarca de la familia, Everett Lighthouse, y su reparto estrafalario de la herencia provocan una convulsión tremenda. El antiguo miembro del servicio colonial británico que sirvió en Tanganica era a todas luces consciente en el momento de su muerte, a pesar de la senilidad y sus efectos, de los secretos y la sordidez del grupo familiar, formado por su esposa ya fallecida, los cuatro hijos, dos hombres y dos mujeres, sus esposas y esposos respectivos, sus nietas y la antigua sirvienta, Asha, africana, que acompaña a la familia, junto a su hija Amina, a la metrópoli cuando la colonia inicia su proceso de independencia. Ambas son al fin y al cabo parte de la familia, se les dice con una constancia que tiene mucho de retintín, de frase hecha sin ya contenido.

Todos ellos asisten a su vez a lo que también conocen de sobra, a una decadencia familiar con sus secretos que van saliendo a la luz, sus miserias y vicios no tan ocultos, su excentricidad, sus reproches constantes devenidos en rencores más que evidentes. Todo ello nos lo describe la escritora Berna González Harbour en su novela Qué fue de los Lighthouse, una novela de personajes fuertes, bien definidos, un relato intenso de relaciones familiares, pero también una historia inmersa en un contexto social, el de un país, Gran Bretaña, que vive de forma paralela a la de esta familia su propia decadencia tremenda.

Porque tan presente como la hecatombe doméstica intuida por el eminente científico fallecido lo está también, bien palpable en todo el texto, la crisis de un país que se halla durante el tiempo de la historia en pleno debate sobre su pertenencia o no a la Unión Europea, a punto de celebrarse un referéndum sobre el tema, un proceso que ha pasado a la historia como el Brexit y que en gran medida es el reflejo también de un estado calamitoso del país. Todo se viene abajo, el sistema hospitalario, los transportes públicos, el bienestar de la población que se ha empobrecido a pasos agigantados, la convivencia entre las comunidades que residen en las Islas.

De este modo, la decadencia británica es también parte de la trama de la novela. El país que fue el gran imperio colonial, cuya misión era civilizar el mundo, aportar a tantos rincones del planeta el racionalismo, la ciencia, la imposición en definitiva de un modelo de vida superior, el que representaban las clases altas británicas, tan refinadas ellas, con la longeva reina a su cabeza, muestra ahora su fachada más indecorosa, su peor rostro, una crisis social que no es de este momento ni de hace unos pocos años, cuando ocurren los hechos del libro, sino que se inicia antes, en los tiempos tal vez del gobierno Thatcher, cuando tanto se habló del imperio, ya con una cierta nostalgia que reflejaba, que refleja, que aquel momento ya pasó y se busca vivir de rentas para no tener que ver la realidad tan decadente de hogaño.

Sin duda podemos pensar que siempre que se recurre al pasado glorioso, en Gran Bretaña o en cualquier otro país, a la épica de los buenos tiempos, cuando éramos los mejores, cuando nos admiraban en el mundo entero, cuando marcábamos las diferencias evidentes y éramos el ejemplo, el faro y la guía de la gobernanza y la cultura, cuando se reafirma ese discurso del hecho diferencial y se pretende afianzar que toda esa gloria se mantiene es porque el presente, al fin, deja mucho que desear.



Ocurre también cuando se habla del jardín europeo, faro civilizatorio todo el continente, o de la grandiosidad, la grandeur, de cualquiera de sus partes, todas ellas con el tema recurrente de lo que fueron, de lo que pretenden todavía ser. Pero la verdad es que ese discurso épico de las viejas glorias y de los hechos diferenciales da pábulos a opciones políticas sin más contenido ni base que esa nostalgia de lo que fueron, sin atrever a mirar sus realidades actuales, cada una la suya, ni siquiera discernir lo que son tales sociedades hoy.  Podemos aplicarlo a Europa, a Francia, a España, donde volvemos a escuchar las evocaciones del pasado por unas organizaciones que no saben siquiera cómo funciona un Estado moderno, a Cataluña, donde hoy recoge la antorcha del hecho diferencial y la cultura política diferente, la herencia del procès, un partido xenófobo sin más contenido que mantener el discurso del nosotros y el ellos, la épica de una reconquista sin más palabrería que el mero simplismo.

Es aplicable el discurso a otros lugares, la Rusia que vive también de viejas glorias, al actual Imperio de imperios, unos Estados Unidos que pavonean de un modo burdo su grandeza con aires de actor histriónico.

Claro que ese pasado glorioso no lo era tanto en realidad, en ninguno de los casos, sólo hay un cierto barniz que le aporta el paso del tiempo. Porque en el fondo los tiempos excelsos ocultan no pocos claroscuros, lo vemos en la propia novela de Berna González Harbour, donde hubo que destruir tantos documentos que escondían una gestión espeluznante, despiadada y violenta, basada en la ocultación y la fuerza, pero lo podemos también llamar en otros casos corrupción, colaboración, clanes políticos que tras las palabras ampulosas escondían a veces la mayor cutrez posible.

Nadie está a salvo de esta realidad que pretende esconder bajo la alfombra la más absoluta depravación. La Historia es también la historia de las miserias ocultas.

sábado, 25 de octubre de 2025

Máscaras

 


A estas alturas del conflicto, a nadie se le escapa las motivaciones económicas de la actual contienda en Gaza. No es nada nuevo: toda guerra ha tenido, tiene y seguirá teniendo unas razones económicas. El dominio de nuevos territorios, la voluntad de ampliar los mercados, las perspectivas de nuevas inversiones millonarias, habrá que reconstruir lo destrozado, o, como es el caso, un pelotazo inmobiliario en toda regla, revelado hace tiempo por Trump y reconocido hace un mes por el ministro israelí de Finanzas, Bezalel Smotrich, son todas ellas las razones esenciales de los conflictos bélicos, la génesis de la guerra, tanto las actuales como las del pasado.

Luego están las palabras que se enzarzan alrededor del horror con las que se construyen los discursos identitarios o la defensa de los valores o la lucha contra el mal, sea en forma de tiranía —la tiranía son siempre los otros— o de terrorismo —los terroristas son siempre los otros—, formas de legitimar lo que no es más que una forma de crimen organizado. «¿Qué es la historia sino imaginación racionalizada?», se pregunta en un momento dado el protagonista de Una máscara del color del cielo, del escritor palestino Basim Khandaqji, publicada por la editorial Hoja de Lata, lo que es aplicable a la literatura, pero también a la Historia. Contar algo, sea un hecho imaginado, sea algo real, supone darle verosimilitud, que la ficción parezca coherente y veraz, que los hechos de verdad estén debidamente justificados y los crímenes debidamente legitimados, con otro nombre, por supuesto.

Los beneficios económicos del futuro ayudarán a sobrellevar las heridas.

En todo caso, existen las identidades, cierto. Valores, costumbres, creencias, mitos, referencias culturales, idiomas, acentos van conformando el nosotros y el ellos. A menudo, por no decir siempre, se mezclan las identidades, no siempre de un modo pacífico, es verdad, pero a menudo de un modo inconsciente, sin darnos cuenta. Siempre ha sido así, aunque ahora estos procesos son más rápidos, el mundo parece haberse empequeñecido.



Las identidades colectivas se reflejan en cada individuo, se entremezclan con las apariencias. Basim Khandaqji nos habla de la apariencia de su personaje que no se ajusta a las convenciones, se vuelve una máscara y tras toda máscara hay la posibilidad de ocultarnos. Al protagonista de la novela, Nur al-Shahdi, joven palestino residente en un campo de refugiados, arqueólogo y escritor en pleno proceso creativo, la máscara le permite convertirse en Or Saphira, israelí, arqueólogo y guía turístico, y de este modo acudir a una excavación cuyo objeto le ayuda a obtener datos para su novela en ciernes. Es consciente de su condición de palestino en un territorio ocupado, su propio padre ha sufrido las consecuencias del conflicto y su amigo Murad se encuentra en una prisión israelí. Pero es una oportunidad. Sólo que la máscara se infiltra en su propia identidad.

No en vano las dos identidades, la real y la fingida, se lanzarán a un debate interior que no puede ser ajeno al medio. No hay equidistancia, mucho menos neutralidad en el personaje desdoblado, pero se extiende todo un mapa de argumentaciones y contrargumentaciones que complican la comprensión de la realidad y la interpretación de los hechos a través de las palabras. Y las palabras, no se olvide, son también campo de batalla. O tal vez sean al fin las balas empleadas por las identidades, identidades asesinas las calificó Amin Maalouf.

Porque los debates que rodean las hostilidades parecen en algunos momentos también atrincherados en maximalismos identitarios. Es verdad que parte de la legítima resistencia de un pueblo a defender su existencia se ha transformado, como se afirma en la novela, en violencia terrorista, pero también lo es la respuesta dada, una reacción que busca aterrorizar a una población durante lustros restringida a espacios cerrados. En este sentido, interesante resulta la mención a la diferencia entre un campamento de refugiados palestino y un gueto judío, y la lectura distinta de dos instituciones en las que los adjetivos tal vez sean lo de menos, porque reflejan ambas el horror de la historia humana. Mientras, los individuos que conforman cada uno de los bandos son incapaces de salir de su discurso y de sus palabras, sólo el protagonista se asoma al abismo de ver el conflicto desde los dos lados, aunque tenga claro a cuál de ellos pertenece.

Una máscara del color del cielo obtuvo en 2024 el Premio Internacional de Novela Árabe. La escribió Bassim Khandaqji en la prisión de Gilboa, condenado a cadena perpetua por su militancia en la resistencia de izquierda. Un dato estremecedor, a todas luces, tan estremecedor si cabe como ese proyecto turístico que parece estar detrás de la actual ofensiva.

sábado, 18 de octubre de 2025

La tierra fértil

 



Se dice al inicio de esta novela que sólo es fértil la tierra sobre la que se ha sufrido. Con ello, Paloma Díaz-Mas nos avisa de la intensidad de una historia que cuenta la vida de Arnau de Bonastre, señor feudal que recorre, de acuerdo con la noción de la rueda de la fortuna, muy propia del medioevo, varias fases vitales, todas ellas desiguales, todas ellas contradictorias, pero que indican la variabilidad humana, las diversas existencias posibles que habitan en una sola persona, esto es, los varios tiempos por los que pasamos cada uno de nosotros tal como afirmaba el salmista, con sus pasiones y sus miserias, sus bondades y sus torcimientos, con sus alegrías y sus penalidades. No sólo él atraviesa varias fases existenciales, su vida recorrerá varios cauces, también muchos de los otros personajes lo harán, cambiarán, se transformarán, a mejor o a peor según los casos, con lo que apreciamos que el río de la vida no es siempre el mismo río, aunque cabe preguntarnos si la persona, tal vez su esencia, sea siempre la misma.

 Es un tema atemporal, sin duda. Aunque en La tierra fértil los personajes son de su tiempo. La autora, buena conocedora de la (mal)llamada Edad Media, de su riqueza cultural, pese a los tópicos, de las formas de relación social, de las referencias de época, la Biblia o las narraciones caballerescas, de la brutalidad también, aunque qué tiempo no contiene en su haber intensas dosis de brutalidad, nos ofrece un retrato certero de un momento dado de ese largo periodo de la historia que en absoluto fue obscuro, como nos dicen. No son sus protagonistas como aquellos personajes de otros relatos que actúan según cánones actuales y que muchos autores los trasladan a otras épocas, sin tener en cuenta que los valores y las pasiones cambian, aunque todos respondamos, en cualquier tiempo o lugar, a los mismos impulsos. Hay novelas o películas que introducen incluso aspectos actuales que en modo alguno se dieron entonces. Adentrarse en esta novela es a todas luces atravesar con veracidad un mundo que influyó en todo lo que vino después.

El relato aporta un momento vivencial. Corremos el peligro, quizá inevitable, de llevar a cabo una lectura acrónica o una interpretación desde nuestro tiempo. Pero qué duda cabe que todo ha cambiado, se han trastocado no pocos aspectos. Aunque habría aquí que recordar que la historia no es desde luego lineal, como indican los paradigmas del progreso continuado tan propios de la modernidad, ahora cuestionados, se imponen las evidencias del presente para darnos cuenta de que el retroceso es posible, con sus crisis globales, con la imposibilidad de solucionar, pese al desarrollo tecnológico, problemas que parecen ya sempiternos. No en vano hay quien insinúa que estamos en una nueva versión de la edad media, con la crisis de los imperios y los desequilibrios territoriales. Aunque puede que sólo sea mera retórica sin mucha base real.

La novela apareció en 1999, poco más de un año antes de que comenzará el nuevo siglo. Hemos sufrido en este primer cuarto del mismo una pandemia que recuerda las que se dieron en otras épocas y hemos sufrido guerras que se legitiman en grandes principios y discursos grandilocuentes pero que, como todas las guerras, buscan el mero beneficio económico de las élites. Esto no cambia, ciertamente. Tal vez lo interesante es fijarse en lo que cambia, en lo que fue, en lo que queda de aquellos valores y de las formas que ya no son, aunque perduran. Somos al fin y al cabo un producto del tiempo.

 

sábado, 20 de septiembre de 2025

Silencios

 


«Porque callarse es ponerse del lado de lo que se callaron primero». Lo escribe Aroa Moreno Durán en su libro Mañana matarán a Daniel. En él nos habla de tres de los cinco últimos fusilados de la dictadura, los que murieron –a los que mataron– en Hoyo de Manzanares, en un lugar cercano al domicilio de la escritora, algo que ella desconocía, aunque sabía, como sabemos todos, de aquellas últimas ejecuciones, cinco sentencias de muerte que se llevaron a cabo, todo un clásico, de madrugada, a la espera de un indulto que nunca llegó.

De tales ejecuciones han pasado ya cincuenta años.

Hubo en efecto quien calló entonces, en un país de silencios donde todo ocurría entre líneas. Eran silencios sin duda motivados por varias razones. Hubo sin embargo protestas, pronunciamientos públicos que se rebelaban ante una realidad malsana, aunque era arriesgado salir a la calle y proclamar lo injusto de unos procesos judiciales sin garantías. Pero, ¿qué garantías puede haber en una dictadura?

 Fuera de España se extendió un clamor: desde el Papa hasta personas anónimas que se manifestaron en toda Europa, pasando por dirigentes y personalidades públicas, todos reclamaron que no se aplicaran las sentencias. Incluso desde la presidencia de México se pidió que se expulsara a España de la ONU. Aquel final de la dictadura no estaba siendo de modo alguno pacífico, a pesar de los discursos grandilocuentes que barnizaron años después ese proceso de transición que sin duda ya se estaba gestando en aquel momento. No fue, contra lo que nos han dicho, una transición pacífica. Persistía la represión del Estado, la tortura, la muerte, las bandas parapoliciales tan activas durante los años siguientes. Hubo también en el otro lado una respuesta armada a la dictadura, grupos que plantearon la lucha armada como método de resistencia y que la aplicaron, con el consiguiente listado de muertes.

Los tres fusilados de los que nos habla la autora pertenecían al FRAP, una organización de las varias que creó el Partido Comunista de España (Marxista-Leninista), contrario a la política de reconciliación nacional auspiciada por el PCE de Carrillo, y que optó por acciones armadas cuyas víctimas fueron cinco policías y un guardia civil. La muerte de este último fue la causa del proceso de varios militantes detenidos y torturados en aquellas fechas.

En el libro –entre la investigación, la historia y la narración–, Aroa Moreno Durán nos presenta las vidas de los tres militantes, aunque se centra en uno de ellos, en José Humberto Baena, de quien se sabe ahora por varias investigaciones que no participó en el asesinato del que se le acusó. La escritora acude a archivos, a los testimonios de la familia y de antiguos camaradas, va imaginado aquellos momentos que le cuentan, a veces con cierto recelo –es difícil deshacerse de la desconfianza que crea la antigua clandestinidad–, a veces con datos que son insuficientes para conocer la vivencia directa, emocional. La autora se decanta así por la ficción, porque cuando no podemos penetrar del todo en el pasado tenemos la ficción, como escriben Edurne Portela y José Ovejero en Una belleza terrible, novela en la que reflexionan sobre el hecho de inventar o imaginar a la hora de afrontar el relato de la historia.



Imaginación que es tanto más necesaria cuando el silencio ha sido brutal, no sólo porque hay demasiada información no descatalogada aún, también por la transacción de ese periodo que denominamos transición que requirió demasiados mutismos y sigilos excesivos. Sólo así se explica que el tema de las fosas comunes de la guerra civil y de los primeros años de la posguerra no se haya solventado todavía, que incluso duden algunos sobre la idoneidad de seguir con las investigaciones, dicen que para evitar fricciones que esa transición, afirman, cerró. Claro que los silencios afectan sólo a una parte, la de los derrotados, la de los olvidados por unas direcciones políticas que en su momento cedieron para lograr ese pacto de los setenta que permitió pasar de la dictadura a una democracia homologable con las democracias europeas. Quizá no hubo más opciones, aunque algo cojea cuando dejamos que sólo el tiempo lo cure todo.

Mañana matarán a Daniel se nos aparece así como un intento de entender un momento de la historia de la que formamos parte. Conocer la vida e intentar comprender la actitud de aquellos militantes, unos jóvenes que adoptaron un lugar y una posición en su momento histórico, no supone compartir con ellos un ideario ni estar conforme con sus decisiones, algunas cuestionables, como la lucha armada. Por otro lado, es difícil juzgar a toro pasado, cuando además sabemos qué ha ocurrido en estos últimos cincuenta años. Lo que nos deja este libro es un remusgo de lo corrosivo que es el silencio impuesto, de lo insano que es para todos que cueste tanto afrontar esta historia reciente de la que formamos parte. Porque callarse ahora supone otra vez afrontar el abismo al que nos enfrentamos cada cierto tiempo. Porque callar es ceder a que de nuevo nos construyan nuestras vidas a merced de intereses ajenos.

viernes, 5 de septiembre de 2025

Deporte y política

 


Platón, que gustaba de la práctica del deporte, aunque no destacara en ella, defendía la gimnasia por su contribución a los cuerpos y, por consiguiente, al desarrollo del espíritu y de la virtud. Era un pilar para la educación integral de los ciudadanos de la Polis y el filósofo consideraba importante que Atenas aplicara normas educativas que fomentaran el deporte en todos los ámbitos sociales, en especial en aquellos grupos dominantes cuyo fin era ahondar en la idea superior de bondad social y en la buena gobernanza de la comunidad.

Por tanto, en cierta forma, el deporte tenía un interés político. Era una forma de mejorar lo comunitario, en una sociedad que reprochaba la falta de inclinación por las cuestiones colectivas, esto es, por la política. Idiota se denominaba a quien no le preocupaban las cuestiones sociales y políticas, en un momento en que se asumía que todo ser era al fin un ser social.

Esta idea ha estado más o menos presente a lo largo de la historia y volvería a ser un pilar en el desarrollo de las democracias modernas, que requieren a todas luces de la participación colectiva. Pero la complejidad de las sociedades modernas y sobre todo esta sociedad del espectáculo en que estamos inmiscuidos no ayudan mucho a un debate sereno, serio, profundo. Es un tiempo, otra vez, de sofistas, en el que las cosas se valoran según nos convengan o no.

Parte del deporte se ha elevado al mero espectáculo, por no decir que a puro negocio. Al mismo tiempo, la política se limita a lo institucional, a lo que ocurre en las Cortes, en los Parlamentos, en los pasillos de los centros de poder, lo referido a los acuerdos, normas y leyes que se establecen entre quienes se dedican a la Institución. Clase política se le denomina. De ahí que se considere que actividades como el deporte no deberían estar afectados por lo que ocurre en tales esferas, aun cuando las grandes competiciones se lleven casi siempre amparadas por banderas nacionales que inciden en discursos colectivos, el nosotros y el ellos.

Lo ocurrido en Bilbao el miércoles tres de septiembre ha vuelto a centrar el debate sobre esta relación entre deporte y política. Aunque el motivo de la protesta que impidió que la Vuelta ciclista terminara su último tramo fuera más bien rechazar una masacre y pedir que un equipo vinculado a Israel no participara en la competición. Hay quien se ha centrado en la imagen, para ellos mala, que daba la ciudad, como el alcalde de Bilbao, José María Aburto, o la Diputada General de Vizcaya, Elixabete Etxanobe. No viene al caso, pero parece que la imagen de la ciudad no estuvo afectada unos pocos meses antes, cuando a raíz de un partido de final de copa las hordas de seguidores de los dos equipos británicos en liza recorrieran sus calles borrachos, gritando todo el día y rompiendo no pocos semáforos para llevárselos de recuerdo. Más bien se celebró la buena sintonía y el buen ambiente, tal vez porque se temió que todo acabara mucho peor.

Esta vez la cuestión la centró el periodista Juanma Castaño, quien acudió al axioma fundamental, que hay que separar deporte y política en lo que concierne a la Vuelta, partiendo del hecho de que los equipos de ciclismo los forman deportistas profesionales que no tienen nada que ver con la política ni están como representantes de los Estados en cuestión. Sería feo recordar que Juanma Castaño estuvo a favor en 2022 de vetar la participación de equipos rusos en la competición española tras la invasión de Rusia a Ucrania y la posterior guerra, execrable como toda guerra, que continúa hoy.



Hay algo cierto que se desprende de sus declaraciones: los deportistas no son, como ciudadanos, responsables de la situación en Gaza, no sabemos si amparan el genocidio del gobierno israelí, si tienen matices o si están en contra. Ni siquiera son todos los miembros del equipo israelíes y de momento sólo sabemos que el propietario del mismo es cercano a Netanyahu. La cuestión estriba en decidir si debe de vetarse a un equipo vinculado a un país que realiza una masacre y cómo se aplica dicha medida, si la respuesta a la primera cuestión es que sí. Porque el que se aplique a un país y no a otro parece responder a una decisión política, lo que negaría la pretendida separación de deporte y política. O su aplicación tendría que ver con posiciones de interés, la justicia de la medida dependería de la mera conveniencia de quien decide.

Es cierto que la protesta no soluciona el problema. Pedro Delgado se mofó de ello. Se queda en lo testimonial, aunque es importante, y casi todo el mundo lo ha reconocido, incluso muchos de los críticos de las formas, que se pueda expresar un determinado rechazo a lo que ya casi todo el mundo asume que es una barbaridad, la desproporción cuanto menos de lo que está pasando en Gaza y ante lo cual lo sucedido en Bilbao es una nimiedad.

De todos modos es difícil asumir plenamente ese axioma de que separemos siempre el deporte y la política. Se acudió a ello cuando se celebró el mundial de fútbol de 1978 en Argentina, cuando al tiempo que se celebraban los partidos se torturaba en cuarteles y en otros centros adscritos a oponentes políticos y se les hizo desaparecer a muchos de ellos, por decisión de la junta militar. Eso sí es que consideramos que la tortura y la guerra sean política. O pasa hoy, cuando algunos equipos participes de la Liga Española de Fútbol, entre ellos el Athletic de Bilbao, juegan en Arabia Saudí unos pocos partidos de la competición española. Aunque aquí estamos hablando más bien de negocio, que al parecer tampoco tiene nada que ver con la política.