Lo comenta Irene Vallejo
en El infinito en un junco, una de
las consecuencias del declive del imperio romano fue el descenso de encargos
que recibían los copistas, cuya función era la reproducción para la
correspondiente difusión de los escritos literarios y reflexivos que se
acumulaban en bibliotecas privadas y públicas. Estas últimas, las públicas, las
organizó Roma de un forma que intentaba emular la red creada por el mundo
griego. El modelo ideal, a todas luces, fue la Biblioteca de Alejandría, que
pretendió recopilar todo el saber del mundo. Pero en el siglo V d. C. la crisis
profunda social, política y económica colocó el interés por la cultura en un
segundo plano. No sólo se saquearon muchas bibliotecas y se destruyó su
contenido, sino que se desatendieron muchas de ellas, sin duda debido también a
la pérdida de interés por las muchas materias contenidas en aquellos
pergaminos.
No en vano, nos lo cuenta
la autora del libro mencionado, el historiador Amiano Marcelino se quejaba del
abandono cada vez mayor de la lectura seria, y por ende, imagino, de la
curiosidad por los saberes. No es casual que por entonces las ciudades, que
siempre son centros de cultura e investigación, de intercambio y difusión
cultural, redujeran sus habitantes de un modo brutal. Fueron malos tiempos, sin
duda, con una administración debilitada, enormes amenazas en ciernes, miseria
extendida –¿qué época no la sufrió?– y sin duda una superficialidad que se expandió por toda la sociedad.
Podríamos pensar que las
crisis sociales traen consigo una pérdida de interés y de la actividad cultural,
aunque no es así. La primera mitad del siglo XX fue un ejemplo de crisis
absoluta, se desmoronaba la Europa decimonónica y hubo dos guerras mundiales,
pero qué duda cabe que se vivió un auge cultural más que notable. Coincidieron
en Europa muchas corrientes estéticas, hubo un enorme interés por el arte
africano y por la filosofía oriental, al tiempo que la enseñanza se extendía a
las capas desfavorecidas de la sociedad. En España se vivió una edad de plata
de la cultura y entraron en contacto la literatura de las dos orillas, tras un
largo periodo dándose la espalda. Todo ello en un momento de enorme violencia,
crisis económica y desasosiego generalizado. Cuando además asistimos en el
continente a la barbarie en su grado máximo.
A veces aterra esa
coincidencia en un mismo espacio y en un mismo tiempo de lo sublime y lo
terrorífico.
Por otro lado, ese
interés cultural fue siempre minoritario, quedaron al margen, por razones
varias que sería largo describir, muchas capas sociales, a menudo preocupadas
más por la mera supervivencia.
Otro factor incidió en
aquella crisis del Imperio Romano, el cristianismo se convirtió en religión
oficial y, con ello, esta religión se transformó sin duda por completo. En 529
Justiniano prohíbe a los paganos dedicarse a la enseñanza. La Academia de
Atenas, que se remontaba a Platón, acaba desapareciendo. Se persigue cualquier
idea que se considerase contraria al cristianismo, en una interpretación que es
más política que religiosa. El poder empleó también esta religión como argamasa
que legitimara sus políticas. No obstante, al mismo tiempo, serán los
monasterios los ámbitos donde se conservó la cultura, se mantuvieron no pocos pergaminos
que se copiaron en sus estudios y se reflexionó sobre sus contenidos.
Algunos siglos después de
aquella caída del Imperio Romano se impuso la idea de progreso y de que la
expansión de la educación y de la cultura permitiría sociedades más libres y
democráticas. Sin duda, hay una base de verdad en ello, una sociedad sin
valores ni referencias, sin debate, no podrá ser una sociedad libre. Pero qué
duda cabe que una sociedad culta, con una tradición riquísima en expresiones
culturales, no está exenta de la barbarie. Volvemos al siglo XX, a Europa
Central, a la brutalidad más tremenda. En el mismo libro de Irene Vallejo
encontramos una cita de Walter Benjamin: «No
hay documento de cultura que no lo sea al mismo tiempo de barbarie».
Lo dicho, hay un elemento
discordante en el género humano, una dicotomía entre polos opuestos que vuelve
difícil la comprensión de los mecanismos no siempre claros de toda sociedad.
Efecto de las complejidades, tal vez.
Asistimos en nuestro
tiempo, por su parte, a un desinterés por la cultura, o por lo menos a una
notable infantilización de la sociedad. Hemos asistido en España, por ejemplo,
en los últimos meses a dos campañas electorales que se han caracterizado por
los discursos huecos, por la inexistencia de mensajes ni contenidos, por la
repetición de lemas que, salvo excepciones, se extienden a todas las opciones.
Es consecuencia de una demanda nada exigente, nos dicen, la despreocupación por
lo público y su consecuencia en el correspondiente debate por parte de la
población general conduce a ello. Pudiera ser. Aunque pudiera responder a
intereses de las propias élites. Quizá en otras épocas tampoco fuera diferente,
tal vez idealicemos el pasado frente al desconsuelo que produce el presente.
Pero hay algo de ese fin de época que nos acerca a otros declives. O por lo
menos los recuerda bastante. Por ejemplo a esa decadencia romana que nos
describe Irene Vallejo al final de su ensayo, un libro que a todas luces habla
de nosotros mismos, herederos seguro, también contemporáneos.
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