A
pesar de su rostro serio e impasible, a veces da la impresión de que las Moiras
tejen el destino de los seres humanos no sin socarronería. Consiguen en no
pocas ocasiones que los actos coincidan de un modo tal que tienden a
interpretaciones cuando menos grotescas. Pero quizá todo sea mera burla, una
chirigota que busca desconcertar, quien sabe si confundir. O en última
instancia confrontarnos con lo absurdo de la realidad.
O
tal vez lo que procuran las tres Moiras es que, al tejer y mostrar las costuras,
cuestionemos las certezas y seguridades construidas a golpe de clichés con que
mantener el desorden del mundo. Que al final comprobemos, como dejó claro
Lampedusa al establecer la regla de oro del quehacer político, que todo cambió
para que nada cambiase en realidad, y así lo esencial perdurase.
Este
año, a pocas semanas ya de su final, conmemoramos el quincuagésimo aniversario
de la muerte del dictador Franco y estaba previsto que dicha fecha fuera objeto
de rememoración, análisis y reflexión. Salieron libros, documentales, series y
ficciones que nos exponían los hechos asumidos oficialmente como el proceso
inevitable con que se fijaron las bases de la actual democracia. Otra vez se
nos iba a mostrar, después de unos años de cuestionamiento del discurso
complaciente, la elogiada transición como acto supremo de superación de
confrontaciones seculares, como ejemplo y prototipo para la restauración y el
avance. De la ley a la ley, tal como indica la fórmula que se empleó en su
momento para reforzar aquel modelo de reconciliación.
Sin
embargo, los cincuenta años han llegado en un ambiente caldeado que lo llena
todo, hasta el punto de que nos asomamos a la fecha redonda no sin la sensación
de asomarnos en realidad a un abismo. Pero además el caprichoso destino ha
querido que la conmemoración del final de la dictadura coincida con el inicio
del juicio al clan de los Pujol y con nuevos casos de corrupción que afectan
esta vez al principal partido gobernante.
Lo
de la corrupción parece ya a estas alturas fatalidad y sino de un país y de
unos tiempos que se mantienen a golpe de talonario, comisiones y negocios
realizados en reservados discretos y opacos, aunque en realidad, muchas veces,
a sabiendas del público general. No todos son iguales, sin duda, pero todos
tienen al mismo tiempo mucho que guardar discretamente.
Pero
lo de Jordi Pujol posee otra enjundia. Porque fue una de las figuras claves de
aquella transición modélica, el hombre que ganó las elecciones del 20 de marzo
de 1980, las primeras elecciones a la Generalitat tras la dictadura, uno de los
constructores de la nueva España, nacionalista —catalanista más bien— no
independentista, próximo al moderno empresariado catalán, uno de los suyos
además, hijo de la parte de España más europea, más avanzada, más culta, con
una cultura política propia, con una capital activa y bohemia.
Venció
con una coalición, CiU, formada por CDC, el partido que él mismo contribuyó a
crear, y UDC, un partido democristiano creado en 1931, partido histórico del
catalanismo político, junto a ERC. Nada tenía que ver con la derecha española
mayoritariamente vinculada al franquismo, la de los tecnócratas reconvertidos
en demócratas de toda la vida, y gustaba de la compañía del PNV, otra
organización histórica, socialcristiana, sería y durante lustros enfrentados a
una situación de enorme tensión en la Comunidad Autónoma Vasca y en Navarra,
así que ninguno de los dirigentes jelkides le podía hacer sombra a la
nueva estrella de la gestión pública, al hombre de Estado, aunque su nación no
tuviera uno, pero que supo convertir el español en su campo político, con su seny
particular para dialogar, negociar y pactar para mayor gloria de la prosperidad
común.
No
obstante, Robert Louis Stevenson nos mostró en El extraño caso del Dr.
Jekill y M. Hyde la dualidad de la naturaleza de cada uno de nosotros:
somos en realidad, con mayor o menor intensidad, seres divididos y puede que
contradictorios.
El
que fuera durante años, de 1980 a 2003 nada menos, President de la
Generalitat y llevara el título de Molt Honorable está siendo juzgado
por ocultación patrimonial, pero además pesan sobre él numerosos casos de
corrupción, un sistema de corruptelas y comisiones varias, de clientelismo que
convirtió la institución en una ventanilla única en el que fructificaron
operaciones varias para provecho de su propia familia y asociados. El hombre
que facilitaba la gobernanza del Estado, que pasaba por ser un político astuto,
esa astucia considerada una virtud en la Grecia clásica, la característica
principal de Ulises, era al mismo tiempo el feliz padre de familia que
favorecía la hacienda propia y la nación, tal vez sin saber colocar la línea
que dividiesen los intereses de país de los propios.
Como
estamos constantemente reescribiendo la historia, resulta que toda esa acción
del Clan de los Pujol era sabida por todos. O al menos por quienes se ocupaban
de la cosa pública y aledaños. Hubo incluso, parece ser, quien advirtió al Pater
familiae de que tuviera cuidado con algunos de los hijos, que habían
crecido y les costaba guardar las formas. Rumores en todo caso. Y según los
afines simples ataques a la nación. En todo caso, los elogios predominaban en
la época. Hubo que esperar a su caída en desgracia para comenzar a verlo de
otra manera.
Hay
una anécdota de esas que pasan por ser esclarecedoras: en 1988, al salir en su
coche oficial de un acto público en Santa Coloma de Gramenet, se topó con una
protesta vecinal. Algunos de los presentes lanzaron piedras contra los coches
del Presidente y de sus escoltas. Los vehículos se pararon y las cámaras
grabaron como el dirigente catalán afeaba la actitud del manifestante que había
lanzado la piedra contra su vehículo y le lanzaba una filípica a la que el
pobre hombre atendía con cara compungida y signos evidentes de arrepentimiento
ante aquel padre de la nación que no presentó denuncia, que pedía respeto a su
cargo y civilidad. Se elogió el gesto como la prueba del talante del político
en cuestión. En 2016, Jordi Pujol volvió a Santa Coloma de Gramenet, esta vez
sin su cargo público y con el reconocimiento de cierta ocultación patrimonial
en paraísos fiscales, uno más de los tejemanejes que iban saliendo a la luz.
Esta vez fue él quien recibió de un ciudadano una filípica, sin que pudiera
replicar nada, en silencio, quien sabe si arrepentido.
Ahora
le vemos asistir al juicio contra él y sus siete hijos, por medio de
videoconferencia debido a problemas de salud y contemplamos su rostro, la de un
anciano débil que parece no comprender lo que le está sucediendo.
Lo
que pasó después de su mandato en la historia local es de todos conocidos. Por
lo demás, cincuenta años después de la muerte del dictador muchas glorias de
antaño se han diluido forzosamente en los ácidos de la realidad. La transición
española ha perdido mucho encanto ejemplificante. La corrupción es lo
cotidiano, desde hace tiempo, además. Tampoco la Cataluña post-Pujol es lo que
era antes de su gobierno. Una nueva voz parece recoger la antorcha del pujolismo
y del proceso que le siguió, la voz de una mujer que clama contra lo extraño a la
nación milenaria y que alardea de no haber salido del país y casi de su
comarca.


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