viernes, 5 de septiembre de 2025

Deporte y política

 


Platón, que gustaba de la práctica del deporte, aunque no destacara en ella, defendía la gimnasia por su contribución a los cuerpos y, por consiguiente, al desarrollo del espíritu y de la virtud. Era un pilar para la educación integral de los ciudadanos de la Polis y el filósofo consideraba importante que Atenas aplicara normas educativas que fomentaran el deporte en todos los ámbitos sociales, en especial en aquellos grupos dominantes cuyo fin era ahondar en la idea superior de bondad social y en la buena gobernanza de la comunidad.

Por tanto, en cierta forma, el deporte tenía un interés político. Era una forma de mejorar lo comunitario, en una sociedad que reprochaba la falta de inclinación por las cuestiones colectivas, esto es, por la política. Idiota se denominaba a quien no le preocupaban las cuestiones sociales y políticas, en un momento en que se asumía que todo ser era al fin un ser social.

Esta idea ha estado más o menos presente a lo largo de la historia y volvería a ser un pilar en el desarrollo de las democracias modernas, que requieren a todas luces de la participación colectiva. Pero la complejidad de las sociedades modernas y sobre todo esta sociedad del espectáculo en que estamos inmiscuidos no ayudan mucho a un debate sereno, serio, profundo. Es un tiempo, otra vez, de sofistas, en el que las cosas se valoran según nos convengan o no.

Parte del deporte se ha elevado al mero espectáculo, por no decir que a puro negocio. Al mismo tiempo, la política se limita a lo institucional, a lo que ocurre en las Cortes, en los Parlamentos, en los pasillos de los centros de poder, lo referido a los acuerdos, normas y leyes que se establecen entre quienes se dedican a la Institución. Clase política se le denomina. De ahí que se considere que actividades como el deporte no deberían estar afectados por lo que ocurre en tales esferas, aun cuando las grandes competiciones se lleven casi siempre amparadas por banderas nacionales que inciden en discursos colectivos, el nosotros y el ellos.

Lo ocurrido en Bilbao el miércoles tres de septiembre ha vuelto a centrar el debate sobre esta relación entre deporte y política. Aunque el motivo de la protesta que impidió que la Vuelta ciclista terminara su último tramo fuera más bien rechazar una masacre y pedir que un equipo vinculado a Israel no participara en la competición. Hay quien se ha centrado en la imagen, para ellos mala, que daba la ciudad, como el alcalde de Bilbao, José María Aburto, o la Diputada General de Vizcaya, Elixabete Etxanobe. No viene al caso, pero parece que la imagen de la ciudad no estuvo afectada unos pocos meses antes, cuando a raíz de un partido de final de copa las hordas de seguidores de los dos equipos británicos en liza recorrieran sus calles borrachos, gritando todo el día y rompiendo no pocos semáforos para llevárselos de recuerdo. Más bien se celebró la buena sintonía y el buen ambiente, tal vez porque se temió que todo acabara mucho peor.

Esta vez la cuestión la centró el periodista Juanma Castaño, quien acudió al axioma fundamental, que hay que separar deporte y política en lo que concierne a la Vuelta, partiendo del hecho de que los equipos de ciclismo los forman deportistas profesionales que no tienen nada que ver con la política ni están como representantes de los Estados en cuestión. Sería feo recordar que Juanma Castaño estuvo a favor en 2022 de vetar la participación de equipos rusos en la competición española tras la invasión de Rusia a Ucrania y la posterior guerra, execrable como toda guerra, que continúa hoy.



Hay algo cierto que se desprende de sus declaraciones: los deportistas no son, como ciudadanos, responsables de la situación en Gaza, no sabemos si amparan el genocidio del gobierno israelí, si tienen matices o si están en contra. Ni siquiera son todos los miembros del equipo israelíes y de momento sólo sabemos que el propietario del mismo es cercano a Netanyahu. La cuestión estriba en decidir si debe de vetarse a un equipo vinculado a un país que realiza una masacre y cómo se aplica dicha medida, si la respuesta a la primera cuestión es que sí. Porque el que se aplique a un país y no a otro parece responder a una decisión política, lo que negaría la pretendida separación de deporte y política. O su aplicación tendría que ver con posiciones de interés, la justicia de la medida dependería de la mera conveniencia de quien decide.

Es cierto que la protesta no soluciona el problema. Pedro Delgado se mofó de ello. Se queda en lo testimonial, aunque es importante, y casi todo el mundo lo ha reconocido, incluso muchos de los críticos de las formas, que se pueda expresar un determinado rechazo a lo que ya casi todo el mundo asume que es una barbaridad, la desproporción cuanto menos de lo que está pasando en Gaza y ante lo cual lo sucedido en Bilbao es una nimiedad.

De todos modos es difícil asumir plenamente ese axioma de que separemos siempre el deporte y la política. Se acudió a ello cuando se celebró el mundial de fútbol de 1978 en Argentina, cuando al tiempo que se celebraban los partidos se torturaba en cuarteles y en otros centros adscritos a oponentes políticos y se les hizo desaparecer a muchos de ellos, por decisión de la junta militar. Eso sí es que consideramos que la tortura y la guerra sean política. O pasa hoy, cuando algunos equipos participes de la Liga Española de Fútbol, entre ellos el Athletic de Bilbao, juegan en Arabia Saudí unos pocos partidos de la competición española. Aunque aquí estamos hablando más bien de negocio, que al parecer tampoco tiene nada que ver con la política.

 

sábado, 23 de agosto de 2025

Faisaien Irla

 


La vida de Sambou se nos aparece plácida. Ha nacido en Guipúzcoa, trabaja en el taller de gigantes de su pareja, Laida. Mantienen una relación feliz. Pasean por las calles de Irún o de Hendaya, cruzan el puente sobre el Bidasoa y a menudo contemplan la Isla de los Faisanes, ese condominio que pertenece medio año a Francia y medio año a España. Su vida social es intensa. Sambou juega en el equipo local de rugby, en el que a veces le llaman Iñaki. Habla vasco con normalidad. Vemos como en una tienda el comerciante, al atenderle, cambia la lengua, pero él responde en el idioma que es el habitual en su zona, entre su grupo de amigos, lo habla con su pareja y con el padre de ella. La misma normalidad con que emplea los otros idiomas del lugar, el castellano y el francés.

.Podríamos decir que Sambou está integrado. Cualquier cosa que sea esto de la integración.

Aunque es frecuente que al pasar el puente sobre el Bidasoa, frontera entre dos Estados, la patrulla de la Gendarmería francesa le pida la documentación. Asistimos a ello una noche en que Laida y Sambou salen a pasear y pretenden ir al otro lado. Ella misma, al ver la patrulla, bromea sobre la posibilidad de que le pidan, sólo a él, la identificación. Así es. No existe la frontera para los vascos de las dos partes, los del norte y los del sur. Tampoco para los españoles y los franceses, ni para los ciudadanos de la Unión Europea. De hecho, cruzan el Bidasoa miles de personas todos los años sin ningún problema, es la idílica Europa, el jardín europeo, como la llamó Borrell una vez. Pero si hay controles fronterizos, lo están para los cientos y cientos de inmigrantes, muchos de ellos negros, que pretenden ir a Francia.

De hecho, se han intensificado los controles de inmigración en los dos lados de la frontera, sobre todo al norte del Bidasoa.

Una tarde, en uno de sus paseos, ocurre algo que va a trastocarlo todo. Oyen gritos de socorro y ven a dos personas en el río caudaloso que se están ahogando. Son dos inmigrantes que, para evitar las patrullas policiales, cruzan a nado el Bidasoa y así acceder a Francia. Laida no se lo piensa dos veces: se lanza al agua. Sambou se queda en la orilla, duda, le vemos confuso, Laida le llama para que acuda al auxilio, pero él parece inmovilizado. Todos creemos que en una situación así reaccionaremos con valentía, que no temeremos el riesgo, que actuaremos como héroes, con valor. Pero hay que vérselas ante el agua, ante una corriente que te puede arrastrar.

Laida salva a Nussim. Su acompañante desaparece. Aparecerá poco después, ahogado, en un cambio de soberanía de la Isla de los Faisanes.

Este es el planteamiento que nos propone Asier Urbieta en su opera prima, Fasaien Irla (La isla de los faisanes), estrenada hace unos meses. A partir de aquí se produce un conflicto que afecta a todos los personajes. Sobre todo asistiremos a la toma de postura de Laida, radical, intransigente. No lo dice, pero parece reprocharle a Sambou que no se haya lanzado a ayudar a los dos chicos, al fin y al cabo el origen de Sambou es africano, incluso el espectador se lo plantea en algún momento, es él quien con más motivo, nos decimos no sin cierta molestia, puede que sin mucha convicción, intuimos tal vez lo injusto del reproche, debería haberse lanzado en su ayuda.



Pero si algo vamos descubriendo a lo largo de la cinta es que nadie es de una pieza. Admiramos, sí, la actitud de Laida, el compromiso que adquiere a partir de descubrir el problema de los cientos de inmigrantes que cruzan el río, pero nos asusta la manera que a veces tiene de exigirle a los otros un mismo grado de valor. Nos preguntamos la razón de la pasividad de Sambou, pero vamos comprendiendo que su reacción es, al mismo tiempo, humana, emocional, incluso lógica (porque a menudo la razón y la emoción no están tan desligadas).

En el fondo late una pregunta: ¿cómo actuar ante las tragedias que ocurren a nuestro alrededor?¿Le podemos exigir a determinados grupos mayor compromiso mientras que para el resto cabe la pasividad?¿Hasta qué punto los problemas, trágicos en ocasiones, afectan a todos, sin que sean más problemas de unos que de otros?

Asier Urbieta nos plantea un buen mapa con que respondernos.

Mientras, este verano un grupo de malienses han pernoctado en las calles de Vitoria y San Sebastián, a la espera de continuar el mismo trayecto que los dos chicos de la película. Recibieron el apoyo de algunos ciudadanos y al final la administración se ha visto en la coyuntura de darles cierta cobertura ante su precariedad vital. En su caso, además, se junta el hecho de que parten de un país en conflicto. Al mismo tiempo, en Bilbao ha saltado la polémica de los vendedores ambulantes africanos, la mayoría senegaleses, que venden en la calle productos diversos, el top-manta, en competencia, dicen, de los comerciantes regulares. La administración municipal ha justificado ciertas actuaciones de control previas a la Aste Nagusia, la gran fiesta de la capital vizcaína. Se argumenta que la permisibilidad no ayuda a que salgan de la precariedad y se mencionan mafias que retienen a los vendedores en tal estado. Aunque pocas opciones les quedan cuando se vive en la irregularidad legal, sin papeles y sin muchas alternativas.

El debate está en la calle, en las redes sociales, en un momento en el que por desgracia no parece dar vergüenza ser abiertamente racista y retrógrado, y las posiciones son implacables, contumaces y a menudo sesgadas. Por eso es interesante el tono de esta película, que no es equidistante en absoluto, hay una toma de posición clara, pero no cae en una narrativa simplista o parcial. No parte de una visión fácil de las cosas, no hay moralina. Consigue además que como espectadores, nos confrontemos con nuestras propias contradicciones, a menudo con un reduccionismo que desvirtúa nuestra mirada.

miércoles, 13 de agosto de 2025

Abolengos

 


La noble familia de los Santos de Molina veía restringirse su opulencia colonial, tal como nos cuenta Julio Ramón Ribeyro al inicio de su relato El marqués y los gavilanes. Familia con raigambre, no en vano descienden de Cristóbal Santos de Molina, cuarto Virrey del Perú, pierden no obstante hacienda y prerrogativas. A todas luces el Virreinato es cosa del pasado, Perú es ya una república y a mediados del siglo XX el país se incorpora plenamente al capitalismo latinoamericano, y por ende mundial, con profundos cambios sociales y políticos en los que su pomposo apellido guarda, sí, ese abolengo de antaño, pero ya sin la ralea que entraña tener atrás un imperio.

Manda el pragmatismo y el clan es consciente de que para que todo siga igual en el juego de las relaciones de poder es necesario que todo cambie, sabio consejo formulado en El Gatopardo por Tancredi Falconeri a su tío, el viejo Príncipe de Salina. Así que los Santos de Molina, tal vez sin conocer la novela de Giuseppe Tomasi de Lampedusa, se incorporan al mundo de los negocios, a las especulaciones bursátiles e incluso adoptan las nuevas modas de un mundo cambiante, al menos en las formas.

No obstante, Diego Santos de Molina no parece adaptarse a dichos cambios. Retirado en la Casona de la calle Amargura, mansión que se caía de puro viejo, «rodeado de daguerrotipos y pergaminos», el viejo solterón de la familia no entiende ni quiere entender los oscuros mecanismos del poder y el dinero, sigue anclado en las glorias de las raíces ancestrales a las que se dedica por medio de genealogías y de la lectura obsesiva de las memorias de Saint-Simon. Lo suyo es el honor y la honra de aquel Siglo de Oro que lo fue en ambas orillas.

Una tarde acude al bar del Hotel Bolívar, donde tenía por costumbre leer la prensa, el ABC y el Times, en una mesa reservada, siempre la misma, y quizá también se reúna ahí con alguna amistad de su tertulia de laureados señores poseedores de las mismas ínfulas aristocráticas que las suyas, pero descubre con horror que la mesa, su mesa, estaba ya ocupada por tres miembros de la alta burguesía. De los tres destaca don Fernando Gavilán y Aliaga, que pertenece al clan burgués por excelencia que domina las finanzas, la banca, la política, el generalato, la universidad y la vida social y deportiva en aquella Lima de gente bien, de individuos pudientes y acomodados que emplean con deleite especial la palabra progreso.

A partir de allí se inicia una guerra de don Diego Santos de Molina contra Fernando Gavilán y Aliaga, que pronto, en la cabeza del marqués, se vuelve un choque a muerte entre las dos familias, que incluye a los vivos, pero también a los muertos, a los ancestros, a la raigambre del clan propio enfrentado a esos advenedizos de obscuros orígenes.



No es raro encontrar a personas que, en algún momento, acuden a las glorias de los antepasados para reclamar o legitimar su superioridad moral. «Cuando los tuyos eran unos muertos de hambre, los míos…». Poco importa que se hable desde el más rancio conservadurismo o desde ciertas actitudes progresistas, en algún momento brota esta supremacía de la sangre que sitúa a cada cual en su lugar.

Cuando esta concepción es colectiva, entonces nos enfrentamos a un supremacismo colectivo o nacional que distorsiona todavía más la realidad. Porque el abolengo patrio requiere entonces de cierta épica, el nosotros se vuelve un nosotros ideal, idealizado, y si hay que exagerarlo, se exagera. Nosotros somos diferentes, tenemos un origen distinto, poseemos una cultura política propia, característica. Son formas de decir que somos mejores que el vecino. Sirve para discutir las relaciones de un pueblo con el Estado, cuando hay fricciones al respecto, fricciones no violentas, no represivas, a cuyas víctimas se comparan para oprobio de los pueblos realmente oprimidos, o para acudir a las raíces enaltecedoras para reprocharle a los extranjeros que contaminen el ideal patrio cuando intentan vivir más allá del trabajo precario que les corresponde.

Es esto lo que lleva a Diego Santos de Molina a escandalizarse porque el descendiente de un carnicero de Monterrey pretenda ocupar el lugar que su clan posee por mérito de sangre. A veces se llega al ridículo con esta actitud. Celebrar una festividad musulmana ensombrece las raíces propias, lo que somos, la nación que hemos constituido. Poco importa que la región en cuestión se haya conformado y construido su identidad, en buena medida, también con el aporte de los ancestros de esas personas que pretenden cumplir con sus ritos, sin exigirnos participar en ellos, como tampoco nos lo exigen otros credos que ocupan el espacio público, simplemente hacen su vida. Hay quien plantea incluso, igual que don Diego, que poco importa la valía del contrincante devenido enemigo: su presencia es una amenaza, un insulto, una aberración. No hay que tener en cuenta los beneficios económicos que aporten, lo importante es la dimensión moral y la mancha en la honorabilidad propia.

De paso, los muertos de hambre propios, los que pertenecen a la nación afligida por la presencia ajena, pueden ascender un escalón, verse por encima de otros, acusarles de sus males. Sin darse cuenta quizá de que el problema venga de la propia escala social, de los peldaños y gradas superiores, donde los marqueses y los gavilanes juegan a la pureza de sangre porque no tienen que preocuparse del día al día.

viernes, 1 de agosto de 2025

El taxista ful

 


«Que la vida sea esto no puede ser». Es la conclusión a la que llega José, el hombre que se apropia de taxis por la noche para trabajar unas horas y así mantener a su familia. Lo vemos apesadumbrado al volante, conduciendo por una Barcelona despreocupada de su situación. Es consciente de su anomalía. Desde los catorce años ha tenido que trabajar, ganarse la vida, según la expresión que la asocia con el trabajo, con lo productivo, con ese entramado de relaciones de poder y de mercado en este capitalismo tardío que padecemos. De pronto, en la cincuentena, se encuentra en la periferia de esa vida, sin empleo, culpable de no llevar a ojos de la sociedad el comportamiento adecuado que se espera de él.

Su situación social desemboca en un profundo malestar, se encamina hacia la depresión, hacia un mal que deja de ser social para volverse individual. Porque la enfermedad, nos dicen, la del cuerpo o la del alma, es siempre cosa de uno mismo.

Pero a él estas disquisiciones le son ajenas, lo único que quiere es vivir y llevar una vida normal. Se lo cuenta al abogado, porque al final se descubren sus tejemanejes nocturnos, que se lleva los taxis por unas horas, y poco importa que los devuelva a su sitio al amanecer y que incluso deje un dinero como compensación por el uso y la gasolina. No es lo establecido. La anomalía se le vuelve un nudo en el estómago. Le acusan de robo. Puede ir a la cárcel. No ha cumplido ni con la sociedad, cualquier cosa que sea esto de la sociedad, ni con su familia, ni consigo mismo. Todo el peso recae sobre su persona. Tal estado de cosas le produce desasosiego. A pesar de Marc, que le acompaña en su peregrinaje existencial y que intenta darle la vuelta a su comprensión del mundo, que se vea no como un ser para el trabajo, sino un ser por sí mismo. A pesar del abogado que le habla de la repercusión política de su gesto radical, de la estrategia de defensa que parte de su condición de delincuente político. José no entiende nada. Sólo quiere vivir, todo lo demás le supera, no lo comprende, no logra entrever que lo suyo es también un tema social, se enfrenta en la más absoluta de las soledades, que cada cual aguante su vela, es lo que al fin se dice, ya no hay vínculos de clase ni de ningún tipo, aunque intuye también lo que dice al principio de la cinta, sin ser del todo consciente de lo que significa, que no puede ser que la vida sea esto. Aunque no sepa en absoluto lo que pueda ser la vida.

Esta es la trama de El taxista ful, el relato de este impoder que siente su protagonista, según el concepto acuñado por Artaud, impouvoir, ese proceso de pérdida de sí y de expoliación del mundo al que la vida nos somete. José, a través de Marc, se vincula con una red de personas que combaten el sinsentido de esta realidad, que cuestionan el desorden de este mundo a partir de poner en duda conceptos asumidos: el trabajo, el dinero, la libertad, la vida. Sigue sin entender nada de lo que le dicen. No es tampoco una posición, la de esa red, muy extendida. No es fácil romper el espejo en el que hemos estado siempre reflejados. Resulta difícil cambiar los valores, los principios, las miradas. La normalidad es al fin como esa canilla que gotea permanentemente y que vemos varias veces al principio de la película, marcando el ritmo constante de la cotidianidad.

Jo Sol realizó esta película en 2005. Era una cinta que se encuadra en ese cine urgente que intenta hacerse eco de tantas situaciones complicadas. Hay que recordar que el cambio de siglo estuvo precedido por un momento de indecisión. La caída definitiva del estalinismo, consecuencia de una estructura entumecida que no había contribuido en absoluto a la emancipación de la clase trabajadora, estancada durante lustros bajo una dictadura burocrática de partido, dio la sensación de triunfo definitivo del capitalismo, de su versión más radicalizada además, la neoliberal, la que quiso reducir al Estado a su mínima expresión en lo económico, mera maquinara a los sumo de represión policial, barnizada eso sí de discurso democrático y de un concepto de libertad más propio de un anuncio publicitario. Se habló del final de la historia.

Pero la vida tampoco era eso, no se podía restringir a los balances y cuentas de la globalización, no se podía contener entre disertaciones complacientes con el (des)orden del mundo. En aquellos primeros años del siglo XXI surgió una resistencia global y se cuestionó no pocos valores. Tampoco es nueva la mirada de Marc y sus amigos, aun cuando su discurso llame la atención, sorprenda por su ruptura de los patrones tradicionales. Nos podemos remitir al situacionismo, a la crítica de Foucault, al Teatro de la Crueldad, a los herederos de Artaud, a la literatura del absurdo, a los surrealistas incluso. El fracaso del estalinismo que cuestiona en parte los programas revolucionarios y el neoliberalismo que reduce la vida a los beneficios empresariales atacan directamente la vida. De ahí la necesidad de que la vida se vuelva a situar en el centro de todo debate.

Poco después de aparecer esta película una crisis más profunda si cabe puso en jaque otra vez tanto desorden. El cúmulo de protestas de esos primeros años de siglo desembocó en un movimiento de protestas que llenaron las plazas españolas en las que por fin la vida se puso en el centro de todas las deliberaciones. Se pretendía la politización de la realidad entera. Aunque al final, no es fácil romper esquemas, ya se ha dicho, y se optara por volver a hacer política, al juego de la representatividad, a encauzar la rabia y la crítica por las sendas de la institución.

Y de pronto llegó la pandemia.

La vida se puso en el centro de todo. La enfermedad mataba. Colapsó el sistema médico. Descubrimos las costuras del orden establecido, del sistema. Reaparecieron las fronteras, los muros, el control ahora mucho más evidente. Se reforzó el miedo, porque la muerte estaba allí, a la esquina de cualquier calle, plaza o avenida. Los Estados volvieron a normativizar las vidas de un modo estricto. Aunque la enfermedad, su sufrimiento, siguió siendo cosa de cada cual, aun cuando se legislara su contexto.

Claro que cinco años después del momento más duro de la pandemia y dos desde que la OMS declarara el fin de la misma, nadie se acuerda ya de todo aquello, regresó la normalidad, sin que parezca que nada haya mejorado. «Saldremos mejores», anunciaban, mientras que los aplausos a los sanitarios no han evitado las nuevas privatizaciones en la sanidad pública, corruptelas incluidas, mientras que los representantes de aquellos sectores movilizados antes siguen haciendo política hoy, la política de toda la vida y mientras la metáfora de la guerra contra el virus se volvió guerra de verdad, aunque fueran las guerras de siempre.

De la repercusión de la pandemia y de sus consecuencias y efectos nos habla Santiago López-Petit en Tiempos de Espera. Lo subtitula Marx, Artaud y su fuerza de dolor, porque acude a ambos para reflexionar sobre el presente y sobre la vida. Lo publica la editorial Verso. Analiza todos los cambios que se han producido este tiempo detenido en el tiempo, durante el cual la enfermedad y la vida se pusieron en el medio de la gestión política. Claro que no desde un planteamiento de emancipación social. Más bien al contrario. Al fin y al cabo el miedo como herramienta de dominio nunca contribuye a una política emancipatoria, todo lo contrario, sólo sirve para mantener las relaciones de poder y el sometimiento, para que se expanda el impoder y ese proceso de los José de ahora, o sea, de los nadie, para que sigamos incapacitando para entender la Vida y entender nuestras vidas.

De ahí que sea importante compaginar este libro con El taxista ful, se complementan perfectamente, las dos caras de una misma moneda que nos permitirá reflexionar sobre nosotros mismos, aunque no sepamos qué hacer en esta historia colectiva de la que formamos parte, sólo intuyamos que sí, que hay que hacer algo. Aunque sea demasiado tarde.

miércoles, 23 de julio de 2025

Un lugar cualquiera

 


El suceso tuvo una repercusión enorme. En 1926 reapareció José María Grimaldos, vecino de Osa de la Vega, en Cuenca, que dieciséis años antes, en concreto el 21 de agosto de 1910, desapareciera de pronto de la localidad, sin que en todo aquel tiempo se supiera nada de él. De hecho, la denuncia de los familiares dio lugar a una investigación por parte de la Guardia Civil y a la conclusión, por una serie de circunstancias, del asesinato del pastor, que no destacaba por su inteligencia. Decían de él que tenía pocas luces, que era un tanto lelo. Que se movía por impulsos. Pronto las sospechas recayeron en Gregorio Valero, jornalero, vecino también de Osa de Vega, y en León Sánchez, vecino de Villaescusa, mayoral de una finca junto a la cual pastoreaba Grimaldos. Pronto las sospechas se convirtieron en una acusación concreta, que por supuesto, en un principio, ambos negaron.

No tardaron sin embargo en reconocer el crimen. Firmaron sus respectivas confesiones. Nada iba a contrariar la convicción de que eran culpables, ni sus proclamas de inocencia, ni las muchas contradicciones en que cayeron cuando empezaron a reconocer los hechos para evitar las torturas. Iban añadiendo datos a medida que recibían golpes y collejas, modificando los que habían dado cuando en seguida quedaban en evidencia. Los agentes introdujeron dudas entre ambos. Les aislaron entre sí y les decían que el otro lo había confesado todo. Tampoco se encontró el cadáver. Acabaron confesando que se lo habían dado a comer a los cerdos. Se les condenó a prisión por asesinato, hasta que dieciséis años después el finado apareció por sorpresa y dijo que su partida se debió a un barrunto.

La reaparición de Grimaldos estuvo en boca de toda la comarca, del mismo modo que se extendieron en su momento los rumores y habladurías que agravaban la culpabilidad de los reos. Incluso la noticia despertó el interés en todo el país. No pocos periódicos enviaron corresponsales, no porque fuera un caso único de práctica dudosa y desenlace sorprendente, sino porque la noticia cuestionaba un sistema de justicia que a todas luces hacía aguas por todas partes. No olvidemos por otro lado que aquel primer cuarto de siglo era de por sí violento. No dejaba de ser la continuación de un mal ambiente en un país en crisis perenne, con frecuentes incidentes políticos y sociales, y atentados de distinto signo, con el somaten que amenazaba a los obreros en huelga, con la guerra del Rif que provocó en Barcelona la denominada semana trágica, con el pistolerismo y la delincuencia que abundaban en todo el país, igual que las prácticas poco aptas que estaban normalizadas, asumidas.

Uno de los cronistas que apareció en Osa de la Vega fue Ramón Sender. Así firmó sus crónicas en el periódico Sol, de Madrid. Por entonces ese nombre no sonaba en absoluto. Se trataba de un hombre joven, apenas veinticinco años, que hacía sus primeros pinitos en la prensa y que comenzaba una carrera literaria que, con el tiempo, le llevó a gozar de no poco prestigio.

Recorrió la localidad y la comarca. Entrevistó a protagonistas y testigos de aquellos hechos. Se dio cuenta sin duda de lo peligrosas que son las murmuraciones, los prejuicios y la falta de rigor en algo tan grave como una investigación criminal. Fue el suyo un trabajo minucioso que le permitió escribir unas crónicas diligentes. Siguió escribiendo sobre los mismos incluso pasados unos años, como si aquel asunto y sus protagonistas hubieran quedado fijos en su cabeza, casi de un modo obsesivo. Todo aquel material lo emplearía a mediados de los treinta para escribir una novela. La repentina guerra no le permitió publicarla en España. Sería en México, ya iniciado su exilio, donde aparecería en 1939, bajo el título El lugar del hombre. A finales de los cincuenta retomaría la novela y la volvió a publicar con su título definitivo, El lugar de un hombre.



El libro es crudo, describe con dureza el sufrimiento de los dos acusados durante los interrogatorios. Cambia el escenario, sitúa los hechos en Aragón, cambia los nombres de las personas, pero la sucesión de acontecimientos sin duda la mantuvo fiel a la realidad. Incorpora también elementos de esa sociedad caciquil característicos de un país todavía agrícola y pobre, en los que no se han estabilizado las reformas institucionales propias de una democracia que no acaba de cuajar.

En 2024 la editorial Contraseña la publica de nuevo y añade un anexo con las crónicas publicadas por el autor en el diario Sol y en La Libertad.

La historia de Osa de la Vega, por lo demás, no se había olvidado en España. En 1964 el escritor Antonio Ferres publica Con las manos vacías, con la que ganó el premio Ciudad de Barcelona. Se aleja un tanto de los hechos e introduce otros temas, pero a todas luces es un eco de uno de los incidentes más graves en eso que llaman la crónica negra de la realidad española. Quince años después, iniciada la transición, Salvador Maldonado publica la novela El crimen de Cuenca, que servirá de base para la película con el mismo título dirigida por Pilar Miró. Esta película tuvo dificultades para exhibirse ya que se consideró que podía ser ofensiva tanto para la Guardia Civil como para la institución judicial. Hubo que acudir a esa misma justicia para al final permitirse que se exhibiera, en un pulso que duró dos años y en el que estaba en juego la libertad de expresión, la credibilidad de una democracia que se estaba construyendo a golpe de pactos y transacciones, pero que estaba claramente en jaque, como lo demostraba el asalto al Congreso por parte de la Guardia Civil.

Aquel incidente de hace un siglo muestra bien a las claras el peligro de consolidar la vida colectiva a base de rumores, prejuicios y falta de rigor a la hora de afrontar los hechos cotidianos, incluso los graves. Cien años después nos hemos librado de ciertos males, como la tortura, y esto hace cuatro días, como quien dice, pero no parece que hayamos ganado en rigor a la hora de analizar la realidad. Al igual que Osa de la Vega en su momento, Torre Pacheco es hoy el símbolo de lo que no debería ocurrir.

martes, 1 de julio de 2025

Cinco metros cuadrados

 


El título de la película, 5 metros cuadrados, alude al tamaño del balcón en el apartamento que Virginia, interpretada por Malena Alterio, y Alex, interpretado por Fernando Tejero, pretenden comprar, a punto de casarse, para su residencia conyugal. Están ilusionados, tienen planes de vida acomodada, se sienten clase media y se ven juntos toda la vida. Se encuadra su hogar futuro en una urbanización que se va a levantar a las afueras de una ciudad mediterránea. Contemplamos ésta al principio de la cinta, con sus rascacielos, sus zonas ajardinadas, las calles rectas y sobre todo las vistas al mar.

A continuación, vemos dos coches atravesar una zona yerma, cerca de la ciudad. Avanzan por un camino de tierra pedregosa. Dos hombres descienden de los respectivos vehículos y continúan a pie, entre risas y camaradería, a contemplar ese mar plácido e imperturbable. Uno es Montañés, empresario inmobiliario, el hombre que proyecta esa urbanización apacible cuyo nombre refleja toda una mentalidad: Señorío del Mar. Lo interpreta Emilio Gutiérrez Caba. El otro es Arganda, concejal del ayuntamiento, interpretado por Manuel Morón.

De su conversación deducimos que se conocen de hace tiempo, que se tienen confianza, seguramente son amigos, pero sobre todo son socios. El empresario habla con claridad de su proyecto. El concejal le plantea algunos obstáculos legales: ley de costas, normas del Ministerio de medio ambiente, cuestiones presupuestarias. Pero, ¿no han superado antes otros obstáculos y han obtenido ambos pingües beneficios? Las sonrisas de ambos nos indican la naturaleza de algunos de esos beneficios. No es necesario que digan mucho. Sabemos lo que hay.

La película, rodada en 2011 y dirigida por Max Lemcke, nos habla de un caso más de especulación en aquella burbuja inmobiliaria que estalló a finales del primer decenio de siglo XXI y que causó tanta miseria en tanta gente. Los efectos fueron terribles, aunque parecen olvidados, casi como poco recordada es esta película que, sin embargo, no fue la única que trató las consecuencias de una crisis inmobiliaria que inspiró no poca ficción. Aunque, como suele decirse, la cita se atribuye a Oscar Wilde, la realidad supera la ficción.

No obstante, más arraigada que la burbuja inmobiliaria, que ha vuelto a nuestra realidad diez años después, es la corrupción política, que nunca se ha marchado del todo, tan cotidiana, y que debería sorprendernos y por ende alarmarnos, pero a estas alturas ya ni sorprende ni alarma.

El último capítulo de la corrupción patria, con las primeras horas en prisión de un político, hasta hace bien poco en un puesto clave de su partido, nos retrotrae a esa conversación inicial de Montañés y de Arganda en 5 metros cuadrados. La naturalidad de la cháchara o la sensación de que todo se puede, quizá porque todo se olvida con rapidez, muestra bien a las claras que el problema real ha superado de largo su reflejo en el cine. Asistimos al espectáculo, sin duda indecoroso, de acusaciones gravísimas sin que se turbe el fustigante por lo realizado por él mismo no hace tanto tiempo, mientras que el fustigado remite al recuerdo de lo que ocurrió, como si lo propio fuera peccata minuta.

Al final, la corrupción se integra en el paisaje como las flores en primavera, es algo natural. Lo hemos interiorizado hasta el punto de no afectarnos. Nos apenamos en la ficción por Virginia y Alex, asistimos a su sufrimiento y a su caída a los infiernos. Entendemos el gesto desesperado de Alex que le lleva a un acto furioso, perturbado. Pero vemos normal ese final de la película en el que intuimos que serán el empresario y el concejal los que se vayan de rositas, pese al mal rato vivido. Las repercusiones caben en apenas cinco metros cuadrados. La vida misma.

 

lunes, 16 de junio de 2025

Ciudades de cadáveres

 


Aconsejado por Circe, Ulises y los suyos emprenden el viaje al inframundo para encontrar a Tiresias. El adivino de Tebas les va a indicar el modo de regresar a Ítaca. Tienen en la brisa marina un leal compañero que les permite atravesar el Océano y alcanzar la antesala del Hades. Allí realizarán las tres ofrendas de rigor. La primera, con leche y miel. La segunda, con vino. La tercera, con agua y harina blanca. Invocarán tras el rito a los muertos y Ulises adquiere el compromiso de sacrificar una vaca al llegar a su patria.

Es entonces cuando ascienden las sombras de muchos difuntos, entre ellas la de Aquiles, «el mejor de los aqueos», dirá Homero de él, el hijo de la diosa Tetis y el mortal Peleo, el héroe de Troya que antaño pareció optar por una muerte épica en el esplendor de la batalla cuando era aún joven, en vez de una vida larga y sabia. Pero además Aquiles, mitad divino, mitad humano, hubiera podido disfrutar de las bondades de la inmortalidad, cualesquiera que fueran estas. No obstante, mortal al fin, gobierna sobre todos los muertos, le recuerda Ulises, del mismo modo que antaño, en vida, le honraban los hombres de Argos como a un dios. A Aquiles parece no gustarle el elogio. La réplica no da lugar a dudas: «No le des tu consuelo a mi muerte», le dice a Ulises, y añade que más quisiera ser un labrador humilde que ser rey y mandar sobre los difuntos. Añora la vida. De buena gana, indica, emplearía su fuerza, pero para volver al hogar de su padre.

Por un momento, sus palabras parecen desdeñar la heroicidad del guerrero. No hay melancolía de la fuerza, no hay nostalgia de la sangre derramada. En este instante íntimo de confesión no podemos olvidar que su interlocutor, Ulises, intentó evitar ir a la guerra de Troya fingiéndose loco ante Menelao y Palamedes, que lo fueron a reclutar, pero fue desenmascarado y tuvo que partir a la batalla, en aquellos tiempos épicos de honor y de intensas y apasionadas rivalidades bélicas. Ambos gestos, el fingimiento de uno y el lamento de otro, les humaniza ante nuestros ojos. Hay un poso de rechazo a la guerra, como un atisbo de lo que es en realidad la guerra, aun cuando cumplieran con la misma y se destacaran en la batalla.

Mucho siglos después, la escritora japonesa Ota Yoko escribirá una frase que sin duda tiene claros ecos homéricos: «El miedo a esta incomprensible llamada de la muerte y la rabia hacia la guerra (no hacia la derrota, sino a la guerra per se) se entrelazan como serpientes y laten con fuerza cuanto más grises son los días». Aparece en Ciudad de cadáveres, un testimonio de la catástrofe de Hiroshima publicado en castellano por la editorial Satori. Ota Yoko estaba en esta ciudad la mañana fatídica del 6 de agosto de 1945, cuando el gobierno de los Estados Unidos decidió el lanzamiento de la primera bomba nuclear sobre población civil. Dos días después, se produjo otro ataque similar en Nagasaki, con un resultado idéntico. Ella es testigo de los efectos devastadores de la primera explosión nuclear, del infierno en que se convirtió la ciudad japonesa, de los estragos físicos y morales, que se produjo, no hay que olvidarlo, cuando Japón ya se planteaba rendirse, tras una larga guerra, lo cual vuelve mucho más aterrador el empleo de este tipo de armamento.



Ota Yoko recorre una ciudad que se va desintegrando ante sus ojos. Los edificios se desmoronan y los cadáveres se amontonan en las calles. Los supervivientes avanzan entre escombros, sin conciencia aún de lo que ha sucedido. Imposible no pensar, mientras se lee Ciudad de Cadáveres, en las localidades de Gaza y en sus pobladores, objetivos de una guerra cuya motivación real, vamos intuyendo, nada tienen que ver con identidades comunitarias o nacionales ni con reacción a acciones criminales, sino con razones económicas, en este caso comerciales, como es el plan de transformar la región en un atractivo foco de negocios turísticos. Cuánta razón tiene la escritora japonesa al afirmar que «no solamente debemos lamentarnos por la miseria de la guerra, sino por aquello que nos ha llevado a ella».

Qué menos que acudir a este libro cuando estamos en lo que parecen los inicios de una guerra entre Israel e Irán, a la sombra de armamento nuclear, las que dicen que posee Irán, las que existe en el arsenal israelí. Nada menos que ochenta años después de Hiroshima el libro de Ota Yoko pudiera volverse a escribir en las calles de cualquier ciudad de Próximo Oriente, en un eterno retorno criminal que es la historia.