miércoles, 27 de diciembre de 2023

Los ángeles caídos, de Eleine Etxarte

 


Nos mirábamos el ombligo.

Creímos en la posibilidad de ser únicos. Cada uno en particular, en su más absoluta individualidad. No nos dimos cuenta de la soledad que ese gesto entrañaba: romper los lazos con los otros, vivir ensimismados, falsamente orgullosos de los paraísos artificiales que íbamos creando, pero que tan lejos estaban de un paraíso verdadero. Sin querernos dar cuenta, tan ciego era nuestro orgullo, levantamos muros tan altos como un nuevo Babel posmoderno y tan pretencioso como el primigenio.

También fracasamos.

Nos mirábamos el ombligo y, con ello, perdimos el gusto por lo cercano, la posibilidad de contemplar los colores de las flores, de la tierra, de los campos, el lubricán de la madrugada, la hermosura calma de los rayos atravesando las nubes, esa luga que anuncia que el mundo es bello, aun cuando no lo viéramos en la cima de nuestra vanagloria porque apenas nos ocupábamos de nosotros mismos.

Nos creímos creadores de mundos.

Pero el mundo estaba ya creado, uno solo, el nuestro, al que no queríamos contemplar, tan encerrados estábamos en nuestra vanidad. Perdimos el placer de la primera maresía, el olor de la tierra henchida, incluso el petricor que provocaba la lluvia cuando de pronto, en la canícula, caían las primeras gotas sobre nuestros caminos empedrados. No supimos apreciar lo que existía ante nuestros ojos. Cegados de soberbia, de ambiciones nulas, ebrios de jactancia y suficiencia.

Perdimos nuestras alas, pero sobre todo perdimos nuestra mirada.

Cuando estuvimos en la cima de la más alta atalaya, descubrimos el horror de nuestra pequeñez. Vimos ríos de humanos que avanzaban en los cauces construidos entre edificios gigantescos. Vimos la tristeza de seres encerrados en sus reductos mínimos, pegados unos a otros, enormes colmenas para hombres y mujeres que vivían solos en compañía. Vimos el sin sentido, el absurdo, la conquista fatua sobre el tiempo inapelable.

Qué hermosas son nuestras ruinas, sin embargo.

Nos mirábamos el ombligo y eso nos convirtió a cada uno de nosotros en una nueva versión de Caín. Vagamos desde entonces, tras descubrir ante el espejo nuestra condición de desterrados, arrastramos la culpa por los caminos, sin entender la razón de tal condición de, a la vez, expulsados y protegidos.

De las ruinas también resurge la belleza, susurramos esperanzados. Lo importante tal vez sea el camino, nada más.

Queremos creerlo. Aunque tal vez seguimos en la actitud de mirarnos al ombligo.

 


jueves, 23 de noviembre de 2023

La vivienda


 

Puede que sea pronto, según las normas no escritas de la cortesía política, para lanzar los primeros dardos de la crítica, aunque a estas alturas ya muchos tenemos la experiencia suficiente como para tomar distancias, o no, respecto a qué partidos, qué gobiernos, qué políticos. Se deja engañar quien no tenga memoria o vivencias bastantes, quien sufre de candor, ingenuidad o incluso de una bobería fruto de la llaneza de espíritu, o tal vez sea simple interés a que las cosas no cambien, entiéndase a mejor. Puede también que se trate de un mero desliz, una de esas afirmaciones inoportunas que se formulan sin pensar, o sin pensar lo suficiente, aunque reflejan, qué duda cabe, una toma de posición, una sensibilidad que se dice ahora.

Que la recién nombrada Ministra de la Vivienda, Isabel Rodríguez, haya dicho en sus primeras horas, casi minutos, de la toma de posesión de su cargo que «defenderemos a los pequeños propietarios» deja cierto remusguillo a posición tomada, y no en favor de una inmensa mayoría, todo hay que decirlo, y no porque los pequeños propietarios puedan no tener sus problemas, sus preocupaciones, sus derechos, pero en un país donde el acceso a la vivienda alcanza, aun cuando no se presente así, se evite la formulación, niveles de verdadero problema, asusta no poco semejante declaración.

Porque los precios empiezan a ser inalcanzables para buena parte de la población, los precios de venta y los precios de alquiler. Que en muchas ciudades los alquileres no bajen de los mil euros, novecientos como mucho, cuando el salario mínimo supera en poco los mil euros, esos mismos mil euros, eso cuando el contrato sea de jornada completa, en un momento de altísima inflación, en competencia también con los pisos turísticos, y que en consecuencia muchos barrios se vayan vaciando por la expulsión de sus vecinos o la imposibilidad de acceder a ellos por jóvenes o recién llegados, o que obliguen a mucha gente, y no sólo jóvenes, a tener que compartir piso, tener que, como obligación, por mucho que se saquen de la manga modas posmodernas de repartir por afición el espacio de un apartamento y sus gastos, que no es voluntario, sino necesidad, pudiera llevar a matizar quien es la parte más débil en este estado de cosas.

Claro que no es un problema de ahora, sino que ha sido algo latente en muchos momentos. Así lo ha reflejado la literatura, muchas veces empeñada en traer a colación la intrahistoria, la vida cotidiana. Inolvidable resulta la novela de Rafael Azcona El pisito, escrita en 1957 y que dos años después trasladaban al cine Mario Ferreri e Isidoro M. Ferry. El propio autor de la novela comentó que se basó en un caso real leído en la prensa, el matrimonio de un inquilino con la anciana propietaria del apartamento para así asegurarse la vivienda en el futuro. En 1962, la novelista valenciana Concha Alós publicaba Los enanos, ahora recuperada por la editorial La Navaja Suiza, que cuenta la vida en una pensión donde comparten espacio unos personajes que sueñan, muchos de ellos, con adquirir el deseado piso que les permita avanzar en el anhelo de mejorar, salir tal vez de la pobreza y sentirse clase media, aunque nadie sepa muy bien qué es eso de la clase media.

Por tanto, un problema que perdura en el tiempo, de allí que a veces se considere que es algo natural, como las flores en primavera, que la vivienda sea inaccesible bien porque la población es pobre, antaño, o la vivienda es cara hasta el exceso, hogaño. Siempre habrá pobres, se dice a veces como justificación de la omisión de políticas que resuelvan este problema. Siempre será cara la vivienda, afirmarán hoy, aun cuando lo caro no es construir vivienda, sino su especulación. Mientras, se engrandecen los casos de impagos, ocupaciones, maltratos a la propiedad u otros abusos, que son en todo caso bien minoritarios, periféricos, una buena parte de los arrendatarios hacen encajes de bolillo por mantener los pagos a tiempo.

No entramos en formulaciones legales sobre el derecho constitucional a una vivienda digna, que es tema de leguleyos que admite, ya se sabe, interpretaciones varias.

Ha habido, sí, intentos desde varias administraciones de resolver el entuerto, admitamos las buenas intenciones, pero al final han quedado en aguas de borraja, bien por incapacidad, imposibilidad o mera adaptación de los políticos bienintencionados a acuerdos, oportunidades (oportunismos), bien por esa filosofía de andar por casa que se basa en la expresión es lo que hay, muy común por estos lares y que refleja bien a las claras el fatalismo hispánico.

Sobre todo el cine está aprovechando el filón del problema, que recoge como tema central o tangencial la cuestión. Mientras, seguimos a la espera de ver resuelto el problema y que la ministra nos demuestre que lo suyo ha sido un mero desliz.

 

 

miércoles, 18 de octubre de 2023

Adania Shibli

 


Todo empezó el año pasado a raíz de la invasión rusa a Ucrania. La reacción europea contra la agresión rusa conllevó, entre otras delicias, la suspensión de un curso sobre Dostoievski en la Universidad de Milán y que la Filmoteca de Andalucía quitara de su programación la película Solaris de Tarkovsky. Se propuso incluso derribar la estatua del escritor ruso en Florencia, disparate este que por suerte no contó con la anuencia del alcalde de la ciudad, que en un arrebato de sentido común tan escaso en el jardín europeo vio claro el catetismo de este despropósito, por decirlo de un modo suave.

Este año, ante esta nueva fase del conflicto entre Israel y Palestina con una nueva masacre en marcha, la Feria del Libro de Frankfurt ha cancelado la concesión de un galardón a la escritora Adania Shibli, autora de la novela Un detalle menor, ambientada en 1948 en la tierra hoy de nuevo ensangrentada. El director de la feria lo justifica alegando la condena al atentado sangriento de Hamás. Poco importa que Adania Shibli, palestina ella, en efecto, nada tenga que ver con la organización reaccionaria, como tampoco tiene que ver con el fundamentalismo la mayoría de los habitantes de Gaza ni los muchos manifestantes que han reaccionado a esta situación, aun cuando haya quienes vean en estas concentraciones una llamada a la Yihad que sólo existe en unas mentes que amparan un discurso cerrado de bloques, el nosotros y el ellos, que invocan pagar los muertos con más muertos, da igual de donde salgan los mismos.

Es evidente que está reacción sin sentido contra la cultura es apenas una anécdota menor ante la catástrofe de la guerra y el ataque encarnizado contra los civiles, que al final, como en Ucrania o como en cualquier otra parte, son los que sufren las decisiones ajenas, las de los Estados, las de los dirigentes que se arrogan la representatividad, las de los intereses comerciales de la industria de la guerra, que son al fin quienes sacan tajada de todo esto. Quizá porque la cultura es uno de los pocos ámbitos de sensatez que caben ante tanto disparate criminal.

Lo de hacerle pagar a Dostoievski el desatino de ocupar un país, cualquiera que fueran los argumentos esgrimidos, y bombardear un territorio, por tanto a una población civil, es una majadería en toda regla, una patochada, un absurdo que refleja bien a las claras una mentalidad cuanto menos estúpida. El que se suspenda la concesión del galardón sólo porque la autora en cuestión sea palestina supone legitimar a su vez un ataque desproporcionado e injusto a una población que no es responsable del atentado, bastante tiene con sobrevivir en su situación. Las instituciones culturales, en vez de ser puente y permitir la comunicación y el conocimiento, toman partido por la barbarie.

No he leído Un detalle menor, publicada en España por Hoja de Lata, ni siquiera conocía a esta autora, pero sin duda el (mal) gesto de la cancelación es una invitación para leerla, como habría que leer a los autores israelíes, sin duda más interesantes para conocer la realidad que los discursos llenos de odio de parte de los dirigentes políticos y militares locales. O de los silencios cómplices esparcidos por el mundo. Ha quedado claro una vez más que quienes fomentan las guerras no sólo asesinan, también pretenden silenciar las voces que explican las intrahistorias de los pueblos. Da igual de que bando sean.

jueves, 21 de septiembre de 2023

Idiomas

 


Decía Unamuno que un español culto debía por lo menos entender el portugués y el catalán, y sugería que conociese algunas de las lenguas españolas, además de la oficial y de la lengua vecina.

No es mala idea cuando de nuevo la cuestión de los idiomas vuelve a saltar a la palestra tras la aprobación de que se puedan utilizar las lenguas cooficiales en el Congreso, esto es, las lenguas de aquellas Comunidades que las ha reconocido legalmente, utilizadas en la administración e introducidas en los respectivos sistemas educativos. No son todas las que hay, porque además existen otras, a medio camino entre idioma o dialecto, las fronteras son a menudo difusas, en algunos casos consideradas lenguas protegidas –el asturiano, el aragonés, el asturleonés, el extremeño– o en otros situadas en un limbo, como el portugués hablado en la raya de Cáceres y Badajoz, la gacería o el caló, lengua esta última olvidada de pleno porque pesan siempre los prejuicios, parece ser.

El primer debate del Congreso con posibilidad de emplear las lenguas cooficiales tuvo momentos muy esclarecedores. Los representantes de Vox, que tienen como una de sus señas de identidad el patriotismo español, marcharon de la Cámara en cuando se escuchó las primeras palabras en lengua distinta a la castellana o española. Parece ser que en su España tan amada como idealizada no caben los otros idiomas, da igual que existan o no. El PP se opuso también, pero permanecieron en el debate, aun cuando no se pusieron el correspondiente pinganillo. La nota de color la puso su representante Borja Sémper, que utilizó el vasco, aunque fuera para criticar tal uso, en un guiño que nos recuerda en su momento la oposición del PP a la reforma legal para permitir el matrimonio homosexual, que pese a todo se aprobó, y cuya oposición, pese a todo, no fue óbice para que muchos dirigentes del partido acudieran a la boda de Javier Maroto, dirigente del PP, con un hombre tiempo después de la referida votación. Política de hechos, lo llaman.

De este modo, las tres lenguas cooficiales, el gallego, el vasco y el catalán, las utilizaron las formaciones nacionalistas, con lo que no nos quitamos esa idea de que dichos idiomas son en buena medida una parte de las reivindicaciones soberanistas, y no una realidad que debiera estás más o menos asumida. Esto es, nos mantenemos en la politización de las lenguas, que invade, tal vez debiera decirse más bien que contamina, la filología. Hay quien reclama desde ciertas posiciones afines al PP que el valenciano es idioma distinto al catalán, lo que defendía el blaverismo de antaño, e incluso en algunos carteles y servicios aparece diferenciado, como si el reconocimiento de ser una misma lengua supusiera la pertenencia a una misma comunidad política, y así dando a la variedad título de lengua. Con dicha lógica debiéramos reconocer al andaluz la condición de idioma. En su momento el filólogo Joan Fuster llegó a solicitar que se recuperara el nombre Llemosí para denominar a la lengua hablada en Cataluña, Valencia y Baleares.

El uso de las otras lenguas en el Congreso y en el Senado tiene un simbolismo sin duda necesario o importante. Positivo, sin duda, porque parte de un reconocimiento social e institucional. Claro que también puede llegar a ser engorroso, ralentiza el trabajo, obliga a tener un servicio de interpretación cuando todos los miembros del Parlamento hablan el castellano. Es una situación diferente la de España a la de Suiza o Bélgica, por ejemplo, donde no hay cooficialidad, sino que cada cantón o las regiones tienen un único idioma, sin que la población pueda llegar a saber, ni está obligado a ello, las otras lenguas del país.



Quizá el paso debiera ser el reconocimiento de dichas lenguas como idiomas también de Estado. Obligaría a que toda la documentación oficial se tradujera para su entrada en vigor. Un gasto, dirán algunos, pero es lo que tiene la pluralidad. Al fin y al cabo se asumen otros gastos sociales imprescindibles para la buena marcha de la sociedad.

Y no quiero ni pensar qué ocurriría si se plantease el reconocimiento del caló, por justicia y acto de desagravio hacia la comunidad gitana, o se tuviera en cuenta otros idiomas aportados por las comunidades inmigradas a España. Se abriría todo un melón, que se dice ahora.

domingo, 6 de agosto de 2023

Declives

 


Lo comenta Irene Vallejo en El infinito en un junco, una de las consecuencias del declive del imperio romano fue el descenso de encargos que recibían los copistas, cuya función era la reproducción para la correspondiente difusión de los escritos literarios y reflexivos que se acumulaban en bibliotecas privadas y públicas. Estas últimas, las públicas, las organizó Roma de un forma que intentaba emular la red creada por el mundo griego. El modelo ideal, a todas luces, fue la Biblioteca de Alejandría, que pretendió recopilar todo el saber del mundo. Pero en el siglo V d. C. la crisis profunda social, política y económica colocó el interés por la cultura en un segundo plano. No sólo se saquearon muchas bibliotecas y se destruyó su contenido, sino que se desatendieron muchas de ellas, sin duda debido también a la pérdida de interés por las muchas materias contenidas en aquellos pergaminos.

No en vano, nos lo cuenta la autora del libro mencionado, el historiador Amiano Marcelino se quejaba del abandono cada vez mayor de la lectura seria, y por ende, imagino, de la curiosidad por los saberes. No es casual que por entonces las ciudades, que siempre son centros de cultura e investigación, de intercambio y difusión cultural, redujeran sus habitantes de un modo brutal. Fueron malos tiempos, sin duda, con una administración debilitada, enormes amenazas en ciernes, miseria extendida –¿qué época no la sufrió?– y sin duda una superficialidad que se expandió por toda la sociedad.

Podríamos pensar que las crisis sociales traen consigo una pérdida de interés y de la actividad cultural, aunque no es así. La primera mitad del siglo XX fue un ejemplo de crisis absoluta, se desmoronaba la Europa decimonónica y hubo dos guerras mundiales, pero qué duda cabe que se vivió un auge cultural más que notable. Coincidieron en Europa muchas corrientes estéticas, hubo un enorme interés por el arte africano y por la filosofía oriental, al tiempo que la enseñanza se extendía a las capas desfavorecidas de la sociedad. En España se vivió una edad de plata de la cultura y entraron en contacto la literatura de las dos orillas, tras un largo periodo dándose la espalda. Todo ello en un momento de enorme violencia, crisis económica y desasosiego generalizado. Cuando además asistimos en el continente a la barbarie en su grado máximo.

A veces aterra esa coincidencia en un mismo espacio y en un mismo tiempo de lo sublime y lo terrorífico.

Por otro lado, ese interés cultural fue siempre minoritario, quedaron al margen, por razones varias que sería largo describir, muchas capas sociales, a menudo preocupadas más por la mera supervivencia.

Otro factor incidió en aquella crisis del Imperio Romano, el cristianismo se convirtió en religión oficial y, con ello, esta religión se transformó sin duda por completo. En 529 Justiniano prohíbe a los paganos dedicarse a la enseñanza. La Academia de Atenas, que se remontaba a Platón, acaba desapareciendo. Se persigue cualquier idea que se considerase contraria al cristianismo, en una interpretación que es más política que religiosa. El poder empleó también esta religión como argamasa que legitimara sus políticas. No obstante, al mismo tiempo, serán los monasterios los ámbitos donde se conservó la cultura, se mantuvieron no pocos pergaminos que se copiaron en sus estudios y se reflexionó sobre sus contenidos.



Algunos siglos después de aquella caída del Imperio Romano se impuso la idea de progreso y de que la expansión de la educación y de la cultura permitiría sociedades más libres y democráticas. Sin duda, hay una base de verdad en ello, una sociedad sin valores ni referencias, sin debate, no podrá ser una sociedad libre. Pero qué duda cabe que una sociedad culta, con una tradición riquísima en expresiones culturales, no está exenta de la barbarie. Volvemos al siglo XX, a Europa Central, a la brutalidad más tremenda. En el mismo libro de Irene Vallejo encontramos una cita de Walter Benjamin: «No hay documento de cultura que no lo sea al mismo tiempo de barbarie».

Lo dicho, hay un elemento discordante en el género humano, una dicotomía entre polos opuestos que vuelve difícil la comprensión de los mecanismos no siempre claros de toda sociedad. Efecto de las complejidades, tal vez.

Asistimos en nuestro tiempo, por su parte, a un desinterés por la cultura, o por lo menos a una notable infantilización de la sociedad. Hemos asistido en España, por ejemplo, en los últimos meses a dos campañas electorales que se han caracterizado por los discursos huecos, por la inexistencia de mensajes ni contenidos, por la repetición de lemas que, salvo excepciones, se extienden a todas las opciones. Es consecuencia de una demanda nada exigente, nos dicen, la despreocupación por lo público y su consecuencia en el correspondiente debate por parte de la población general conduce a ello. Pudiera ser. Aunque pudiera responder a intereses de las propias élites. Quizá en otras épocas tampoco fuera diferente, tal vez idealicemos el pasado frente al desconsuelo que produce el presente. Pero hay algo de ese fin de época que nos acerca a otros declives. O por lo menos los recuerda bastante. Por ejemplo a esa decadencia romana que nos describe Irene Vallejo al final de su ensayo, un libro que a todas luces habla de nosotros mismos, herederos seguro, también contemporáneos.

domingo, 9 de julio de 2023

Las fronteras de dentro

 


Las fronteras no son sólo los límites de los Estados, las líneas más o menos reales o ficticias que marcan los confines de los países, establecidas siempre por leyes, convenios y acuerdos que a menudo resultan de conflictos armados, guerras que provocan muertos –aunque muchas veces las fronteras estables y ordenadas los siguen provocando, demasiados muertos siempre, sin necesidad de declarar la guerra–, y que en ocasiones son fuente de tensión, de discusión, aunque hay rencillas que han quedado en el olvido, que ya no crean tensiones, las vemos como límites normales entre Estados.

Por ejemplo, España tiene varios tipos de fronteras. Unas son exageradas, duras, defensivas: las fronteras de Ceuta y Melilla, convertidas ahora en la frontera sur de Europa, con concertinas durante un tiempo en lo alto de las vallas, sustituidas ahora por barrotes, y fuerte presencia policial. Nada tiene que ver con éstas la frontera de Olivenza, territorio reivindicado por Portugal, país que no reconoce el trazado fronterizo actual, aunque ya dé igual, no existe presencia policial, ambos Estados son firmantes del Tratado de Schenger, sólo la falta del cartel anunciador de que se entra en Portugal indica que algo hubo hasta hace bien poco. Algo parecido ocurre con la frontera del Bidasoa, afectada por varios conflictos –la ocupación de Navarra por Castilla, en 1512, la guerra Hispano Francesa entre 1635 y 1659 y que terminó con el Tratado de Westafalia, la Guerra de Independencia entre 1808 y 1814–, con esa curiosa Isla de los Faisanes cuya soberanía es compartida entre Francia y España. El nacionalismo vasco reivindica, por su parte, la unidad de un País Vasco dividido entre los dos Estados. Hay lugar también a cierto absurdo, como la de la localidad de Riohonor de Castilla, en Zamora, o Rio de Onor en la región de Trás-os-Montes, una misma localidad dividida entre dos países.

Existen también las fronteras asépticas de los aeropuertos, con una zona que no pertenece al país donde estén ubicados, pura ficción, y que suelen ser accesos fríos, parecidos unos a otros, incómodos a pesar del diseño.

Pero las fronteras de las que habla José Miguel Aragón en su libro de relatos Las fronteras de dentro son bien distintas, están formadas por tópicos y prejuicios, por desconocimiento y temores, aparecen en la cotidianidad, a menudo por hechos intrascendentes que dan luz a personas que no son de aquí, no las reconocemos muchas veces, ni los vemos a veces, o las reconocemos de repente, casi por casualidad. Las suyas son historias sencillas, rutinarias, personas con quienes se cruzan todos los días o con las que compartimos espacios –un edificio de viviendas, un equipo de fútbol, una biblioteca, un lugar festivo o vacacional– y tras las cuales, de pronto, discernimos una historia más intensa, profunda y a menudo dolorosa.



José Miguel Aragón se refiere sobre todo a un grupo concreto de emigrantes, los que llegan a la península saltando las vallas o en patera, que deambulan sin papeles, viven una situación irregular, con trabajos sin contrato, cuando consiguen un trabajo, o venta callejera, los Top-manta, el autor los conoce bien a partir de su actividad en la Asociación El Olivar de Madrid, que presta ayuda y techo a algunos de ellos.

La inmigración en España se ha convertido en debate público y tema de campaña electoral. No siempre para bien, el debate se ha enredado de tal forma que se asocia inmigración con inmigración irregular o, peor aún, con delincuencia. Aunque sí, también hay personas extranjeras, entre ellas algunos sin papeles, que delinquen, no hablamos de héroes de cine o de santos sempiternos, no son, al fin, ni mejores ni peores que la gente local, pero ciertos planteamientos oportunistas, interesados y alarmistas quieren dar una visión catastrofista, cuasi terrorífica, aun cuando los que delinquen sean los menos. Mientras, en los cultivos, los servicios y las obras miles de personas inmigradas ejercen sus labores con absoluta normalidad, cualquier cosa que sea esto de la normalidad. La realidad, en consecuencia, admite varias tonalidades, lo que nos lleva a no asumir ni un discurso buenista ni la constante acusación malintencionada de una inmigración siempre conflictiva. Esta evidencia, en todo caso, nos fuerza a plantear el tema en claves de absoluta equidad.

Mientras, los relatos de Las fronteras de dentro nos pueden ayudar a una mirada diferente a la que, por desgracia, se nos impone en estos tiempos aciagos.

 

miércoles, 28 de junio de 2023

Bienvenido, Monsieur Dupont

  


En abril de 1953 se estrenaba en el Cine Callao de Madrid la película Bienvenido, Mister Marshall. Fue la primera película que dirigió Luis García Berlanga él solo, aunque en un principio Juan Antonio Bardem, que fue coguionista junto a Miguel Mihura y el propio director, iba también a dirigirla. Pero hubo desavenencias y Berlanga se encontró ante el reto de dirigir al equipo. Un rodaje, por cierto, lleno de conflictos y problemas, lo que afectó en algún momento a su propia consideración de la película, porque tal vez, pese al éxito y aun cuando se convirtiera en una de las cintas claves de la historia del cine español, ese mal recuerdo llevó a Berlanga a que no siempre tuviese por ella toda la estima que pudiera merecer.

Pasó el control de la censura, no sabemos si porque quien se ocupó de que la película atendiera a las normas de decencia y corrección política no percibió las críticas que contenía entre líneas o tal vez porque hubo un gesto de cierta permisibilidad en un momento en que el régimen de Franco –recuérdese que poco antes del año del estreno España no había sido admitida en la ONU– establecía relaciones diplomáticas con Estados Unidos y el embajador de este país presentaba sus credenciales por esas fechas, lo que exigía de algún signo de apertura por parte de la dictadura.

En todo caso, parecía que la película no iba a durar mucho en cartelera, aunque la buena acogida en el Festival de Cannes con la correspondiente concesión de un par de premios y una mención especial, a pesar, aquí también, de ciertas protestas de algún que otro productor norteamericano por considerar ofensiva alguna escena, cambió las tornas y empezó a ser bien recibida en España, no sólo por el humor que desprendía, también por una mirada general que supo entender la parodia que había tras el tono desenfadado y sarcástico de la película.

En la película se cuentan los preparativos que un alto dignatario provincial solicita, entre otros, al alcalde de Villar del Río para que el pueblo entero reciba a un representante norteamericano de un modo acogedor, solemne y festivo. Es importantísimo que se dé buena imagen, España entera podría recibir las inmensas ayudas que estaba recibiendo Europa occidental para su desarrollo económico, por su parte también el pueblo y sus habitantes iban a ser receptores de regalos que cambiaría por completo la suerte y el destino de la población, quien sabe si también el añorado ferrocarril.

El pueblo se engalana, incluso intenta mostrar una identidad que no se corresponde a la idiosincrasia local, todo para que los norteamericanos se lleven la mejor impresión de Villar del Río y de sus habitantes acogedores y alegres. La imagen que obtengan los visitantes se traducirá en regalos e inversiones que manarán por doquier. Hay que dejar de lado las exaltaciones del pasado heroico e imperial o incluso no se debe de ser tan melindroso con las herejías del otro, los tiempos cambian y es importante que la imagen se fortalezca y atraiga la nueva jauja en los tiempos presentes.

No obstante, el representante norteamericano, junto a su sequito, pasa por el pueblo, sí, pero pasa de largo, ni siquiera se detiene para atender a los habitantes y a su alcalde, el inmenso esfuerzo queda en aguas de borraja y los vecinos han de pagar a escote todo el dispendio.

Setenta años después del estreno de la película, volverla a ver crea no poca ternura y consideración. Apreciamos también otras lecturas, otros detalles que la parodia berlanguiana nos va indicando entre líneas, desde luego nos muestra una España muy diferente a la actual, una España que entonces se debate y forcejea entre el pasado y el futuro, entre el inmovilismo y una prosperidad que se espera con impaciencia. Setenta años después, con circunstancias distintas, conocemos lo que vino después. Hubo un desarrollismo que a menudo no fue ni equitativo ni justo, tuvo mucha precariedad y el sacrificio de muchos no siempre agradecido, pero hubo un giro, una mejora general, el régimen consiguió mal que bien atraer a otros países y a los inversionistas extranjeros para que invirtieran aquí, ciegos todos ellos a un régimen dictatorial que tuvo demasiados claroscuros en su haber, aunque sin duda la España democrática actual, nada que ver con la de entonces, y sus empresas multinacionales actúan hoy de un modo muy parecido con terceros países.



Queda, eso sí, en esta posmodernidad contemporánea, la obsesión por la imagen, el mostrar las mejores galas, aunque nos cuesten caras, para obtener futuras prebendas que ensalcen lo nuestro, «el mundo entero nos estará mirando», nos dicen también hoy y lo creemos con firmeza. Justo setenta años después de que don Pablo, el alcalde de Villar del Río, embarque a todo su pueblo en un festejo cordial y afectuoso, un tanto ridículo sin duda, asistimos al inicio del Tour de Francia en suelo vasco y varias instituciones locales se han enredado en una ocasión sinigual para que todo el mundo contemple, en los pocos segundos que dura el paso de los ciclistas por cada rincón afortunado, el territorio que ha de resultar atractivo a los futuros turistas y visitantes que vengan a nuestra tierra, el actual maná del que depende, parece ser, el futuro de nuestro bienestar. El espectáculo del Tour como gran oportunidad colectiva. Cualquier parecido con la ficción es pura coincidencia.