«Porque callarse es
ponerse del lado de lo que se callaron primero». Lo escribe Aroa Moreno Durán
en su libro Mañana matarán a Daniel.
En él nos habla de tres de los cinco últimos fusilados de la dictadura, los que
murieron –a los que mataron– en Hoyo de Manzanares, en un lugar cercano al
domicilio de la escritora, algo que ella desconocía, aunque sabía, como sabemos
todos, de aquellas últimas ejecuciones, cinco sentencias de muerte que se
llevaron a cabo, todo un clásico, de madrugada, a la espera de un indulto que nunca
llegó.
De tales ejecuciones han
pasado ya cincuenta años.
Hubo en efecto quien
calló entonces, en un país de silencios donde todo ocurría entre líneas. Eran
silencios sin duda motivados por varias razones. Hubo sin embargo protestas, pronunciamientos
públicos que se rebelaban ante una realidad malsana, aunque era arriesgado
salir a la calle y proclamar lo injusto de unos procesos judiciales sin
garantías. Pero, ¿qué garantías puede haber en una dictadura?
Fuera de España se extendió un clamor: desde
el Papa hasta personas anónimas que se manifestaron en toda Europa, pasando por
dirigentes y personalidades públicas, todos reclamaron que no se aplicaran las
sentencias. Incluso desde la presidencia de México se pidió que se expulsara a
España de la ONU. Aquel final de la dictadura no estaba siendo de modo alguno
pacífico, a pesar de los discursos grandilocuentes que barnizaron años después ese
proceso de transición que sin duda ya se estaba gestando en aquel momento. No
fue, contra lo que nos han dicho, una transición pacífica. Persistía la
represión del Estado, la tortura, la muerte, las bandas parapoliciales tan
activas durante los años siguientes. Hubo también en el otro lado una respuesta
armada a la dictadura, grupos que plantearon la lucha armada como método de
resistencia y que la aplicaron, con el consiguiente listado de muertes.
Los tres fusilados de los
que nos habla la autora pertenecían al FRAP, una organización de las varias que
creó el Partido Comunista de España (Marxista-Leninista), contrario a la política
de reconciliación nacional auspiciada por el PCE de Carrillo, y que optó por
acciones armadas cuyas víctimas fueron cinco policías y un guardia civil. La
muerte de este último fue la causa del proceso de varios militantes detenidos y
torturados en aquellas fechas.
En el libro –entre la
investigación, la historia y la narración–, Aroa Moreno Durán nos presenta las
vidas de los tres militantes, aunque se centra en uno de ellos, en José
Humberto Baena, de quien se sabe ahora por varias investigaciones que no
participó en el asesinato del que se le acusó. La escritora acude a archivos, a
los testimonios de la familia y de antiguos camaradas, va imaginado aquellos
momentos que le cuentan, a veces con cierto recelo –es difícil deshacerse de la
desconfianza que crea la antigua clandestinidad–, a veces con datos que son
insuficientes para conocer la vivencia directa, emocional. La autora se decanta
así por la ficción, porque cuando no podemos penetrar del todo en el pasado
tenemos la ficción, como escriben Edurne Portela y José Ovejero en Una belleza terrible, novela en la que
reflexionan sobre el hecho de inventar o imaginar a la hora de afrontar el
relato de la historia.
Imaginación que es tanto
más necesaria cuando el silencio ha sido brutal, no sólo porque hay demasiada
información no descatalogada aún, también por la transacción de ese periodo que
denominamos transición que requirió demasiados mutismos y sigilos excesivos. Sólo
así se explica que el tema de las fosas comunes de la guerra civil y de los
primeros años de la posguerra no se haya solventado todavía, que incluso duden
algunos sobre la idoneidad de seguir con las investigaciones, dicen que para
evitar fricciones que esa transición, afirman, cerró. Claro que los silencios
afectan sólo a una parte, la de los derrotados, la de los olvidados por unas
direcciones políticas que en su momento cedieron para lograr ese pacto de los
setenta que permitió pasar de la dictadura a una democracia homologable con las
democracias europeas. Quizá no hubo más opciones, aunque algo cojea cuando
dejamos que sólo el tiempo lo cure todo.
Mañana
matarán a Daniel se nos aparece así como un intento de
entender un momento de la historia de la que formamos parte. Conocer la vida e
intentar comprender la actitud de aquellos militantes, unos jóvenes que
adoptaron un lugar y una posición en su momento histórico, no supone compartir
con ellos un ideario ni estar conforme con sus decisiones, algunas cuestionables,
como la lucha armada. Por otro lado, es difícil juzgar a toro pasado, cuando además
sabemos qué ha ocurrido en estos últimos cincuenta años. Lo que nos deja este
libro es un remusgo de lo corrosivo que es el silencio impuesto, de lo insano
que es para todos que cueste tanto afrontar esta historia reciente de la que
formamos parte. Porque callarse ahora supone otra vez afrontar el abismo al que
nos enfrentamos cada cierto tiempo. Porque callar es ceder a que de nuevo nos
construyan nuestras vidas a merced de intereses ajenos.
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